La conquista musical de México
Lourdes Turrent
Arqueología INAH
El resultado más notable del trabajo de conversión que los frailes franciscanos llevaron a cabo con los naturales que habitaban la Cuenca de México en el siglo xvi, fue el esplendor del culto.
Esplendor que se entendió como sonoridad, ya que en el proceso de evangelización el canto y el brillo de los instrumentos ocupó un lugar central.
En los primeros años de la dominación española, los cantos y sonidos que producían los instrumentos prehispánicos utilizados por los indios en las festividades dedicadas a sus deidades inquietaba a los españoles, quienes afirmaban que cantos y sonido eran idolátricos. Tlapitzalli, flauta tubular. MNA.
¿Qué significa para un estudioso interesado en la música indígena descubrir en las comunidades del México de hoy rastros musicales de la labor de evangelización? Que el trabajo de evangelización afectó y conformó nuevos sectores de la comunidad indígena, para que ellos hicieran posible la práctica sonora: la interpretación de la música, la construcción de instrumentos e incluso la realización de danzas, que se consideraban indispensables para solemnizar las celebraciones del calendario católico. El presente texto está dedicado a describir el proceso de evangelización que hizo posible esa práctica sonora.
Los primeros pasos
Los franciscanos no pudieron conmover a la población en los primeros cinco años de su estancia en nuestro territorio. Llegaron en 1524 a solicitud de Cortés, quien hincó las rodillas en el suelo para darles la bienvenida. De los 12, tres se establecieron en la ciudad de México y otros trabajaron en Texcoco. Sobre la conversión de los indígenas que vivían en el islote, Motolinia escribió: “a pesar de su derrota, los mexicanos andaban muy fríos. Era esta tierra un traslado del infierno; ver los moradores de noche, dar voces unos llamando al demonio, otros borrachos, otros cantando y bailando. Tañían atabales, bocinas, cornetas y caracoles grandes, en especial en las fiestas de sus demonios”. Y continúa explicando:
Aunque en lo público no se hacían los sacrificios acostumbrados en que solían matar hombres, en lo secreto, por los cerros y lugares escondidos y apartados, y también de noche en los templos de los demonios que aún todavía estaban de pie [los frailes se habían encargado de que fueran destruidos], no dejaban de hacer sacrificios; y los diabólicos templos se estaban servidos y guardados con sus ceremonias antiguas y aun en confirmación de esto los mismos religiosos a veces oían de noche la grita de los bailes, cantares y borracheras en que andaban.
Eran entonces el canto, la música y la danza, formas en que los antiguos mexicanos expresaban su religiosidad. Y los frailes las escuchaban y veían.
Pero no podían hacer nada para mudarlas y aprovecharlas para su propósito. Así que empezaron por acercarse a los niños. Jugando con ellos empezaron a aprender las lenguas de los pueblos. Poco a poco los convencieron de vigilar a sus padres y de que los denunciaran si hacían fiesta o ceremonia. Los pequeños aceptaron y llegaron a recorrer las rutas de los mercaderes; aun se atrevieron, en Tlaxcala, a apedrear a un sacerdote indígena. Las crónicas franciscanas afirman: “Y lo planeado tuvo algo de éxito porque los adultos morían de asombro, ya que no podían poner las manos en los niños y estaban espantados de tanto atrevimiento”.
Sin embargo, sabemos por Motolinia que la población al ver eso respondió menos al llamado. Por eso los religiosos intentaron “mil modos y maneras” para atraer a los naturales “en conocimiento de un solo Dios verdadero”. Viendo que en ellos todo era cantar y bailar, comenzaron entonces a reunir en los atrios de los conventos a los pequeños para enseñarles oraciones, cantando en “un tono muy llano y gracioso”. Los frailes pusieron música a las oraciones más conocidas: “Padre Nuestro”, “Ave María”, “Salve”.
Pedro de Gante se dio cuenta del gusto con que los indígenas hacían todo eso y decidió organizar para ellos grandes fiestas a partir de la Navidad de 1529. Incluso les regaló “libreas para bailar, porque así lo usaban”. Ese mismo año, en Pascua “convidó a todos los principales de toda la tierra a veinte leguas alrededor de [la ciudad de] México” a una gran celebración con canto y danza. Cada provincia tuvo un lugar en el atrio del viejo convento franciscano de la capital del virreinato y colocó una tienda “a donde se recogían”. Y fue entonces cuando los indígenas escucharon por primera vez melodías de la Iglesia occidental: “tanto de canto llano como de canto de órgano” (canto gregoriano y polifonía).
La respuesta de la comunidad indígena fue entusiasta. Empezaron a acudir a los templos, en donde se reunían “a deprender la doctrina” y a entonarla. Los franciscanos empezaron a soñar, entonces, con la posibilidad de revivir la primera Iglesia cristiana y formar “en los nuevos reinos” un clero indígena modelo.
Los primeros frailes evangelizadores fundaron colegios –como los de Santa Cruz de Tlatelolco y San José de los Naturales– en donde los hijos de la antigua nobleza mexica fueron educados en el canto, entre otras artes. Indios cantando. Códice Florentino, lib. X, f. 19r. digitalización: Raíces
Las escuelas anexas a los monasterios
Por eso los franciscanos le pidieron “a los señores y principales que junto a sus monasterios edificasen un aposento bajo en que oviese una pieza muy grande donde se enseñasen y educasen los hijos de los mismos principales”. Los hijos de nobles y principales se educarían con ellos, en los conventos; los descendientes de los plebeyos, en el patio de la iglesia, donde continuarían aprendiendo la doctrina por medio de cantos.
Los frailes quisieron que estas escuelas fueran seminarios. “Los enseñaron, a los hijos de principales, a levantarse a media noche [a cantar los nocturnos], y en la mañana a decir los maitines de Nuestra Señora [a cantar los oficios divinos matutinos, como todo ministro de la Iglesia estaba obligado a hacer] y luego de mañana las horas y aún les enseñaron en la noche a azotarse”. Obtuvieron mucho éxito, y por eso los frailes permitieron que los jóvenes educados por ellos empezaran a desempeñar los distintos oficios que requería la vida del monasterio: “de los que sabían leer y escribir se seleccionaron algunos para cantores de la iglesia, otros aprendían la confesión y ceremonias de ayudar a la misa para servir de sacristanes. También solían ser porteros y hortelanos”. Para 1560, año en que los franciscanos enviaron a petición del rey un informe sobre su labor, se preciaron de haber formado un grupo de naturales con conocimientos musicales, nuevas costumbres y expectativas que definitivamente se habían acercado a la verdadera religión.
El esplendor del culto
Gracias al papel que los indígenas de-sempeñaron en los conventos pudieron conservar formas rituales propias: procesiones, danzas y el uso de atavíos. Perdieron sus melodías originales, así como los textos de los cantos, porque adoptaron los instrumentos melódicos occidentales y cantaban oraciones o plegarias propias de la Iglesia. Pero las acomodaron a formas rítmicas de su tradición gracias al uso del huéhuetl, el teponaztli y diversas percusiones. Poco a poco se convirtieron en profesionales: además de cantar, “comenzaron a pautar y apuntar canto de llano como canto de órgano y de ambos cantos hicieron muy buenos libros y salterios [libros de coro] de letra muy gruesa para los coros de los frailes”. Los indígenas “llegaron a escribir villancicos” y a tocar diversos instrumentos de uso en el viejo continente, que aprendieron a construir de ministriles llegados de España.
En los templos estaban organizados en capillas: grupos de cantores y ministriles que se hallaban bajo la dirección de un maestro de capilla, responsable de la música durante las celebraciones litúrgicas. “Estos cantores –dice Torquemada–, entre los que había muy diestros, se iban remudando cada año en el oficio de maestros y capitanes. Por cada capilla había cinco o seis, aunque podía haber más porque había muchos: formaron buenos conjuntos de contrabajos, altos, tenores y tiples” (las voces necesarias para interpretar música polifónica). Mendieta escribió: “puedo afirmar que [en la república de indios] no hay pueblo de cien vecinos que no tenga cantores que oficien las misas y vísperas en canto de órgano con sus instrumentos de música”.
La comunidad indígena y la música
El esplendor del culto seguramente se hubiera ido apagando si los religiosos no hubieran desarrollado su trabajo de evangelización con los adultos. En 1560, los franciscanos informaron al rey que algunos de los frailes habían instituido cofradías entre los indígenas, “con el fin de acrecentar la devoción a determinada imagen, asegurar su provisión de cera o disponer de gente para recibir el Santísimo Sacramento, oír misa, asegurar la asistencia a las fiestas, etc.” Estas congregaciones, que también aseguraban previsión social a sus allegados, eran un medio eficaz de control porque funcionaban con base en ordenanzas en las que se especificaban las obligaciones de sus miembros y los castigos por incumplimiento. Al principio supervisadas de manera cercana por los religiosos y por las autoridades, ya que debían establecerse con ciertas ordenanzas para que se adecuaran a los requerimientos del derecho de Nueva España, poco a poco las congregaciones se separaron de los conventos e iniciaron una vida propia, en gran medida autónoma, lo que les permitió seguir operando a lo largo de casi tres siglos de virreinato.
Algo similar sucedió con los músicos constructores de instrumentos y los gremios. Los frailes alentaron a los indígenas para que de los ministriles españoles aprendieran a construir instrumentos. Pronto empezaron a usar, nos cuenta Mendieta: “flautas, luego chirimías, después orlos [oboe rústico de casi dos metros de largo] y tras ellos vihuelas de arco, cornetas y bajones”. Les interesó que los naturales aprendieran a tocar la flauta porque con ésta se acompañaba el canto en los templos: se “usaban para oficiar y tocar en armonía”, explica Mendieta.
Por esto, la decisión tomada desde el Primer Concilio Provincial Mexicano de que “se viera” que los indígenas suplantaran en las iglesias sus instrumentos por órganos, no se llevó a cabo durante la evangelización. Tampoco en los siguientes años: tenían un costo muy elevado y necesitaban de artífices experimentados. Pero la libertad con que los ministriles españoles se manejaban para construir y vender sus instrumentos, enseñó a los indígenas a hacerlo. Pronto los constructores de instrumentos prescindieron de la supervisión de los religiosos. El gremio de violeros, poco importante dentro del mundo del trabajo, no necesitaba siquiera de los ministriles venidos de la península. Los músicos indígenas acostumbraron heredar a sus familiares su oficio: la construcción de los instrumentos, su interpretación y el ceremonial que debía seguirse para participar en las fiestas religiosas de la comunidad. Por este camino, las cofradías y los músicos de la república de indios continuaron participando en las celebraciones religiosas.
Los cantores y el cabildo
Para 1586, fecha del Tercer Concilio Provincial Mexicano, era claro para la corona, el clero secular y también para los mendicantes que su proyecto de formar un clero indígena modelo no era viable en los virreinatos de ultramar. El levantamiento del cacique don Carlos de Texcoco, educado por los franciscanos, sirvió de pretexto desde 1539 para dejar de alentar tanto al Colegio de San José de los Naturales, donde se habían formado pintores, escultores, talladores etc., como al Imperial Colegio de Indios de Santiago Tlatelolco, cuyos exalumnos debían ser latinistas. Esto hizo que las autoridades de Nueva España buscaran resultados de la evangelización en hechos concretos, y por ello continuaron impulsando la participación de la comunidad indígena en las fiestas del calendario litúrgico a través de la danza y la música.
Debido a que los naturales entrarían a la Iglesia como ministros sólo por excepción, los cantores, que ya en 1560 tenían a su cargo las ceremonias, empezaron a de-sempeñarse como responsables de un oficio en los conventos. Recibían una paga por su trabajo y estaban exentos de tributo. Continuaron supervisando el funcionamiento de las escuelas, que sólo operaban de día “porque los muchachos se iban a dormir a sus casas”. Los cantores decían las horas canónicas e inclusive celebraban misa en seco (sin consagrar). El cura de “Güegüetoca” hacía saber a sus superiores en 1560, que en los pueblos de visita en donde no había un convento:
…el maestro de capilla o cantor principal tenía cargo de que todos los niños y niñas fuera cada día a deprender la doctrina porque ansí les era mandado, y él y los cantores decían las Horas de Nuestra Señora cada día. Y cuando había alguna fiesta se decían las víspera de tal día con toda devoción y hacían tañer a la noche por las ánimas del purgatorio para que rezaran, y [de] los demás que no podían venir a misa tenía cargo el alguacil de la iglesia de hacerlos juntar en ella y que dijeran la doctrina.
Poco a poco los cantores empezaron a trabajar con los tequitlatos (encargados del orden) y los tlapixques (indios de confianza). Su trabajo coincidió con el éxito que obtuvo la empresa de reunir en pueblos a los naturales y de imponerles como forma de gobierno un cabildo. Miranda explica: “el pueblo señoría gobernado por su cacique o señor se transformó en el pueblo consejo –o sujeto a persona– gobernado por un organismo colectivo emanado de él, llamado cabildo o ayuntamiento”.
Los miembros del cabildo eran elegidos por votación. Destacaban entre sus miembros: los gobernadores (problemas de gobierno), alcaldes ordinarios (labores judiciales), regidores (administración, ornato, limpieza y regulación de mercados), alguaciles mayores (policía), mayordomos (economía). Había otros miembros, según el número de habitantes y la importancia del pueblo: alguaciles especiales (encargados del tianguis), capitanes o mandones (organizadores del servicio personal). Como una de las actividades centrales de la vida de la comunidad eran las ceremonias religiosas y la conmemoración del patrono del lugar, también formaron parte del cabildo los músicos y cantores, encargados de la iglesia y de las fiestas.
La importancia de la música y la danza en la república de indios se conservó en las comunidades indígenas de la Nueva España. Fue una práctica que el gobierno español nunca prohibió porque la fiesta indígena, en el contexto de la arquitectura virreinal, fue la manera en que se comprobó que el trabajo de evangelización había tenido éxito después de 1560.
En las fachadas de varios edificios religiosos de la Cuenca de México se colocaron esculturas de ángeles ejecutando instrumentos musicales europeos.