¿Como recuperar la capacidad reproductiva del campo mexicano?

Campo: reorientar las prioridades
 
Editorial
 
La Jornada
 
De acuerdo con datos difundidos por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), en los pasados 10 años las importaciones de maíz se dispararon 143 por ciento, y se produjo una reducción sustantiva en el número de hectáreas destinadas a la siembra y la cosecha de ese grano. En el periodo, según ese mismo instituto, las importaciones de trigo y soya se incrementaron en 112 y 69 por ciento, respectivamente. Estas cifras han de cotejarse con las proporcionadas por la Organización de Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), de que el encarecimiento de los alimentos en el mercado mundial superó, en diciembre pasado, los niveles de la crisis de 2008. La misma FAO ha advertido que los costos de los granos básicos como el trigo, el arroz y el maíz –que el mes pasado se ubicaron en su nivel más alto desde agosto de 2008– podrían incrementarse más debido a las condiciones climáticas adversas.

 

El aumento de las importaciones de granos se traduce, en nuestro país, en pérdida de soberanía alimentaria, en desequilibrios en la balanza comercial; en desgaste de la economía nacional y popular, y en un mayor deterioro en las condiciones de vida de la gran mayoría de la población, especialmente la rural. Ciertamente, no se puede achacar toda la responsabilidad por el desastre del campo a las administraciones federales panistas. El desprecio gubernamental hacia el campo no ha estado relacionado tanto con los colores y las siglas partidistas cuanto con el apego de las autoridades a la ideología neoliberal y a una política agraria diseñada en los centros financieros internacionales. La ofensiva vigente contra el agro puede rastrearse, cuando menos, desde el sexenio de Salinas de Gortari, con el debilitamiento del ejido –mediante la reforma al artículo 27 de la Constitución– y la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). Pero en las últimas dos administraciones el país ha sido llevado a un grado cada vez mayor de dependencia; ésta se ha ampliado a rubros en los que se tenía autosuficiencia hasta hace no mucho –como la producción de maíz–; se ha mantenido y profundizado el retiro del Estado en áreas fundamentales de la política agraria –la fabricación de fertilizantes, la fijación de precios de garantía y las cadenas de abasto popular, entre otros– y se ha continuado con programas asistencialistas que en nada contribuyen a combatir la precariedad y la pobreza en que viven los campesinos sobrevivientes del abandono gubernamental y del fundamentalismo del libre mercado.

Desde la firma del TLCAN, y particularmente a raíz de la entrada en vigor de la cláusula de liberación arancelaria para el comercio de granos, en 2008, diversas voces han insistido en la necesidad de fortalecer la producción agrícola nacional y de protegerla de importaciones baratas que, a la larga, resultan desastrosas para la economía nacional y el abasto popular. Ante los constantes episodios de encarecimiento de los precios de los alimentos –como el que ocurre actualmente, según los datos de la FAO–, el gobierno federal debiera fijarse como un objetivo principal e ineludible la recuperación de la capacidad productiva del campo, así sea como una forma de garantizar la maltrecha gobernabilidad del país.

Es claro que ese propósito no podrá lograrse sino mediante mecanismos estatales de corrección y apoyo a pequeños productores, por más que éstos resulten contrarios a la ideología neoliberal: a fin de cuentas, dejar las necesidades alimentarias de la población a merced de los vaivenes del libre mercado internacional acaba siendo mucho más caro, sobre todo en países pobres como el nuestro, y coloca a los gobiernos ante la disyuntiva de destinar grandes porciones de sus recursos a la compra de alimentos en el exterior o dejar que amplias franjas de la población sean víctimas del hambre y la carestía.

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