A los campesinos:
¿trato de pobres o de productores?
La Jornada del campo
«En el campo el gobierno se gasta un dineral”, dicen los inconformes. Y es verdad que se destina al agro un buen de dinero fiscal. ¿Por qué, entonces, son tan quejiches los campesinos organizados?
Lo que pasa es que el gasto público rural es regresivo y favorece la concentración de los beneficios, además de que el ejercicio presupuestal es tardío, incierto, institucionalmente descoordinado, falto de objetivos, sin planeación estratégica y operado con ineficiencia y, por si fuera poco, con demasiada frecuencia su asignación es poco transparente, discrecional, subrepticia, viciosa, clientelar…
Entonces, si bien es considerable el presupuesto de las diferentes secretarías con incumbencias rurales que conforman el Programa Especial Concurrente para el Desarrollo Rural Sustentable (PEC), el problema está en que el dinero no se gasta en lo que debería, y en vez de fomentar la agricultura de los pequeños productores pobres que en verdad lo necesitan para desarrollar su potencial, se orienta preferentemente a los agricultores ricos y las empresas comercializadoras, que de por sí ganan mucha plata y cuya propensión rentista, especulativa y predadora se estimula con el privilegio presupuestal.
Los programas sociales para el campo se orientan –como debe ser– a los marginados rurales, a quienes llega el 95 por ciento de ese gasto. En cambio, la inversión pública destinada al fomento productivo tiene un sesgo claramente favorable a las regiones más capitalizadas del norte y noroeste, donde embarnece el agronegocio que acapara el 92 por ciento de ese dinero, y desfavorable al sur-sureste deprimido y a los pequeños agricultores, a quienes llega apenas el ocho por ciento de los recursos fiscales destinados a la actividad agropecuaria.
En el presupuesto se trata a los campesinos como pobres, no como productores. Lo que es una estupidez cuando menos por dos razones: porque sin fomento productivo, la carencia de los pobres no tiene llenadera, de modo que el gasto social es humanamente humillante y económicamente insostenible, un verdadero pozo sin fondo, y porque en la pequeña y mediana producción agropecuaria está la alternativa a tres de los mayores problemas de la humanidad: el cambio climático, la crisis alimentaria y la migración compulsiva, trío de demonios que a todos cuchilean con sus tridentes pero con nuestro país de plano se encajan.
“Los últimos pronósticos indican que México se verá sumamente afectado por el cambio climático, particularmente por los huracanes, las variaciones de la temperatura y las precipitaciones, y el aumento de la frecuencia y la gravedad de las inundaciones y sequías”, señala el Banco Mundial en un informe de diciembre de 2009, que viene a ratificar los desastres e inclemencias que de por sí estamos padeciendo.
Y las prospecciones climáticas son temibles: las relativas a nuestro país estiman que para 2020 la temperatura aumentará hasta en 2.5 grados centígrados en invierno y hasta en 2.2 en verano; se calcula que las lluvias disminuirán hasta en 15 por ciento en la región central y cinco por ciento en la del Golfo de México, y que se intensificarán las fluctuaciones y con ellas los fenómenos meteorológicos extremos, como sequías graves y aguaceros torrenciales; se prevé un aumento de hasta dos grados centígrados de la temperatura del agua en los océanos, lo que producirá huracanes más frecuentes e intensos en el mar del Caribe, el Golfo de México y en las regiones del océano Pacífico cercanas a nuestro país, con vientos cuya intensidad se incrementará en seis por ciento y lluvias cuyo volumen crecerá en 16 por ciento.
El deterioro de los recursos naturales y en especial el cambio climático resultan de los insostenibles patrones técnico-económicos en los que el capitalismo nos embarcó hace dos o tres siglos, de modo que no tienen solución fácil. Pero todos –incluso organismos internacionales como la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO)– saben que una de sus causas está en el monocultivo intensivo y predador, y uno de sus remedios radica en impulsar una agricultura diversificada, sostenible y con flexibilidad para adaptarse a la incertidumbre climática; es decir una agricultura pequeña y mediana de carácter campesino. Todos lo saben… menos el gobierno mexicano.
Ya tuvimos el “tortillazo”, ¿viene ahora el “bolillazo”? Entre 2006 y 2008, en todo el mundo los precios de los alimentos se fueron a las nubes y aunque después algo bajaron, siguen muy por encima de los imperantes en el último tercio del siglo pasado. En cuanto al futuro, todos los analistas auguran un largo período de cotizaciones elevadas e inestabilidad en los mercados de alimentos básicos.
La crisis alimentaria no es circunstancial sino de fondo y sus causas son múltiples: la agricultura industrial “extractiva” e insostenible, cuyo paquete tecnológico intensivo ya dio de sí y tiene efectos decrecientes en los rendimientos; un calalentamiento global que hace errático el clima e incrementa la incertidumbre propia de la agricultura; la acelerada conversión alimentaria hacia la proteína animal, por la que cosechas de potencial consumo humano directo se destinan cada vez más a la ganadería.
Asimismo, el progresivo agotamiento de los hidrocarburos que aumenta los costos agrícolas, tanto en agroquímicos como en industrialización y transporte, y que al propiciar la conversión hacia los agroenergéticos presiona sobre cosechas, tierras y aguas que se emplean o podrían emplearse para producir alimentos; la renuncia a la autosuficiencia, seguridad y soberanía alimentaria de muchos países periféricos que desmantelaron su agricultura campesina orientada al autoabasto y el mercado interno y pasaron a depender de las importaciones; el control oligopólico sobre los insumos agrícolas y las cosechas, que, acompañado por la creciente bursatilización de las commodities, permite que las trasnacionales y el capital financiero especulen con el hambre.
Ante esto, todos reconocen que fue un error histórico desalentar la producción local de alimentos y descobijar a los campesinos que los cultivaban, mientras que organismos multilaterales como la FAO y el Fondo Monetario Internacional (FMI) recomiendan privilegiar la satisfacción de la demanda local y los mercados locales, orientando el gasto público a la pequeña y mediana agricultura campesina capaz de producir básicos con tecnologías sostenibles de bajo costo energético. Con programas como los de Hambre Cero, numerosos países periféricos y emergentes están alcanzando o robusteciendo su soberanía alimentaria con base en la producción campesina. México es la excepción.
Ni siquiera las matanzas desalientan el éxodo. A la estampida poblacional alimentada por la frustración agraria no la detiene la recesión de la economía estadounidense, ni las leyes que criminalizan la apariencia latina, ni la xenofobia, ni la barbarie de las bandas delincuenciales.
Junto con los centroamericanos de la diáspora y otros migrantes a la intemperie, nuestros jóvenes desertan de un país donde no ven futuro. Y muchos huyen de la debacle rural. En los 25 años pasados se perdieron en México más de dos millones de empleos agrícolas, uno de cada cinco, de modo que pasamos de 10.7 millones a 8.6 millones de trabajadores del campo. La astringencia laboral en el mundo campesino no fue compensada con la creación de empleos en el agronegocio, ni en la industria, ni en los servicios, de modo que muchos de los desahuciados del México profundo pasaron de emplearse como pizcadores en los campos del noroeste a buscar jale en el gabacho. Y es que si en el agro no hay empleo, tampoco lo hay en otros sectores: según el Centro de Análisis Multidisciplinario de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM): “para junio de 2010, el total de la población desempleada en México sumó ocho millones 83 mil 471 personas (…) y la tasa de desempleo es de 15.3 por ciento”.
Para un país de jóvenes, desangrarse demográficamente es un suicidio. No sólo porque se dilapida el “bono poblacional”, sino también porque al distanciarse física y espiritualmente los hijos se pierden los saberes, se desfonda el patrimonio, dejan de ser viables las estrategias de solidaridad productiva transgeneracional y se acorta dramáticamente la visión de futuro de las familias.
De no moderarse, en pocos años la compulsión migratoria acabará con una cultura milenaria y una socialidad ancestral. Y lo hará cuando estos haberes civilizatorios son más valiosos, pues la humanidad se encuentra en una encrucijada, una Gran Crisis que pone en entredicho el modelo urbano industrial y demanda paradigmas de repuesto. Entre ellos el que representa la comunidad agraria.
Hay que defender los derechos del que migra. Pero para contener el éxodo, recuperar al campo y salvar al país hay que reivindicar también el derecho de no emigrar, el derecho a un futuro por el que luchar en el lugar donde nacimos. Tenemos la libertad de irnos en pos de una esperanza, pero también el derecho de quedarnos sin renunciar al porvenir.
Y en el campo el derecho de no tener que emigrar se garantiza dotando al agro con servicios públicos de calidad, pero también redinamizando la economía campesina, de modo que el premio poblacional que significa ser un país de jóvenes se transforme en el desarrollo de nuestro patrimonio productivo.