Luis Hernández Navarro
los glifos sin sangre que pasan por las páginas de Internet”, con un cáncer que devora su hígado, el periodista John Ross, decano de los corresponsales extranjeros en México, se retiró a la comunidad de Santiago Tzipijo, Michoacán, a pasar los últimos días de su vida.
Hace medio siglo llegó por primera vez a este país, en papel de beatnik, siguiendo la ruta de Burroughs, Kerouac y Ginsberg. Vivió en Santa Cruz Teraco, muy cerca del lago de Pátzcuaro, donde cultivó un jardín, construyó una casa y se dispuso a escribir la gran novela estadunidense.
Reportero freelance, cronista, poeta, activista en favor de causas perdidas, John escribió, utilizando como pretexto un ensayo sobre el fin de la prensa escrita, un diagnóstico sobre el origen de su mal: “las toxinas que sudan las tintas químicas y la pulpa durante toda una vida de lectura y escritura para los periódicos pueden haber contribuido al tumor que ahora pesa sobre mi hígado”
.
Remató con una amarga reflexión sobre la relación existente entre periodismo y enfermedad hepática. “Los periódicos –dijo– provocan cáncer de hígado. Los reporteros están interminablemente incrustados en la barra de las cantinas de mala vida cercanas a los periódicos donde laboran, ahogando los resentimientos provocados por los editores que acaban de destripar sus maravillosas ‘exclusivas’, bebiendo en exceso alcohol que genera cirrosis.”
John Ross nació en el barrio de Greenwich Village, en Nueva York, en 1938. El jazz, el impresionismo abstracto, la política radical y la poesía beat lo marcaron para toda la vida. Seis años después de llegar a México regresó a Estados Unidos y se opuso a la guerra de Vietnam. Fue el primer objetor de conciencia arrestado por negarse al reclutamiento militar obligatorio. En San Francisco se presentó ante un juez, cantó Masters of the war, de Bob Dylan, recitó a Bertolt Brecht y se fue a la cárcel por dos años.
Simultáneamente autor y personaje de una vida de novela, Ross ha escrito 10 libros y ocho poemarios. En México ha colaborado con La Jornada. Irreverente e incisivo, de prosa directa y rápida, ácido e irónico, contador de historias eficaz, escritor de convicción y compromiso, se definió a sí mismo como periodista participativo. “Se trata –afirmó– de un periodista diciendo que hay momentos en que no sólo puede ser reportero y asumir su responsabilidad.” Está en el lugar donde los hechos ocurren. No pretende ser neutral. Toma siempre partido. Sus lectores saben siempre desde donde escribe. Acostumbrado a nadar contra la corriente advirtió en Murdered by capitalism: a memoir of 150 years of life and death on the american left: “¿Saben qué tan deprimente es estar siempre del lado de los perdedores?”
.
Comenzó a ejercer el periodismo en los sesenta, después de participar en la formación de coaliciones antirracistas y de organizar la desbediencia civil contra la guerra. En 1966, una paliza de la policía le causó su primer desprendimiento de retina. Más de tres décadas después, en una protesta contra la invasión de Irak efectuada en San Francisco, después de ser expulsado de Bagdad, adonde fue como escudo humano, los gendarmes le propinaron una nueva paliza que le hizo perder el ojo derecho.
El virus de la prensa escrita lo infectó desde muy pequeño. Según él, era un bebé cuando su padre, fundador del diario Guild, entró “empujando mi carriola a la sala de redacción en Manhattan y allí, calzado entre las rodillas gruesas de los reporteros, fui introducido al frenesí de un periódico de una gran urbe en un momento máximo de crisis mundial”
. Allí se enganchó al oficio de por vida.
Es en México donde ha efectuado la parte medular de su labor periodística. Además, ha sido reportero en California, España, el norte de África y Perú, donde realizó una de las primeras investigaciones sobre Sendero Luminoso. En Colombia conoció a Manuel Marulanda, el legendario Tirofijo, de las FARC. Regresó al Distrito Federal inmediatamente después de los sismos de 1985, narró la epopeya de los daminificados, se mudó a vivir en el primer cuadro a un cuarto del hotel Isabel, y se convirtió en asiduo parroquiano del café La Blanca. En su libro El Monstruo. Dread and redemption in Mexico City ofrece un extraordinario testimonio de su profundo conocimiento y amor por la ciudad.
Convertido en residente, recorrió el país, narró luchas campesinas e indígenas, y contó los fraudes electorales de 1988 y 2006. Su novela Tonatiuh’s people, sobre la lucha de Cuahtémoc Cárdenas y la Corriente Democrática, es simultáneamente esclarecedora y alucinante. Se convirtió en uno de los principales puentes informativos entre los movimientos populares en México y sectores de izquierda estadunidense, proporcionando contexto y complejidad inusuales en la prensa extranjera.
En Jalapa, durante un viaje a la planta nuclear de Laguna Verde, Carlos Monsiváis, con quien compartió la fascinación por los antihéroes populares y los luchadores enmascarados, lo instruyó en al arte de comer tampiqueñas.
Aunque se estableció en la ciudad de México, el otro gringo participó en acciones de desobediencia civil para frenar guerras imperialistas en su país natal, fue detenido y golpeado por la policía en innumerables ocasiones, voló a Palestina convocado por Rabinos para los derechos Humanos para ayudar en la recolección de aceitunas en Cisjordania, y viajó a través de Bolivia, Perú y Ecuador para documentar la lucha indígena por la autonomía.
Cronista del levantamiento EZLN desde 1994, autor de una trilogía sobre la insurrección indígena clave para los lectores en lengua inglesa, durante años simpatizante de la causa rebelde, rompió con el zapatismo en la etapa final de la otra campaña haciendo señalamientos en su contra amargos y poco afortunados.
Al comentar las muertes de José Saramago, Carlos Monsiváis y Carlos Montemayor, John Ross escribió que ellos pertenecieron a una especie en extinción: la de los escritores de izquierda; una estirpe de la que, sin lugar a dudas, él forma parte.