La carne
Javier Sicilia
La Jornada Semanal
La palabra carne es sumamente agresiva a nuestro oído: evoca la muerte: el rastro, los cortes de las carnicerías, el alimento que nace del dolor y de la sangre. Evoca también en la tradición católica la corrupción: “Los enemigos del hombre –dice una antigua fórmula– son mundo, demonio y carne”, fórmula que quizá tenga su origen en la condena que san Pablo hace de ella en Col. 2, 20-23. Sin embargo, toda la tradición cristiana se articula en ella. Dios no sólo se encarna en Jesús de Nazaret –La ensarkosis, la encarnación–, sino que resucita con su carne y nos hará partícipes de esa resurrección al final de los tiempos: “Creo –dice el ‘Credo’ de los apóstoles– en la resurrección de la carne.”
Esta confusión se debe a que en español sólo existe una palabra para nombrar estas dos formas de la carne. En inglés existen dos, que las distinguen, meat y flesh; lo mismo sucede en francés con las palabras viande y chair.
En realidad, la carne, la de la encarnación y la de la resurrección, que se distingue de la de los rastros, es el contenido mismo de lo que somos. Yo, por ejemplo, como cada uno de nosotros, me percibo como carne, no como cuerpo ni como alma –distinción más platónica que cristiana. Vemos cuerpos, pero nos experimentamos y los experimentamos con nuestra carne. De allí, quizá, esa extrañeza cuando nos miramos en un espejo, nos vemos en una fotografía o escuchamos nuestra voz registrada en una grabadora: la “autoconcepción” que tenemos de nosotros no corresponde en absoluto con aquello que, mediante ciertas prótesis, nos permite mirarnos o escucharnos de manera corpórea. De allí, quizás también, ese afán, frente al espejo, por peinarnos así o vestirnos asá, por cambiar –como decimos utilizando la palabra inglesa– de look, es decir, por hacer que ése que vemos desplegarse frente a nosotros corresponda lo más posible a la percepción que cada día y a cada instante tenemos de nosotros mismos como carne.
La carne es por ello nuestra condición. Es lo que le da sentido a nuestro cuerpo y a nuestra relación con el mundo. Es nuestra conciencia de seres que se saben en su grandeza y en su finitud, una experiencia que nunca nos abandona porque está pegada a nuestra piel bajo múltiples impresiones de sufrimiento y de gozo. Un cuerpo puro, digamos, una mesa, por más cerca que se encuentre de otro cuerpo, digamos, una pared, jamás sabrá que la toca. Sólo lo sabría si, como nosotros, tuviera una carne que le da sentido y proporciones a la materia que percibe. La carne es, como alguna vez lo dije al hablar de la poética de Lanza del Vasto, la extensión de la forma del cuerpo, la extensión de su sustancia íntima o, para hablar en términos cristianos, la imagen y la semejanza del Verbo increado que se revela en la carne de Jesús; la expresión, dice Lanza del Vasto, de “ese Cuerpo Invisible (el Verbo) que más que cuerpo es la liga entre el cuerpo y el alma”, que se manifiesta en proporciones humanas, es decir, en relaciones somáticas, y que, como aparece con una extrañeza maravillosa en los relatos de la resurrección de Jesús, resucitará con un soma distinto, es decir, “transfigurado”.
Tal vez esta reflexión sea difícil de entender en un mundo cuyas prótesis tecnológicas –computadoras, celulares, espacios virtuales– nos han desencarnado al grado de crearnos una percepción desfigurada del mundo, es decir, una percepción virtual, espacial y casi anestésica de las cosas y de nosotros mismos. En todo caso, como alguna vez lo escribí en un poema intitulado “Límite”: “Esa es la dicha: / sabernos en los otros y saber de los otros […]/ no en el éter del ángel que contiene el espacio/ no en la química,/ hielo de isometrías, hélice doble,/ gema invisible del sentido,/ sino en su emanación que llega desde el fondo hasta nosotros,/ carne de dicha, fuente,/ escultura del tiempo,/ estancia de delicias,/ pasadizo de esencias,/ límite de la luz,/ bisagra de lo inmenso,/ que irradia su belleza y recoge la de otros,/ como otrora los santos/ recogían en la luz de las cosas el mensaje incesante/ que viene del silencio y perduraba en ellos/ como la persistencia de lo eterno.”
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar todos los presos de la APPO y hacerle juicio político a Ulises Ruiz.