Luis González y González (1923-2003)
De Viva Voz Claude Lévi-Strauss
La Lección de las Vacas
( Luis Miguel Aguilar, Rafael Pérez Gay ) ( 2003-12-26 )
Están a punto de cumplirse veinticinco años desde la aparición de uno de los grandes libros de la historiografía mexicana —y, secretamente, de las letras mexicanas— del siglo XX: Pueblo en vilo de Luis González y González. Desde su participación en la Historia Moderna de México hasta la colección de ensayos sueltos
Todo es historia, pasando por sus libros sobre historia regional, la Revolución Mexicana y el cardenismo, la obra de Luis González y González se ha hecho entrañable para muchos lectores que agradecen en esa obra la conjunción del rigor, y el vigor, históricos con la naturalidad al decir y la ausencia de jergas.
Luis González y González no sólo es un maestro que se niega a parecerlo; es también una escuela que advierte contra su propia escuela, contra su propia y engañosa facilidad.
Cualquiera que haya leído las sucesivas “invitaciones a la microhistoria” de Luis González habrá sentido el deseo inmediato de hacer memoria en lugar de, sabiamente, concretarse a leer a Luis González. Porque cualquiera que haya intentado la microhistoria habrá sentido la distancia tremenda, incluso el espejismo, que hay entre la facilidad clásica con que hace sus cosas Luis González y la enorme dificultad con que topa uno en cuanto pasa del “yo también podría hacerlo” al momento de hacerlo en verdad.
Rumbo a la cita con Luis González y González, uno de los entrevistadores recuerda aquella vez, a principios de los ochenta, en que un cuñado llegó a preguntarle sobre un libro titulado Pueblo en vilo, del que había oído hablar, y cómo el libro fue bajado de inmediato del librero —era una de las primeras ediciones de El Colegio de México— y obsequiado al buscador con un comentario: “Te lo lees como una novela.
Es una novela. Nomás le faltan los diálogos”. Para los historiadores, tal comentario sería en efecto un barbarismo; no lo es tanto para quienes somos culpables de literatura y vemos en la prosa de Luis González y González una lección: la inminente y escueta lección del estilo.
En el prólogo a su libro Todo es historia, usted dice algo así como que a la hora de la cuestión estilística los escritores llegan siempre con la torta bajo el brazo, mientras que los historiadores tienen que hacerse de un modo de escribir. Sin embargo, no somos los únicos que pensamos que usted es un estilista.
¿Podría hacernos una pequeña autobiografía literaria?
¿De dónde viene ese estilo?
No sé cuál pueda ser el origen de mi estilo.
Quizá algo de esto se lo debo, desde luego, a mi padre, que era un buen relator de historias en forma oral. Él sí era bueno, no como yo. Ahora, mis primeras lecturas fueron de clásicos. Leí a escondidas El Quijote, porque se suponía que aún no estaba en edad de leer ese libro porque tenía pasajes inconvenientes para niños. También leí a escondidas unos libros que llegaron a la casa cuando me iniciaba y que forman la autobiografía de José Vasconcelos: el Ulises Criollo, La Tormenta, El Desastre.
La restricción de leer a Vasconcelos se debía por supuesto a los pasajes eróticos. Cuando fui a Guadalajara a hacer la secundaria, comencé a leer, y me gustó bastante, a Azorín.
Luego leí a Ortega y Gasset en la Colección Austral, y también en esa época comenzó mi interés por Alfonso Reyes y por un autor del que me regalaron un libro de poemas y que era Octavio Paz.
En Pueblo en vilo usted menciona también que en San José de Gracia se puso de moda Martín Luis Guzmán con El Águila y la Serpiente.
¿Es por esa época más o menos?
Sí, exactamente. Ahora, más que haberlo leído, yo oí a Martín Luis Guzmán porque en aquella época, sobre todo en los pueblos, realmente pocas personas sabían leer y entre las personas que sabían leer algunas, digamos, se especializaban en leer precisamente en voz alta y de una manera clara y atractiva para los demás.
Entre esas personas estaba mi madre. Algunas gentes iban a la casa para oír su lectura, y de ese modo oí yo El Águila y la Serpiente.
¿Usted cree que un historiador puede hacerse de un estilo recurriendo exclusivamente a historiadores clásicos, a historiadores que han tenido también una gran mano literaria?
¿En qué historiadores de este tipo pensaría usted?
En el caso de México hay magníficos antecedentes por lo que se refiere a la expresión histórica. Desde luego está Bernal Díaz del Castillo, que cuenta de una manera muy sabrosa y espontánea la conquista de México.
Está el mismo Hernán Cortés, que en sus Cartas de relación resulta un gran estilista, un gran narrador de sus propias obras. Después, en el siglo XIX en México hay por lo menos seis historiadores que escriben muy bien.
Uno de ellos es Lucas Alamán; otro, Carlos María de Bustamante; otro sería Lorenzo de Zavala; otro más sería Riva Palacio y, desde luego, también está Justo Sierra. Y eso nada más para citar a unos pocos.
De hecho, tengo la impresión de que a la mayoría de los historiadores mexicanos del siglo pasado lo que más les interesaba de su oficio era poderle impartir vida, resucitar mediante palabras la vida, la historia vivida en otras épocas.
En Pueblo en vilo hay momentos que son como de ficción. Por ejemplo el hecho de que una aurora boreal fuera más importante para San José de Gracia que cien invasiones forasteras. O que en cierta época lo más interesante fuera el señor que se subió a un árbol con unas alas diseñadas por él mismo y que quiso hacerse pájaro.
¿No tuvo usted la tentación de escribir ficción alguna vez?
Bueno, es probable que sí la tuviera, pero una de las normas éticas en las que más insistía mi padre, sobre todo, es la de que nunca se debía decir mentiras, ni siquiera jugando o para divertirse.
Quizá desde entonces le agarré algo de mala voluntad a la ficción, que después de todo es una mentira. En alguna parte de Invitación a la microhistoria, usted hace una defensa de la historia narrativa. Una pregunta que es dos:
¿en qué momento deslindó usted la narración oral de la historia narrativa; y en qué momento la historia narrativa puede ir en demérito del trabajo del historiador propiamente dicho?
Desde ni niñez conocí esto que podría llamarse historia narrativa, el cuento concreto de sucedidos de épocas anteriores. Después vine a la Ciudad de México, a hacer la carrera de historia en El Colegio de México, y aquí me topé con que esa historia puramente narrativa era algo marginal, algo que no tenía mayor importancia.
Resultaba que la única historia válida era la que desde entonces se llamaba historia científica, en sus dos vertientes. Una vertiente decía que la historia, antes que otra cosa, tenía que explicar el pasado, no contarlo; otra vertiente decía que no era necesario explicarlo sino tan sólo comprenderlo.
Pero después de hacerme yo mismo seguidor de esta teoría científica de la historia, volví a mi tierra y allá hice un año sabático. Entonces se me ocurrió hacer la historia, precisamente, de mi pueblo. Al principio pensé hacerla siguiendo estrictamente el método científico aprendido en El Colegio de México, es decir, el método de seleccionar sólo ciertos datos porque esos datos eran los importantes para lograr una comprensión o una explicación del pasado; en lugar de eso empecé a oír otra vez esa historia puramente narrativa y descubrí que los datos se escogen no sé estrictamente por qué razón misteriosa, y que para la gente común y corriente ciertas cosas del pasado son valiosas, aunque para la ciencia no parezcan serlo.
Tomé de la historia científica sólo el aspecto en donde se exige bastante rigor mental y me olvidé un poco de la explicación y de la comprensión para narrar otra vez lo que a la gente le interesaba más de su propio pasado.
Ahora: hasta hace algunos años en el medio académico todavía se consideraba que la historia narrativa, en el mejor de los casos, era un simple entretenimiento. Ya se le concede mayor aprecio. Por lo menos, los historiadores académicos consideran que las historias locales pueden servir de fuentes para hacer síntesis de una historia más amplia y más apegada a la realidad. Aceptan lo que decía un historiador francés: estas historias de regiones, de pueblos, de rancherías, nos van a servir para afinar muchas de las generalizaciones a que nos hemos acostumbrado en relación, decía él, a toda la historia de Francia.
Una vez que usted tenía claro el proyecto de Pueblo en vilo, ¿tuvo problemas con alguno de sus maestros o con alguien que considerara que este tipo de historia no lo iba a llevar a usted a ningún lado?
Sí. Al regreso de mi año sabático hubo una reunión en El Colegio de México, como era la costumbre, para discutir las obras antes de darlas a las prensas.
En esa reunión estuvieron más que nada compañeros de mi generación, y únicamente dos de mis maestros: don Daniel Cosío Villegas y el doctor José Gaos. En forma amigable pero franca, mis compañeros me dijeron que simple y sencillamente había perdido el tiempo durante un año, reuniendo cosas que, fuera de mis paisanos, no le interesaban absolutamente a nadie. En general, con excepción de Antonio Alatorre, esa fue la visión de todos ellos. Pero, curiosamente, en este caso los dos maestros siguieron otro rumbo.
Recuerdo que el doctor José Gaos me dijo entre otras cosas: “Bueno, estoy sorprendido de que usted conoce perfectamente su oficio; de que usted ha hecho esto en forma totalmente consciente, y creo que su trabajo va a aportar algo; quizá va a influir, incluso, para que se modifiquen un poco las corrientes historiográficas que ahora están de moda en las universidades”.
Don Daniel Cosío Villegas también me felicitó por haber hecho esto y no haberme quedado en una simple historia, como solían hacer los que se sentían muy científicos y como las hacen los que se sienten muy científicos, incluso ahora.
Persiste la moda de tratar un tema pequeño, como la vida de un pueblo, a base de números. Hay muchas historias cuantitativas. El hecho es que en aquel entonces recibí el sí de mis dos maestros y el no de mis compañeros.
Hay algo en su obra que, según creemos, nadie ha señalado: se refiere al hecho de que usted es un gran citador, alguien muy eficaz para escoger la cita precisa y no pedante. Aparte, claro, de que es evidente que a la hora de citar usted prefiere la copla popular, digamos, a los documentos marmóreos. Pero da la sensación de que usted, incluso, oye los documentos.
En su obra hay citas que recuperan el sabor de la lengua. Tal eficacia ¿depende de la tradición literaria o del oficio de historiador?
Hasta ahora nunca me he puesto a pensar en si tengo o no algún método particular para citar o para escoger mis citas. No podría contestar de golpe y porrazo. Ahora, hay algo en mi modo de ser: yo tiendo a visualizar. Cuando estoy leyendo a un autor, ya sea de otras épocas o de la época actual, necesito tener la imagen de él, necesito verlo en el momento en que está escribiendo o mirando su obra. Esta necesidad a veces se me ha hecho tan obsesiva como lo que contaré.
Recuerdo que cuando estaba haciendo Pueblo en vilo necesitaba visualizar a un primer González que llegó a la zona de mi pueblo a principios del siglo XIX. Un día lo soñé, soñé a ese antepasado. Por cierto, le dije a mi padre: “Fíjese que soñé a nuestro antepasado Antonio González y le voy a decir cómo lo vi: muy parecido a un tío, a un hermano suyo”. Entonces él me dice: “Ah, pues mi papá, que por supuesto sí lo conoció, dice que este González se parecía mucho a Alberto mi hermano”. Y así lo soñé yo, precisamente, con la cara de ese tío. Pero es lo mismo si leo a Bernal Díaz del Castillo, a Cortés, a Mendieta, a quien sea: necesito verlos. Quizá por lo mismo escojo a veces las palabras que me parecen más propias, más significativas, más parecidas a ellos según los visualicé.
Por otra parte, hacia el futuro, el lenguaje que seguramente van a usar los historiadores, sobre todo los historiadores narrativos, va a ser el lenguaje de la televisión y del cine. Un lenguaje visual.
¿Cuál de sus libros le ha costado más trabajo?
Probablemente el libro en que invertí más horas y me exigió más esfuerzos fue el tomo que hice para la Historia Moderna de México: “La República Restaurada”. Me costó aún más trabajo porque mientras hacía ese libro me daba cuenta de una cosa: a mí la historia social, la historia de grupos, de multitudes, de fuerzas impersonales o multipersonales, de seres que no se ven, no me llega, no se me da. Necesito hacer una historia más concreta, una historia visible. (Comentamos con Luis González que Pueblo en vilo se adelantó en años a lo que será, tal vez, el rasgo distintivo de la literatura del fin de milenio: el regreso a la región, a la cuadra, a la casa.
Le mencionamos dos ejemplos recientes y extremos: por un lado una novela como Viva el pueblo brasileño de Joao Ubaldo Ribeiro. En ella toda la historia de Brasil pasa en un pueblito de Bahía.
Por otro lado, es sintomático que Gay Talese, después de investigar desde la mafia y el New York Times hasta las costumbres sexuales norteamericanas, haga ahora un libro, Unto the Sons, que es precisamente su historia familiar: arranca en un pueblito de Sicilia y cuenta las vidas de sus antepasados hasta llegar a su padre y su tío, que eran sastres. El tío es el primer lugareño que llega a París. Recibe este mensaje de su padre, sastre también: “Cose con amor”.
Le decimos a Luis González que los de Talese y Ribeiro son sólo dos de los muchos casos de este regreso literario al corral, pero que precisamente por la globalización de la vida, las sociedades, en sentido inverso, se van atomizando, y la literatura y los lectores no buscan ya los grandes panoramas ni los grandes frescos sino, exactamente, la complejidad local. Nada, en fin, que no anticipara y cumpliera a plenitud Pueblo en vilo.
Luis González esquiva el elogio y, como sin querer, comenta: “Yo creo que para sobrevivir culturalmente, para seguir siendo seres humanos, necesitarnos dos tipos de alimentos intelectuales, hasta cierto punto opuestos.
El primero es tener una idea general del hombre y del universo: una filosofía, una tabla general de salvación.
El otro es conocer al detalle, diferencialmente, en forma, digamos, chismosa, la vida de los seres humanos.
Necesitamos esas dos cosas: un concepto universal del hombre y un conocimiento concreto de lo que hacen, dicen, sienten mis vecinos, mis antepasados”.)
Insistimos en traerlo a la literatura. ¿Qué novela releería en este momento?
Yo he leído muy pocas novelas. En general no me he sentido atraído por este género literario. He leído mucho más poesía, incluso mucho más obras de teatro que novelas. Pero he leído bastante ensayo literario. Entre los ensayistas que me gustan mucho están Chesterton y Borges.
¿Cuáles son sus poetas preferidos?
En general a mí me gusta la poesía del grupo de Contemporáneos. He leído, y sigo leyendo, a Octavio Paz. Y siento un atractivo especial, al grado de sabérmelos de memoria, por los poetas españoles, sobre todo Antonio Machado.
¿Qué piensa de Francisco González León?
Yo empecé a leer a González León desde que estudiaba la secundaria. Leía todo lo que salía de él, desde Campanas de la tarde, entre otras cosas porque uno de mis compañeros era su sobrino. Yo fui varias veces a Lagos y conocí a González León en su botica. Le tengo todavía un gran cariño. Recuerdo que cuando llegué a estudiar al Colegio de México, entre los compañeros se hablaba más de cosas literarias que de libros de historia.
Entre los historiadores mexicanos se dan por lo menos dos tipos de oficios ajenos, pero muy unidos al oficio de historiar: uno es el oficio literario y otro es el oficio de abogado.
En México ha habido un montón de historiadores que antes, o al tiempo, eran abogados, y también hay muchos que antes de dedicarse a la historia tenían el gusto por la literatura.
El hecho es que entre mis compañeros un poeta como González León era visto como algo pueblerino, y había que concentrarse en lo que en ese momento se suponía que era la vanguardia del pensamiento y la literatura: los hombres de la generación del 98.
Como todos mis maestros eran españoles, tenían una gran veneración por los escritores de esa generación, porque se suponía que había barrido con los restos de aldeanismo que se vivían aquí. Y en España.
En relación con Pueblo en vilo, nos vienen a la mente dos libros: La feria de Juan José Arreola y Al filo del agua de Agustín Yánez. ¿Qué le dijeron a usted esos libros?
De hecho, por la época en que escribí Pueblo en vilo, me parecía que tres autores mexicanos eran los que recogían con más autenticidad la voz de la gente a la que yo trataba. Estos autores eran Juan José Arreola, Juan Rulfo y Agustín Yáñez.
Me parece que los tres reflejan muy bien el pensamiento, las actitudes y la forma de expresarse de las gentes del occidente de México.
La pregunta final y obligada: ¿en qué trabaja actualmente?
El último año he estado haciendo cosas muy circunstanciales. Entre otras ocupaciones, he ejercido muy deliberadamente la de prefacista: he hecho por lo menos diez prólogos a obras de amigos o a obras de algunos autores clásicos que ahora se vuelven a reeditar.
También he asistido a varios congresos. Pero he tomado la decisión de encerrarme y ocupar la mayor parte de mi tiempo en hacer una síntesis de la historia de México a partir del siglo XVI.
Probablemente lo titule Historia de la cultura de México. Pienso centrar ese libro en los grupos de personas que en cada momento de nuestra historia han contribuido a la formación de ese estilo de vida que es el mexicano.
(Salimos de casa de Luis González y González en busca de un taxi, y un poco apenados después de encimarle tantas preguntas literarias.
Entonces recordamos, literalmente en descargo, el poema de Auden a la musa de la historia: “Homenaje a Clío”, a la doña Clío de la que habla Luis González y González con cariño y sin solemnidad.
Le dice Auden a Clío: Tan abordable como pareces, No me atrevo a preguntarte si te caen bien los poetas, Porque no aparentas haberlos leído; Y no veo por qué debieras leerlos.)