Más allá de conjeturas sobre la precisión de los dichos de los funcionarios estadunidenses y sobre los participantes en el acuerdo que éstos refieren, el contenido del documento es consistente con la conducta exhibida por el gobierno federal durante la primera mitad de 2009, año que se distinguió por la peor caída registrada en el producto interno bruto nacional (6.5 por ciento) y en el que, sin embargo, las autoridades porfiaron en un discurso indolente, excesivamente optimista y autocomplaciente respecto a los efectos negativos de la crisis económica sobre la población.
Significativamente, fue en septiempre de ese mismo año –es decir, una vez pasadas las elecciones–, y al calor de las discusiones sobre el paquete económico de 2010, cuando el calderonismo recuperó el tema de la pobreza y buscó ubicarlo, con oportunismo, como la prioridad
de su gobierno. Estos elementos dan sustancia a lo expresado por funcionarios de la diplomacia estadunidense y advierten un designio inaceptable de ocultar datos relevantes, sesgar la información en poder de la ciudadanía y manejar el tema de la pobreza en función de la conveniencia política y electoral.
Ciertamente, los criterios pragmáticos y electoreros de la clase política son factores que distorsionan el ejercicio del poder público y lo desvían de la atención de necesidades básicas e intereses de la población, pero no son los únicos. En otros cables difundidos por Wikileaks se da cuenta, por separado, del supuesto interés de Washington por que la economía mexicana alcance una tasa de crecimiento sostenido –para mitigar la pobreza en el país y proporcionar una alternativa atractiva a la migración ilegal hacia Estados Unidos
–; de sus afanes por incidir en la agenda económica y social de México, y de su inquietud porque la concentración de la riqueza y el poder económico
–derivados en buena medida de los procesos de privatización de la década antepasada– dificulten la capacidad del país para aumentar y profundizar su competitividad
.
Tales señalamientos obligan a recordar los efectos nefastos de la imposición, en nuestro país, del llamado Consenso de Wa-shington, que se ha traducido en pérdida de soberanía y de dinamismo económicos, en concentración de la riqueza a niveles insultantes, en crecimiento de la pobreza, en descenso de la propiedad pública y en predominio del poder privado, pero también en pérdida del control de la ciudadanía sobre sus gobernantes: la adopción del modelo neoliberal ha apartado a estos últimos de la toma de decisiones orientadas al bien público y al interés general, y los ha alineado, en cambio, a los designios económicos dictados desde los organismos financieros internacionales y desde la nación vecina. Para colmo, los múltiples procesos de privatización de las últimas dos décadas se han llevado a cabo, en muchos casos, en condiciones poco claras y a ello hay que añadir el silencio y la opacidad con que las autoridades suelen responder a las reiteradas demandas de que se transparente la información fiscal de los más poderosos grupos empresariales.
Por diversos factores endógenos y exógenos, las administraciones recientes, incluida la actual, y el conjunto de la clase política se han conducido de espaldas a la población, en atención a beneficios políticos mediatos e inmediatos y de intereses propios y ajenos, pero siempre acotados. Tales conductas son desafiadas ahora mediante esfuerzos por transparentar la vida política de naciones como la nuestra y, sobre todo, por la creciente demanda de la población por ejercer su derecho a conocer las prácticas de sus gobernantes y representantes.
La disyuntiva para las autoridades y para los políticos en su conjunto es clara: continuar con esas prácticas –y exponerse a un descontento y descrédito generalizados y a perspectivas indeseables de ingobernabilidad– o abandonarlas y asumir un verdadero compromiso con la transparencia, la rendición de cuentas y el derecho a la información de los ciudadanos.