A Los Estados se les mide su efectividad por el respeto a los derechos humanos

Lo que faltaba: crisis de los derechos humanos

Rolando Cordera Campos

La Jornada
Con el fin de la guerra fría y el desplome del sistema comunista soviético comandado por la URSS, los derechos humanos pudieron volverse el criterio mayor de evaluación del desempeño de los estados. Gracias a Amartya Sen y, más recientemente, a Stiglitz y otros de sus colegas, el desarrollo económico debe pasar ahora por la prueba de ácido del respeto y avance, fortalecimiento y diversificación de esos derechos como condición, sin la cual no puede hablarse de desarrollo humano o de Estado democrático y constitucional.

 

Con la globalización como pretenso régimen sustituto del bilatelarismo de la posguerra, se llegó incluso a pensar en un régimen universal de mercado unificado, democracia representativa y derechos humanos en expansión para todos.

La ruta así imaginada no contaba con las veleidades y compulsiones del desarrollo desigual, que la Gran Recesión volvió lugar común por lo menos durante unos meses. Para los mexicanos, al despuntar la nueva década del tercer milenio, estas disonancias tempoespaciales se han condensado, apenas entrado el año, en una auténtica crisis de derechos humanos que la democracia alcanzada y encarnada en el Congreso, la Suprema Corte y el Poder Ejecutivo de la Unión no pueden evadir. El costo de hacerlo sería mayúsculo.

La primera manifestación de esta crisis fue la estridente negativa del secretario de Marina (Armada, se dice ahora) a aceptar una recomendación de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) so capa de proteger a su gente. Dejo de lado las referencias del secretario Francisco Saynez a “los que amarran navajas” y vulgaridades similares, indignas de un militar de alto rango y, sobre todo, de un secretario de Estado. Lo que no puedo es dejar de citar el siguiente párrafo que debería llevar al gobierno y al Congreso a un serio examen. Dijo el secretario:

“Continuaremos con la lucha contra la delincuencia y el narcotráfico, actuando por cuenta propia o en coordinación y cooperación con otras dependencias del gobierno federal, incluso de países amigos”. Que se sepa, nadie, más que el presidente, con la aprobación del Senado, puede “coordinarse con países amigos” para perseguir enemigos o sembrar árboles. Si así se ven las terribles cosas de la vida y la muerte desde la “Marina Armada”, poco o nada se puede pedir para que vea y haga sobre los derechos humanos (La Jornada, 19/01/11, p5).

La segunda muestra de la mencionada crisis encarna en el sacrificio inhumano de los inmigrantes centroamericanos, conocido por todos y llevado valientemente a cuestas por el padre Solalinde y sus compañeros de causa. Más que de una crisis, deberíamos hablar aquí de acontecimientos que nos llenan de vergüenza y que deberían abochornar sin clemencia a nuestra arrogante opinión pública, al gobierno, al Congreso y a todos los que presumimos de ser parte de la comunidad política nacional.

Los crímenes son conocidos, pero su secuencia y consecuencias no tanto. En noviembre de 2010, en Puerto Vallarta, se realizó el cuarto Foro Global de Migración y Desarrollo, organizado por el gobierno de México. El eje principal de sus discusiones fue el de las alianzas entre naciones emisoras, de tránsito y destino de emigrantes, para formular políticas “más balanceadas e integrales”. Es decir, para buscar una corresponsabilidad más activa y eficaz entre los estados.

No sobra reiterarlo: la migración es el fenómeno avasallador de nuestro tiempo global, cuestiona concepciones cerradas y racistas sobre la ciudadanía y pone en el centro desafíos abiertos a la validez universal de los derechos humanos. De aquí la necesidad de esas alianzas y de un entendimiento civilizado del tema.

Lejos de la playa, hemos de admitir que no hacemos honor a esa convocatoria cuando apelamos a la corresponsabilidad de Centroamérica y le echamos por delante la afirmación de que la criminalidad empieza con ellos, como hizo un subsecretario de Relaciones. Tampoco lo hacemos cuando el gobierno federal descalifica la información de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos sobre la cantidad de inmigrantes afectados por los criminales y convierte el cálculo en litigio mediático. (Tantos muertos para ti, tantos para mí).

Menos aún cumplimos con nuestros dichos y compromisos internacionales al soslayar el origen de fondo de la migración masiva: la falta de desarrollo, empleo, justicia y civilidad. Todo se vuelve conjetura forense, cuando este reconocimiento elemental y firmado por el gobierno debería ser el principio de un diálogo mesoamericano para la corresponsabilidad y la cooperación, el desarrollo, respeto y cuidado irrestricto de los derechos humanos, que, o son universales o, simplemente, no son.

 

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