Baudelaire y Las flores del mal
Andreas Kurz
La vida de Las flores del mal comienza de manera titubeante. El 25 de junio de 1857, los cien poemas originales de la colección aparecen por primera vez como libro. Se trata de cincuenta y dos poemas inéditos y cuarenta y ocho publicados anteriormente en revistas diversas. Sólo algunos meses después del proceso contra Madame Bovary, Baudelaire tiene que enfrentarse a un juzgado. A diferencia del novelista Flaubert, el poeta y su libro salen mal del asunto: multado aquél, mutilado éste. Seis poemas tienen que retirarse de la edición original, otros siete evitaron el mismo destino gracias a las sutiles estrategias del abogado de Baudelaire. Los trece textos habían sido acusados de blasfemia (cuatro) y por atentar contra la moral pública francesa (nueve). En 1861 se publica lo que podría llamarse la versión definitiva de Las flores del mal, aunque sin los seis poemas sentenciados e incluyendo otros textos editados, es decir, censurados.
El poemario, hoy día el icono de la modernidad, lectura obligatoria en las preparatorias europeas y parte esencial de la erudición burguesa, nace como libro non grato.
Victor Hugo, a pocos meses de la primera publicación, manda una carta entusiasta a Baudelaire, en la que da la bienvenida al gran mundo literario a Las flores del mal, les predice, sentado a su cuna, la inmortalidad.
Felicita a su joven compañero de pluma por haber sido condenado por la justicia de Napoleón iii. En 1857, Hugo es el dios literario de Francia y Europa: un autor incómodo a veces, exiliado a raíz de sus posiciones políticas inconformes, pero aceptado y bien ubicado dentro de una estética romántica que había empezado a caducar sin que sus representantes franceses se dieran cuenta.
El 13 de julio, todavía antes del proceso, Flaubert había mandado otra felicitación a Baudelaire: «Usted ha encontrado la manera de rejuvenecer el romanticismo.
Lo que me gusta sobre todo en su libro es el predominio del Arte. Usted resiste como el mármol y penetra como la niebla de Inglaterra.» El representante más renombrado del romanticismo francés y el iniciador del realismo francés insisten en aspectos extra-literarios para evaluar el poemario. Hugo no puede, ni quiere, esconder su satisfacción por un texto que revela, a más tardar en el transcurso del proceso, es decir, en un ambiente que no pertenece al libro, la impresionante hipocresía y estulticia de la alta sociedad en el Imperio de Luis Napoleón.
Flaubert, por otro lado, parece engañarse a sí mismo. Elogia el arte puro, pero, a la vez, usa metáforas que se conectan mucho más con la función social del arte – resiste a la estupidez e incomprensión, e influye de manera suave en su entorno– que con una estética l’art pour l’art.
Baudelaire grita en vano cuando proyecta un prefacio para Las flores del mal en el que se niega, paradójicamente, el valor de los prefacios. No quiere escribir sobre el porqué y cómo ha hecho su libro, ya que sería una tarea superflua: una parte del público ya lo sabe, la otra nunca lo entenderá.
Grita en vano cuando instruye a su abogado acerca de la semántica de la palabra «moral»; instrucciones que, para la suerte del poeta, el abogado no tomará en cuenta: «Hay muchas morales. Hay la moral positiva y práctica, a la que todo el mundo debe obedecer. Pero hay la moral de las artes. Ésta es muy diferente, y desde el comienzo del mundo las artes así lo han demostrado.» Había gritado en vano seis años antes de publicar Las flores del mal, en un artículo publicado en La Semaine Théâtrale.
En él Baudelaire afirma categóricamente la soberana independencia de un arte que no debe pertenecer a ninguna escuela, ni ideología, ya que «la una predica la moral burguesa y la otra la moral socialista. El arte, por ese hecho, se convierte en una cuestión de propaganda». Y eso nunca. Baudelaire encuentra en este texto una fórmula que anticipa las ideas de Oscar Wilde, aunque al revés: «¿Es útil el arte? Sí. ¿Por qué? Porque es el arte.»
El arte es el arte es el arte, no tiene nada que ver con el mundo. La moral establecida por convenciones sociales e históricas es el criterio menos adecuado para juzgarlo. La estética baudelairiana cambiará, se matizará, eventualmente encontraría su versión definitiva en El pintor de la vida moderna. La base de esta estética, no obstante, es inmutable y ha sido definida varios años antes de Las flores del mal.
Mas Baudelaire grita en vano. Ni siquiera sus dos contemporáneos mejor preparados para evaluar justamente el poemario son capaces de renunciar por completo a la interpenetración del nefasto mundo convencional con el luminoso mundo del arte que no acepta convenciones.
Mucho menos nosotros, lectores modernos, los que hemos leído a los autores que predican el libro como realidad aparte, el nebuloso Barthes, el estricto Todorov, el arrogante Derrida, el eruditamente cínico (¿o cínicamente erudito?) Genette; mucho menos nosotros somos capaces de abstraer la literatura, aunque construyamos a diario nuestros castillos en el aire y sigamos creyendo en caballeros andantes y Dulcineas encantadas. ¿Baudelaire sí podía?
Es fácil y cómodo responder: claro que no. Veamos dos de los poemas más famosos de la colección, «El albatros» y «Correspondencias», el segundo y el cuarto textos de Las flores del mal contenidos en Spleen e ideal. Unos marineros capturan al pájaro majestuoso, el rey del aire. Una vez sobre el barco pierde toda su elegancia: «Lui, naguère si beau, qu’il est comique et laid!» («Él, antes tan bello, ¡qué ridículo y feo es ahora!»).
Baudelaire, en este caso, no quiere dejar dudas acerca del simbolismo del poema. En la última estrofa lo explica: «Le Poète est semblable au prince des nuées/ Qui hante la tempête et se rit de l’archer;/ Exilé sur le sol au milieu des huées,/ Ses ailes de géant l’empêchent de marcher.» («El Poeta se asemeja al príncipe de las nubes,/ El que domó la tempestad y se rió del arquero;/ Pero exiliado en la tierra, donde las carcajadas,/ Sus alas de gigante obstaculizan su caminar.») La sensibilidad artística es un espectáculo hermoso y digno.
Mas sólo de lejos. Cuando el artista entra en contacto con el mundo cotidiano, fracasa de manera grotesca. No obstante, el contacto es inevitable. El proceso contra Las flores del mal puede leerse como una tragicómica ejemplificación del poema. Baudelaire quiere hacer arte, y sólo arte; la hipócrita moral del Segundo Imperio, un verdadero pueblo de Potemkin que esconde la cara de Nana carcomida por la viruela, funge como arquero y ata al poeta a este mundo. Lo expreso de manera más académica: las circunstancias sociales y políticas generan al artista; el famoso campo social inventado por Pierre Bourdieu es más fuerte que el campo puro del arte.
En el soneto «Correspondencias», Baudelaire insinúa una estética que, años más tarde, se convertirá en El pintor de la vida moderna, en una teoría completa, tanto estética como ética. Todo está en la naturaleza: significados que esperan una sensibilidad que sea capaz de descifrarlos. Lo más nimio y vulgar puede referirse a un conocimiento que la filosofía busca en vano desde hace milenios.
Lo sucio, la violencia, el sexo que satisface instintos bestiales, la enfermedad, forman, por supuesto, parte de las posibles correspondencias, como también la belleza y el amor. Con ello Baudelaire no formula, como a veces se cree, una estética de lo feo, sino «sólo» recurre a una muy antigua teoría panteísta que había sido retomada por Pico della Mirandola en el siglo xv, los primeros románticos alemanes alrededor de 1800 y, finalmente, por Edgar Allan Poe, el ídolo poético de Baudelaire. Si Dios crea al hombre a su semejanza, entonces Dios debe encontrarse en el hombre. Es más: lo que el hombre «crea» debe reflejar a Dios, ya que nada de lo que se encuentra en este mundo puede ser esencialmente diferente a Dios. Dos consecuencias deduce Baudelaire de esta teoría:
1. La poesía debe abrirse. Los temas grandes e ideales, la naturaleza en el sentido romántico más trillado, caducan tarde o temprano. Una prostituta enferma representa tanto el ideal y lo inalcanzable, como la flor azul de Novalis. Baudelaire describe una carroña y recurre a metáforas eróticas y cromáticas para transmitir al lector la idea de una fealdad abyecta que, potencialmente, es belleza y placer: «Les jambes en l’air, comme une femme lubrique,/ Brûlante et suant les poisons,/ Ouvrait d’une façon nonchalante et cynique/ Son ventre plein d’exhalaisons.» («Las piernas abiertas, como una mujer lujuriosa,/ Fermentando y sudando los venenos,/ abrió descuidada y cínicamente/ su vientre lleno de exhalaciones.») Baudelaire sabe que el poeta está ligado a la tierra, a este mundo. Sabe que la inspiración divina no existe, que escribir es un trabajo cotidiano y, a veces, monótono y frustrante. Gustave Flaubert aprende dolorosamente la misma lección; para el novelista la escritura se convierte en tortura. Ambos tienen que percatarse de la paradoja del arte por el arte, cuyos temas pertenecen a un entorno infestado por estupidez, hipocresía y vicio. La forma –la metáfora deliberada y la oración intelectualmente penetrada– es arte, pero el arte tiene contenido y éste vuelve a ligarlo a la tierra.
2. La poesía siempre es popular, por lo menos en su núcleo. El lector de un poema podría tener la misma capacidad de descifrar las correspondencias que su creador. El que muchas veces no pueda, o no quiera, habla mal del lector, no del poema. Baudelaire no conocerá «Un golpe de dados», tampoco la poesía enigmática de Valéry, ni los experimentos formales de las vanguardias europeas y americanas. No dudo que, si los hubiera conocido, habría creído en la necesidad de entenderlos. Los poemas tratan de algo, hasta la página en blanco trata de algo. La poesía moderna no se caracterizaría por su hermetismo, sólo agudizaría el sentido para las correspondencias. El lector podría ser capaz de esta misma agudeza. ¿Lo somos?
Los jueces de Baudelaire fueron malos lectores. Prohibieron un texto como «Lesbos» que habla de una sexualidad sin procreación, ¡y la condena! Permitieron, entre muchos otros, «Don Juan en el infierno», una obra formalmente intachable que postula el cinismo y el orgullo del individuo como valores superiores a cualquier sistema religioso y/o paternalista. Los malos lectores destruyen (destruimos) el arte poético, porque actúan (actuamos) como la pornografía que desnuda la desnudez y la convierte en imagen concreta, en cosa de este mundo, es decir, le imponen un momento histórico-social concreto. Me quedó en la memoria una frase de Kurtz (Marlon Brando) en Apocalipsis ahora: «Enseñan a sus hijos a echar napalm sobre los amarillos, pero les prohíben pintar la palabra fuck sobre sus aviones.» Los censores de Las flores del mal prohibieron a Baudelaire escribir sobre el amor lesbiano, pero se dejaron convencer de que «Padre adoptivo de los que, en su negra cólera,/ Dios Padre ha expulsado del paraíso terrestre,// O Satanás, ten piedad con mi larga miseria» no son versos blasfemos. Lo acusaron en nombre de una moral que mandará a un Bazaine a México y, más tarde aún, condenará a un Alfred Dreyfus. Me temo que los lectores actuales no hagamos más justicia a Las flores del mal si no queremos ver en ellas lo único que importa: la belleza otorgada a un contenido desconcertante –somos miserables y vivimos sin moral.
Baudelaire se alejará cada vez más del público. Él tampoco podía abstraer la literatura. El proceso que mutiló hace 150 años el libro que inaugura nuestra modernidad se lo había demostrado claramente. El arte puede ser sólo arte y nada más que arte «anywhere out of the world».