¿Quién podrá salvarnos?
Autismo social frente al cambio climático
Lo sabemos todo acerca de la crisis ecológica,
pero de algún modo no creemos que vaya a ocurrir realmente.
Slavoj Zizek
Saúl era un pointer y tenía instinto de cazador. Pero el perro había aprendido a respetar las cosas de sus amos, incluido el conejo. Entonces se negaba a verlo, si se lo topaba desviaba la vista, cerraba los ojos. En la contradicción, Saúl se hacía loco. Así nosotros con la catástrofe ambiental: por instinto de sobrevivencia quisiéramos hacer algo para remediarla, pero nos han enseñado que el curso del progreso es inmutable.
Se pronuncian discursos huecos, se realizan conferencias en la cumbre como la de ahora en Cancún y en esas ocasiones se movilizan en protesta algunos miles de activistas contestatarios. Sin embargo la mayoría de las personas sigue pasmada.
Si sube la comida, si perdemos el empleo, si caen los salarios, y si somos muchos los afectados, lo más probable es que protestemos en las calles y a lo mejor hasta tumbamos algún político. Sin embargo, ante la pérdida anunciada de las condiciones que hacen al planeta habitable para los seres humanos, nos quedamos quietos en espera de que otros –los gobiernos cómplices del ecocidio o los tecnólogos patrocinados por las corporaciones– remedien el estropicio que provocaron o solaparon.
Quizá lo que nos inmoviliza son las dimensiones de una debacle que en apariencia rebasa nuestra capacidad de acción. No es así, de nosotros y de nadie más depende que la humanidad enmiende el rumbo que conduce al desbarrancadero. Hay que emplear bolsas reciclables y cerrar la llave del agua al lavarnos los dientes, pero eso no basta. Bien por el activismo menudo y cotidiano pero hace falta también ir a la raíz, es necesario enfrentar entre todos los grandes dilemas de nuestra civilización.
Diagnosticar la crisis ambiental es importante pero es vital esclarecer las razones por las que la mayoría de los seres humanos permanece atónita ante el desastre. Sobre todo porque el problema no empezó en 2007 ni fue el Panel de las Naciones Unidas el primero en anunciarlo. Hace 350 años, cuando en Inglaterra arrancaba el industrialismo privado y codicioso, ya eran sensibles sus efectos contaminantes.
John Evelyn, uno de los científicos fundadores de la Royal Society, no sólo alertaba sobre los “prodigiosos estragos” que la creciente demanda de madera causaba sobre los bosques, sino que en el libro Fumifugium: o la inconveniencia de la dispersión del aire y el humo de Londres, de 1661, denunciaba la contaminación provocada por: “emisiones pertenecientes únicamente a cerveceros, fundidores, cocedores de cal, jabonadores y otras industrias privadas (…) Mientras éstos la arrojan por sus tiznadas mandíbulas, la ciudad de Londres se asemeja más al monte Etna, la corte de Vulcano, Strómboli o sus suburbios del infierno (…) Es este (horrible humo) el que esparce negros y sucios átomos y cubre todas las cosas, ahí donde llega. Las consecuencias de todo eso son que la mitad de cuantos perecen en Londres mueren de males ptísicos y pulmónicos; de modo que los habitantes no están nunca libres de toses”.
Casi 200 años después, en sus manuscritos económico- filosóficos de 1844, Carlos Marx campechaneaba su crítica a la irracionalidad económica y la injusticia social inherentes al capitalismo, con el señalamiento de “la contaminación universal que se está ocasionando en las grandes ciudades”, y continuaba: “El hombre vuelve una vez más a vivir en una caverna, pero la caverna ahora está contaminada por el aliento mefítico y pestilente de la civilización (…) Una morada en la luz, que, como dice Esquilo en Prometeo encadenado, es uno de los grandes dones gracias a los cuales transformó a los salvajes en hombres, deja de existir en este caso para el obrero. La luz, el aire (…) dejan de ser una necesidad para el hombre. La suciedad –esta corrupción y putrefacción del hombre–, la cloaca de la civilización, llega a ser un elemento vital para él”.
Un siglo más tarde, a mediados de la pasada centuria, el historiador polaco Witold Kula en Problemas y métodos de la historia económica, llamaba la atención sobre la contaminación atmosférica con palabras que 60 años después parecen proféticas: “En el curso de los actuales procesos de producción, la humanidad lanza anualmente una cantidad de anhídrido carbónico equivalente a 1/300 partes de la cantidad total de este gas existente en la atmósfera. Es esta una cantidad desconocida en los anales geológicos de la Tierra desde el período cuaternario. ¿Podemos, acaso, prever los efectos de este proceso al fin de un largo período?”.
No pudimos –o no quisimos– y por ello 60 años después estamos entrampados en una crisis medioambiental antropogénica nunca antes vista.
¿Qué nos pasa? El ecológico no es el único gran desastre que acompaña a la modernidad, están también la pobreza crónica de la mayoría y la creciente desigualdad social, lacras patentes que causan descontento y provocan movilizaciones justicieras, pero que no han ocasionado el rechazo generalizado y activo al sistema que las origina. La explicación de esta relativa pasividad hay que buscarla en la capacidad del capitalismo para engatusarnos, para encantarnos con sus cantos de sirena, para hechizarnos con promesas cuyo cumplimiento siempre pospuesto se aleja con el horizonte.
Más que un programa de transformación, el progreso es un mito: no descripción de hechos sino expresión de voluntades, de deseos. La modernidad, que se pregonaba racionalista, resultó inspiradora de un mito civilizatorio; el orden que debía enterrar a la magia y la superstición acabo vendiéndonos un encantamiento; la sociedad que debía barrer con todos los ídolos terminó fetichizando al progreso.
Los mitos buscan despertar pasiones y, como pensaba el sindicalista francés Georges Sorel y saben los movimientos indios de nuestra América, pueden ser revolucionarios. Pero el mito del progreso no es liberador sino esclavizante pues, en nombre de un futuro de abundancia total y libertad ilimitada, nos encadena a la producción. El hechizo del porvenir nos arrebató el pasado que nos daba sentido y nos tiene atrapados en un presente circular y alienado donde lo único que cuenta es producir. Y en este frenético activismo económico no hay lugar para la naturaleza.
“De suerte que todo es producción –escriben Gilles Deleuze y Felix Guattari, en El antiedipo–: producción de producciones (…) Ya no existe la distinción hombre-naturaleza. La esencia humana de la naturaleza y la esencia natural del hombre (…) se identifican como producción o industria”.
Así es. En la modernidad la naturaleza ya no existe más como recordatorio de nuestros límites y materia prima de nuestras posibilidades. La naturaleza ha sido producida, luego seguirá siendo producida en un proceso ininterrumpido que se corrige solo y en el que no puede haber averías que no se reparen por sí mismas en el propio curso de la producción. Si producimos vida, la vida no puede estar en riesgo. Porque ahora la vida ya no es vida, la vida es producción que se autoproduce.
Y la producción capitalista no es un medio sino un fin en sí misma. En el mercantilismo absoluto la individualidad cualitativa del producto se desvanece para dejar paso a su verdadera esencia que es la plusvalía: valor agregado cuyo único propósito es incrementar la producción en un curso ilimitado y siempre alcista. Proceso que por ser puramente cuantitativo no contiene la posibilidad de su contención o interrupción: crecimiento perpetuo o muerte, es la consigna del capital.
Atrapada por el fetiche del progreso e incapaz de librarse del encantamiento de la modernidad, la humanidad ha caído en una suerte de autismo esquizofrénico: negamos la realidad de la crisis sistémica porque nos hemos convencido de que en el fondo nada puede interrumpir el proceso de producción de producciones. Y cuando las evidencias son demasiado contundentes para soslayarlas, escapamos de la angustia con mistificaciones y autoengaños. Proliferan, entonces, soluciones mágicas de carácter tecnológico como las que ofertan la ingeniería genética, los manipuladores del clima, las nanociencias… todas en la lógica: la técnica nos hunde, la técnica nos salvará.
Los bonos de carbono, la Reducción de Emisiones por Deforestación y Depredación (REDD) y otros mecanismos por el estilo, son impotentes si no es que contraproducentes. El desastre resultante de transformar la naturaleza en mercancía no se remedia poniendo precio a los bienes y males ecológicos, como no pueden mitigarse por medio del mercado los daños que causa el propio mercado.
No se trata de satanizar a la ciencia sino de rechazar la peligrosa idea de que podemos salvarnos sin romper el hechizo del progreso y sin someter a crítica a una tecnología productivista que interiorizó la lógica codiciosa del gran dinero. No propongo borrón y ciencia nueva. Sostengo, sí, que el otro mundo que necesitamos con urgencia será posible sólo en la medida en que otra ciencia y otra técnica sean también posibles.