las reformas educativas que requiere el país, con el pretendido fin de que pueda ser competitivo a escala internacional.
La urgencia de la OCDE tiene elementos de contexto ineludibles: el primero de ellos es el reforzamiento de una campaña empresarial en medios de comunicación, en la que se señala la crisis por la que atraviesa la educación pública en México y se responsabiliza de ello a los docentes, quienes son presentados como un sector privilegiado y oneroso para el país. Un correlato de esa campaña puede hallarse en el documento Mejorar las escuelas: estrategias para la acción en México, presentado en octubre pasado por la propia OCDE, en el que el organismo emite una serie de recomendaciones
en materia de política educativa: entre otras cosas, plantea incentivar la competencia entre los profesores, basando su promoción y estímulos en los resultados de pruebas estandarizadas –como PISA o Enlace–, e incluso abre márgenes para la privatización encubierta de la educación pública, mediante la promoción de la participación social
en los centros de enseñanza.
Más allá del menoscabo que estas sugerencias implican a los derechos laborales de los profesores y al precepto constitucional que consagra la gratuidad de la educación, su impacto positivo en el mejoramiento de la calidad de la enseñanza es cuestionable. Como han indicado diversos especialistas en la materia –cuyas opiniones se reproducen hoy en estas páginas–, las sugerencias del organismo no proponen cambios de fondo para elevar la calidad educativa, y pasan por alto temas centrales de la problemática del sistema de enseñanza a cargo del Estado, como la corrupción, la inequidad y el rezago social, el abandono presupuestario y la compleja relación entre autoridades federales y la cúpula charra que controla el magisterio, y que deriva en opacidad, ineficiencia y dispendio en el manejo de los recursos públicos destinados a la educación.
Por lo que hace a la persistencia de la OCDE por estandarizar la evaluación de alumnos y profesores, distintas voces calificadas en el ámbito pedagógico se han encargado ya de poner en entredicho la utilidad de esos mecanismos: dichas pruebas no toman en cuenta las diferencias sociales, culturales y económicas que afectan al proceso educativo; no consideran las desigualdades existentes entre escuelas y regiones; no ponderan conocimientos que resultan valiosos en función de ciertos entornos y no permiten, por tanto, conocer los factores que debilitan y fortalecen el aprendizaje. No está de más recordar al respecto que, en atención a estas consideraciones, la Universidad Nacional Autónoma de México ha rechazado la aplicación de la prueba Enlace en sus planteles de bachillerato.
Nadie puede negar la desastrosa realidad que enfrenta el país en materia educativa, y es necesario evitar, ante tal circunstancia, tanto la indiferencia como las lecturas autocomplacientes. Pero también es obligado reconocer que esa catástrofe tiene componentes heredados de los gobiernos del ciclo neoliberal, en los que la administración pública ha sido puesta al servicio de la especulación financiera, se ha desmantelado la presencia estatal en la economía mediante privatizaciones desmedidas, se han desatendido obligaciones públicas en materia de salud, vivienda, regulación laboral y cultura, y se ha emprendido una visible ofensiva –presupuestal, administrativa y de contenidos– contra la educación pública en sus distintos ciclos.
Al día de hoy, existe una evidente tensión entre el supuesto fin de elevar la calidad educativa y la pretensión de hacerlo mediante un modelo que no atiende a los distintos ejes de desigualdad involucrados en la materia, antes bien, los profundiza. Esa tensión hace inevitable concluir que la motivación real de recomendaciones como las de la OCDE no pasa tanto por mejorar los ciclos de enseñanza sino por perfilarlos como instrumentos de estratificación social y por generar oportunidades de negocio para particulares. Tal perspectiva debe ser rechazada por legisladores, autoridades y la sociedad en general.