Avatares de la memoria
Ilán Semo
La Jornada
La reflexión sobre la condición actual de la política mexicana implica un tema nodal: el dilema de la paz civil. No es un dilema nuevo.
Es tan antiguo como el siglo XIX y la mayor parte del siglo XX.
Hoy se presenta bajo formas inéditas y desconocidas, pero su historia alcanza la fundación de la República misma.
Si se quiere aspirar a un poco de rigor en el análisis social, siempre es conveniente distinguir los fenómenos más duraderos y persistentes –aquellos que fijan los paradigmas centrales del espacio de experiencia de una sociedad– de los que van cambiando día con día en las variables contingencias de sus aspiraciones y expectativas. El error en política consiste frecuentemente en confundir ambas dimensiones, en diluir estos diferendos” –para usar el lenguaje de Jacques Derrida–, en sobresellar o yuxtaponer los deseos con las pulsiones.
Habría que empezar acaso por esclarecer el concepto mismo de “paz civil”, que en los últimos meses se ha prestado a los más llanos equívocos y a los usos y abusos (comprensibles, en cierta manera) de la contienda retórica que apunta ya hacia los comicios de 2012.
En 1867, tras la derrota de Maximiliano y la salida de las tropas europeas, lo que siguió fue la restauración de la República.
El término “restauración”, que alude al de retorno, a un giro hacia lo dado anteriormente, es sin duda correcto. La intervención europea tenía el propósito de instaurar un régimen monárquico en México, y disolver así el régimen republicano. La hazaña de Juárez y los liberales consistió en devolver ese orden a sus fundamentos originarios.
La República restaurada trajo consigo un efímero periodo de apertura y democracia, pero nunca logró su propósito de garantizar la paz civil. El historicismo liberal suprime u omite con frecuencia la masacre de conservadores que se prolongó hasta el año de 1872, y que prácticamente diluyó o sepultó al Partido Conservador. Un capítulo amargo del siglo XIX, que aún espera quién lo investigue.
Siguieron las asonadas de Porfirio Díaz hasta que logró hacerse del poder presidencial. El porfiriato encontró efectivamente la fórmula para hacer duradera la estabilidad política durante más de tres décadas, pero no trajo paz civil a la sociedad. La homologación entre la estabilidad y el régimen autoritario produjo o propició innumerables revueltas y levantamientos sociales que redujeron la “paz civil” a una de las caricaturas favoritas de la prensa crítica de la época.
La guerra civil que se inició en 1910 no concluye sino hasta finales de los años 30. El sistema político que heredó la Revolución trajo, al igual que el porfiriato, estabilidad política a las principales instituciones del Estado, pero no siempre un régimen de paz civil. Lo único que podemos entender por “estabilidad política” a partir de 1940 es el régimen que dominado por un partido único inhibió, desde 1946, los intentos de aspirar al poder presidencial a través de la política de las armas. Pero este hecho, sobre el cual existe cierto consenso, está muy lejos de haber garantizado a lo largo de más cinco décadas las condiciones necesarias para excluir la violencia como uno de los ingredientes de la política nacional. Desde los años 40 hasta los 70 del siglo XX, la represión política contra la oposición social y las más variadas formas de disidencia política, fue una constante, un elemento sistémico del sistema político, valga el pleonasmo. Difícilmente se le puede homologar a esa peculiar manera de producir “consenso” con cualquiera de las variantes de la “paz civil”. A partir de los años 70 comenzó la guerra sucia, y dos décadas después, a principios de los 90, Salinas se propuso acabar con la oposición de izquierda con los mismos métodos fatales con los que Luis Echeverría quiso terminar con la disidencia estudiantil.
Quien hoy en día formula una de las tareas nacionales más urgentes como el “retorno a la paz civil” –casi siempre voces cercanas al PRI, o a las expectativas que ha abierto el ascenso nuevo del priísmo, un “retorno” que devolvería al país, después de la guerra contra el narcotráfico, a un pasado que en rigor nunca parece haber existido del todo– olvida que el régimen corporativo hizo de la violencia política un instrumento siempre circundante de la estabilidad política que en efecto fraguó.
Es evidente que las administraciones panistas no sólo no han avanzado en la consumación de esta antigua utopía mexicana, sino que la han desplazado al territorio de una guerra sin nombre contra un enemigo que permite ser definido a modo de quienes emprenden la guerra: el crimen organizado.
La paz civil queda así como una de las grandes tareas que deberán enfrentar las próximas transformaciones de la política nacional. Pero invocarla en nombre del “retorno” a un orden que nunca existió, es un simple y llano oxímoron. O un recurso simplemente propagandístico.