Recordando a Iván Illich; Un pasado vigente
Javier Sicilia
Jean Robert
Por su crítica vanguardista de la sociedad industrial, expuesta en libros como Medical Nemesis: the Expropiation of Health y Toward a History of Needs, el filósofo Iván Illich es ampliamente considerado como el fundador del movimiento ecológico. Habitante de Cuernavaca desde los sesenta, Sicilia y Robert nos recuerdan la vigencia de este pensador rebelde y esencial.
Para un gran número de personas en México, Iván Illich sólo evoca el inquietante recuerdo de una Cuernavaca que, desde mediados de los años sesenta, hasta 1976, fue un polo de atracción para los espíritus inquietos.
Después de aquel relámpago, que conmocionó a intelectuales y políticos de todo el mundo, Illich parece haber desaparecido de México. Las obras que le valieron la popularidad ya no se reeditan en el país en que fueron escritas; las que después ha publicado en muchas lenguas se desconocen, y la mayoría de los intelectuales mexicanos lo creen muerto.
En realidad, Illich continúa pasando largas temporadas en su choza-biblioteca del valle de Cuernavaca, elaborando una profunda y turbadora obra crítica.
¿Quién es este revolucionario sin bandera que alguna vez se definió como «un cazador de brujas»?;
¿qué ha hecho y continúa haciendo?
Alguna vez Octavio Paz escribió, pensando en Fernando Pessoa: «Un poeta no tiene biografía. Su obra es su biografía».
Con más razón quizá, un pensador tiene derecho a que se comenten sus ideas antes que las peripecias de su vida.
En una de las pocas entrevistas que ha concedido en el último cuarto de siglo, Iván Illich declaró:
«Por muy interesantes que sean las reflexiones cosmológicas modernas, por mi parte me adhiero a otro modelo, del cual provino mi cultura, el modelo de la contingencia, en el cual Dios tiene su creación en sus manos, como lo puedes ver en las pinturas románicas o góticas» (David Cayley, entrevistador, Part Moon, Part Travelling Salesman: Conversations with Ivan Illich, The Canadian Broadcasting Corporation, P.O. Box 6440, Station «A», Montreal, 1989, p. 1).
Esta adherencia a la tradición que lo nutrió nos dice de dónde emana su mirada. Pero, ¿cuáles son los objetos hacia los cuales apunta y qué nos invita a ver con él?
El autor Iván Illich ha publicado libros, escrito artículos y pronunciado conferencias en una decena de idiomas sobre temas tan aparentemente discordes como la escuela, la medicina, el transporte, la actividad productiva (una categoría en la cual quiere hacer un justo lugar para el trabajo asalariado), el desarrollo, la historia de las necesidades, el género, la historia del cuerpo y de su autocepción, la historia de la materia, la historicidad de las percepciones, la especificidad de la modernidad, el conflicto entre cultura oral y alfabeto, la hospitalidad y la proporcionalidad.
Leer a Illich es quizá dejarse imbuir progresivamente por la íntima coherencia de su mirada y la unidad secreta que inspira su pensamiento.
El hombre en sí es tan versátil como sus temas: polígrafo y porfiado explorador de minas hondas, erudito políglota y conversador vernáculo, afable y sarcástico, de mirada penetrante y cariñosa, inflexible y dotado para la amistad, se encuentra igualmente a gusto entre campesinos iletrados que entre profesores universitarios.
Llegó a tierras americanas a principio de los años cincuenta con la ilusión de pasar años en compañía de las obras de sus amigos predilectos: los grandes pensadores del siglo xii (acuérdense de la contingencia).
Pensaba escribir una tesis sobre la alquimia en Alberto el Grande, en Princeton, porque ahí, además de algunos excelentes documentos, se encontraba enseñando su amigo Jacques Maritain.
Si la contingencia es el surgimiento de lo sorpresivo y, para los medievales, de la gracia, lo que le ocurrió durante su primera noche en Manhattan debe haber sido un guiño de sus viejos amigos.
Durante la cena, sus anfitriones y los invitados que se habían reunido para recibirlo no dejaron de quejarse de la invasión de Manhattan por una nueva ola migratoria, los puertorriqueños.
Hasta la cocinera, una señora oriunda del Deep South, aunó sus quejas a las de los comensales de clase media: los negros también tenían que huir de Harlem si no querían caer al nivel de los intrusos.
Obviamente, la mayoría de los asistentes a la reunión aplicaban a los inmigrantes los mismos prejuicios que habían sufrido cuando ellos eran los «nuevos intrusos».
Iván pasó los dos siguientes días en el barrio que se encuentra bajo los rieles de New York Central, observando el mercado de los puertorriqueños.
Quizás el impulso que lo llevó ahí sea la mejor guía hacia la unidad callada de su obra.
Por una serie de peripecias, esos días sellaron su suerte: durante casi ocho años, su destino estuvo íntimamente ligado al de los puertorriqueños, en sus barrios de Manhattan hasta 1956 y, desde entonces hasta 1960, en la isla misma, donde se ocupó de cosas relacionadas con la «educación» y aprendió, con cierto pavor, que ésta era ante todo objeto de «planificación».
En Puerto Rico comienza a esbozar la reflexión que, años después, ofrecería al público en La sociedad desescolarizada (Joaquín Mortiz, México, 1985; título original: Deschooling Society, Harper and Row, Nueva York, 1971).
Había constatado que los alumnos provenientes de la mitad de las familias más pobres tenían 50% de probabilidad de terminar los cinco años de escuela obligatoria.
Vio algo peor: el sistema escolar aunaba a la pobreza de aquellos alumnos un nuevo sentido de culpa: la de no haber logrado terminar sus estudios.
«Tenía —dice Illich— evidencias de que el sistema escolar promueve una forma novedosa de injusticia autoinflingida.
Así es que llegué a la conclusión de que la escolarización es un ritual generador de mitos… La educación escolar me parecía cada vez más el ritual de una sociedad obsesionada con el progreso y el desarrollo, un ritual que crea ciertos mitos que a su vez son requerimientos para una sociedad de consumo» (David Cayley, op. cit.).
En la misma entrevista, Illich recuerda que en Puerto Rico escuchó por vez primera palabras como «desarrollo», «recursos humanos» y, sobre todo, «planificación».
Perplejo, consultó a Jacques Maritain, que continuaba como profesor en Princeton. Igual de perplejo, Maritain meditó algunos minutos y exclamó:
«¡Ah!, comprendo […], la planificación es una nueva forma del pecado de presunción».
1960: otras peripecias, políticas éstas, forzaron a Iván Illich a retomar el bastón de peregrino.
1961: después de cruzar América del Sur, abre en Cuernavaca un centro de reflexión conocido (después de su refundación, en 1966, por Valentina Borremans) como Cidoc (Centro Intercultural de Documentación).
1961 es también el año en que Kennedy lanza la Alianza para el Progreso y el Peace Corps, y Juan xxiii apura a la Iglesia norteamericana a mandar 10% de sus efectivos en misión a América Latina.
Illich fundó su centro con el propósito explícito de subvertir estos tres proyectos.
Llamó al primero «alianza para el progreso de las clases medias», ridiculizó el Peace Corps y advirtió pacientemente contra los peligros del tercero.
Fue uno de los primeros resistentes explícitos al desarrollo.
No hay lugar aquí para detallar los motivos de su oposición a esta intentona de los países ricos por transformar a los pobres en sus imitadores compulsivos.
(El lector curioso los encontrará en Wolfgang Sachs, comp., El diccionario del desarrollo, pratec, Lima, 1996 y Cochabamba, Bolivia, cai, 1997. Título original: The Development Dictionary. A Guide to Knowledge as Power, Zed Books, Londres, 1992).
Pero podemos tratar de entenderla a partir de su encuentro con gente arraigada en una tradición y con el dolor del propio Illich por su pérdida.
Gustavo Esteva lo entendió así: «Creo que la actualidad de su pensamiento brota en parte de su experiencia de juventud.
Cuando llega a la adolescencia, siente con claridad que el mundo en el cual había crecido está siendo barrido y lo que él hace es conservarlo en el fondo de sí mismo […]
Su capacidad de ver las cosas en Puerto Rico, en Nueva York (con los puertorriqueños) y luego en México, se nutre de lo que ha guardado cuidadosamente dentro de sí (Gustavo Esteva, «Iván Illich en México», Ixtus, No. 28, 2000, p.23).
De ahí su capacidad para expresar claramente cosas que la gente no se atrevía a decir, aunque las pensaba, cosas que no se podían decir, porque iban en contra de la visión dominante. Al sustentar su pensamiento en su arraigo a una tradición, ¡éste apareció como una novedad radical!
En 1970, el Cidoc se había convertido en un punto de referencia mundial a donde llegaban a estudiar, a investigar y a dialogar con Illich intelectuales y políticos de vanguardia de todo el mundo.
Illich había desatado una gran controversia que atizaba en sus seminarios, artículos y libros.
Después de analizar los mitos que subyacen en la producción de servicios educativos, volvió la mirada hacia los axiomas no examinados —o las certidumbres no cuestionadas— que sustentan las agencias productoras de servicios de transportes y de salud (Energía y equidad y El desempleo creador, Joaquín Mortiz, México, 1985; título original: Energy and Equity, Marion Boyars, Londres, 1974;
Némesis médica. La expropiación de la salud, Joaquín Mortiz, México, 1986; título original: Medical Nemesis, Pantheon, Nueva York, 1976).
En aquella época —que hoy llama retrospectivamente la «Edad de los Expertos»— los expertos de izquierda o de derecha de todo el mundo discutían, desde sus particulares posiciones, la manera en que se podía hacer accesibles a todos, en todas partes y todos los días, esos bienes, según ellos incuestionables, que eran la escuela obligatoria, el transporte compulsivo, la medicina adictiva, la tecnología voraz en energía y la planificación de la cotidianidad.
Si sólo la economía pudiera reestructurarse enteramente en torno a la producción de estos servicios, vaticinaban los expertos economistas, la humanidad no estaría lejos de entrar en Jauja.
Pocos entendieron o aceptaron entonces la advertencia de Illich: Más allá de ciertos límites de intensidad y de tamaño, la producción de servicios será más destructora de la cultura que la producción contaminante de bienes materiales lo es de la naturaleza.
Fueron tiempos de efervescencia intelectual.
En los seminarios y en los escritos de Illich se elaboraron conceptos de los cuales algunos se han vuelto de dominio público: la contraproductividad, el monopolio radical, la colonización del sector informal, la convivencialidad, la diferencia entre ley prescriptiva y ley proscriptiva, las coaliciones de «ciudadanos semejantes afectados», los valores vernáculos, para nombrar algunos de ellos, sin olvidar el principal, el concepto mismo de herramienta.
Se trataba de constituir «una caja de herramientas intelectuales para los grandes debates maduros de fin de siglo». Esos grandes debates maduros se atrasaron, pero no se volvieron menos necesarios: por esto tenemos que cuidar el herramental crítico elaborado entonces. Cada hombre moderno debería cuestionar las certidumbres modernas en su foro interior. El que lo quiera encontrará instrumentos en la obra de Iván Illich.
En una carcajada, Illich dijo una vez que a su pesar se había convertido en un cazador de brujas.
En otro momento, indicó que examinaba las certidumbres que sirven de base a la construcción de los teoremas sociales modernos, sean de izquierda o de derecha.
En otro, aun reveló que le interesaba la epistemología del pensamiento crítico contemporáneo.
El éxito público de sus ideas estaba fundado en la aguda actualidad de éstas. Parecía prever los debates en estado naciente y colocarse en el ojo del huracán o, en sus palabras, «en el meollo de la rueda». ¿Pero no hemos dicho que el personaje es casi «medieval»? Misterio de un hombre arraigado en una tradición secular y plenamente presente, con todos sus sentidos abiertos, a su siglo y a sus contemporáneos.
«Derrumbar certidumbres, avivar percepciones» es otra de sus expresiones que levanta un faldón del velo.
Lo que Illich llama a veces «certidumbres de la modernidad» y, otras veces, «brujas» son anestésicos más entorpecedores que las drogas.
Llegó el momento en que consideró que había dicho todo lo que era capaz de decir sobre lo que las instituciones productoras de servicios y las herramientas industriales hacen al hombre, a la sociedad, al medio ambiente.
En 1976, durante un glorioso verano, después de una gran fiesta que reunió a comensales viejos y nuevos alrededor de los camarones al cilantro de Valentina y de una espléndida comida mexicana, el Cidoc cerró sus puertas por decisión libre de Valentina y de sus otros fundadores.
«Había cumplido con su misión», punto y aparte, o, mejor, nueva página.
Iván Illich se convierte entonces, según sus propias palabras, en un «filósofo itinerante».
Rechaza cualquier posición universitaria estable, prefiere trashumar de una ciudad a otra, de una universidad a otra. Siempre que puede, mantiene una mesa abierta a distancia de las aulas, cerca de una buena biblioteca.
«Desplazar el centro de gravedad de la actividad universitaria de las aulas hacia una combinación de biblioteca, de cocina para los espaguetis y de algo de buen vino», si no son quizá sus palabras «literales» (nunca las escribió), son sus intenciones y esperanzas.
Este cambio de orientación biográfica corresponde también a una nueva mutación de su obra.
«Reinició los estudios en historia medieval» (Próximamente el Fondo de Cultura de Buenos Aires publicará por vez primera en español su libro En el viñedo del texto, comentario del Didascalicón de Hugo de San Víctor) que lo habían fascinado y deleitado cuando era joven.
Su crítica de las instituciones se volvió una historia de las condiciones históricas bajo las cuales estas instituciones pudieron emerger. Su continuo interés en la técnica se desplazó de lo que las herramientas hacen a una sociedad, a lo que le dicen.
Se preocupa ahora por lo que la tecnología le dice a la gente sobre quién es. Por eso examina las «formas en las que la alfabetización ha conformado la autopercepción propia de la cultura occidental y en cómo la gente, ahora, se forma a imagen de la computadora» (David Cayley, op. cit.).
Son estas preocupaciones las que lo llevaron a entrar en el debate sobre oralidad y cultura del alfabeto iniciado por ese «Einstein de la lingüística» que fue Milman Parry.
Pero quien mucho abarca poco aprieta. Hemos esbozado el rostro del «Illich de Cuernavaca» y sintetizado algunas de sus ideas.
En el espacio que se nos impartió no podemos hacer más.
Para entender el desarrollo ulterior de sus ideas, invitamos a los lectores a leer la antología que reúne diez años de conferencias de Illich, In the Mirror of the Past, Lectures and Addresses 1978-1990, Marion Boyars, Londres-Nueva York, 1992.
Además opinamos que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, retirar al Ejército de Chiapas y liberar a todos los zapatistas presos. –