Cecilia Saviñón de Loría:
«El secreto es no dejarse vencer nunca»
Diario de Querétaro
Manuel Naredo
«Tenía yo la colaboración de mis hijas», me dice con sencillez y una sonrisa… «Tenía mucha ilusión».
Así reflexiona Cecilia Saviñón, entrevistada en su casa de siempre en el Club Campestre, sobre aquellos primeros reveses en la aventura llamada Hogares Providencia, que hoy mantiene tres instalaciones de apoyo a niños de la calle. Lo hace cuando su hija Lourdes recuerda cómo aquellos primeros niños que su madre llevó al recién inaugurado hogar destruyeron la televisión y quemaron los sillones.
«El trabajo fue muy difícil, pero muy hermoso», asegura. «Teníamos muchachitos de diez años que se drogaban y los pudimos sacar… Fue una época muy dura, pero tuvimos la suerte de que hablamos con médicos que nunca nos cobraron».
Hogares Providencia, que hoy cuenta con tres casas instaladas en Querétaro, no ha sido, sin embargo, el único proyecto que esta mujer, recientemente galardonada por el Presidente de la República, ha emprendido amorosamente en beneficio de los más desprotegidos. Su tarea incansable en la cárcel de mujeres, con los niños a través del teatro, con la organización de las niñas guías en Querétaro, o a través del deporte y concretamente del tenis, ha marcado a muchas personas.
«Algo que caracteriza a mi mamá es una cualidad que sería muy bueno que todos tuviéramos: ella cree en el ser humano», interviene su hija, presente durante la charla. «Cree en las personas; las ve como la obra perfecta del Creador, y antes de juzgarlas tiene la convicción de que son seres maravillosos. Eso la ha hecho sobrevivir a situaciones muy difíciles».
Cecilia Saviñón, quien me recibe sentada en una silla de ruedas tras un desafortunado accidente hace algunos meses, nació en Roma, donde pasó su juventud estudiando canto en el Conservatorio de Santa Cecilia -«soy mezzosoprano», responde a mi pregunta expresa- y adquiriendo ese gusto por la ópera que conserva a plenitud y que disfruta como grata acompañante durante largas horas de sus días queretanos.
«Mi ideal fue la Acción Católica», me contesta tras sus bellos ojos azules cuando le pregunto sobre aquello que más satisfacción le ha dado en la vida, y es entonces cuando descubro que desde muy jovencita fue presidenta de ese movimiento religioso, en el que trabajó arduamente, no sólo en la propia Italia, sino también en Nueva York, hasta donde la labor diplomática de su padre había llevado a la familia, tras su paso por Bélgica y España.
«Hablo de Acción Católica porque pudimos lograr salvar a jóvenes de manera muy hermosa en algunos lugares del mundo», asevera con el aderezo de una risa que delata su humildad, mientras recuerda aquellas incursiones en el Bronx neoyorkino. «Hablábamos con las jovencitas, les dábamos clases de catecismo, las sacamos de muchos problemas…».
Se le ilumina el rostro cuando recuerda a su madre, una danesa hija de italiano -Eva Tonti-, que hablaba seis idiomas y a quien tanto le costó aclimatarse a la vida del país de su marido, cuando aquella dramática Segunda Guerra Mundial obligó a replegar territorios a la familia. De hecho aún recuerda la admiración de su generación a Mussolini y algún desfile con la presencia de Hitler, antes de que la conflagración europea se presentara.
«Vamos de la mano de Jesús», fue su primera frase, apenas tras el saludo inicial. Es, según compruebo más tarde, un lema que ha utilizado con constancia a lo largo de su vida y que explica esa amorosa persistencia en las difíciles causas que ha emprendido.
Durante la charla descubro su afición al teatro y la práctica que de la escena tuvo apenas llegada a México con sus padres y sus tres hermanos; una práctica de la mano de una leyenda de las artes escénicas del país y maestro de toda una generación de actores nacionales: Seki Sano.
«Acababa de entrar cuando pusimos La Fierecilla Domada, con María Douglas y Wolf Rubinski», rememora sobre aquella puesta en escena en Bellas Artes. «A Seki Sano le gustó como trabajaba y cuando íbamos a poner Corona de Sombra fue cuando me casé».
Voltea hacia donde don Juan Loría, médico e investigador destacado con el que se casó hace sesenta años y con quien ha formado una familia de seis hijos, escucha en silencio la plática. «Pudo más él que el teatro», sostiene mientras ríe abiertamente.
La conversación nos lleva a aquellos años, en los sesentas, cuando con tanta pasión entregó su tiempo a trabajar con las presas de la cárcel de Querétaro en apoyo al padre Eusebio Mendoza, justo cuando hasta esa penitenciaría llegaron varias de las jovencitas reclutadas por las tristemente célebres Poquianchis.
Su hija recuerda ahora con precisión cómo su madre les fue quitando las cobijas, a ella y sus hermanos, para llevárselas a las recién llegadas, mientras los pequeños lloraban y doña Cecilia ordenaba: «Díganle a su papá que me fui a la cárcel». Recuerda también cómo su madre insistió a lo largo de días para sacar de atrás del altar a una de aquellas jovencitas desesperadas recién llegadas, para que, poco a poco, terminara conviviendo con las demás.
Doña Cecilia, sin embargo, es más bien parca cuando se refiere a aquellas vivencias, acaso ayudada por el paso de medio siglo, acotada sin duda por esa humildad que le caracteriza; se circunscribe a comentar apenas que «daba ahí clases», y a asegurar sobre las muchas historias que padeció con aquellas mujeres: «Cosas… Varias…»
«Yo le doy gracias a Dios de que mis hijos anhelen hacer un bien a la humanidad, con obras dirigidas hacia lo que es sano, lo que es bueno, justo, correcto…», asegura con franqueza. Sus hijos lo aprendieron en carne propia y a su lado, como cuando solían entrar a la cárcel para varones -«la grande», dice Lourdes- como a su casa, y recibían ahí el trato amable de los presos, que hasta moneditas les regalaban.
«A mí me angustia muchísimo lo del crimen organizado», me confiesa doña Cecilia a pesar de haber conocido tantas historias de crueldad a lo largo de su vida. «No se vale. México tiene gente magnífica y anhelamos que haya justicia y no ocurran cosas tremendas como la del hijo del señor Martí».
A la par de una ardua labor de medio siglo con las Guías de México, de las que fue fundadora en Querétaro -«con Marión Villarmet», recuerda-, y de un intenso trabajo de apoyo a niños y jóvenes tenistas en el Club Campestre -por ahí pasó, entre muchos otros, Pancho Maciel-, Cecilia Saviñón dedicó también muchas horas al acercar el teatro a los niños de diversas instituciones educativas, en los que vació los conocimientos que había adquirido, tiempo atrás, con Seki Sano. Amorosamente estableció lo mismo las bases del escultismo femenil en nuestra ciudad, que organizó clínicas de tenis o montó pastorelas. Desde siempre, por años, incansablemente.
Pero su papel más intenso ha sido el de la Tía Ceci de los Hogares Providencia, que cuentan en la actualidad con más de ochenta niños bajo su tutela y de los que ha sido incansable motor y ejemplo por muchos años.
Han sido treinta años de trabajo, que iniciaron en un pequeño local -justo donde los primeros inquilinos destruyeron la televisión y quemaron los sillones- y donde, con el paso del tiempo y de mucho esfuerzo, se ha demostrado, como bien lo dice hoy su hija, que el amor ha superado a la ciencia, gracias a una serie de voluntarios cuyo único objetivo fue darle una familia a los niños desprotegidos de Querétaro.
«Todavía tengo por ahí cosas que he conservado», me confía cuando la charla ha aludido a las muchas ocasiones en que salieron a relucir armas punzo cortantes entre los chicos que hasta Hogares Providencia llegaron.
«Los niños tenía problemas de droga, de robo y todo eso, pero aceptaban los errores que habían cometido», me cuenta, siempre con una sonrisa. «Cuando llegaba yo y hablaba con ellos, confesaban lo que habían hecho. Siempre lo hice con una actitud de seguridad de que me iban a responder bien, y lo digo con humildad, porque considero que eso fue un agradecimiento hacia Dios nuestro Señor».
Ha sido esa labor la que le mereció, apenas en diciembre pasado, el recibir de manos de Felipe Calderón el Premio Nacional de Acción Voluntaria y Solidaria.
No fue la primera ocasión en que asistió a Los Pinos a recibir un reconocimiento de esta naturaleza, pues ya en el 2006 el entonces Presidente Vicente Fox le había entregado otra distinción similar.
Es precisamente ese premio del que guarda un recuerdo especial, según lo explica: «Hubo un momento, cuando me dio la medalla, una medalla muy hermosa, que Fox habló precioso y preguntó sobre los que decían que él había dañado al país. Cuando llegó junto a mí le dije que no dijera eso, que él había hecho lo más que había podido y que lo había hecho bien, y se le llenaron los ojos de lágrimas».
La larga lista de premios y reconocimientos que Cecilia Saviñón ha recibido inició durante la administración estatal de Mariano Palacios, cuando le confirieron el Juan Caballero y Osio al Mérito Cívico. Su hija rememora que fue un triunfo convencerla de que lo aceptara. «La obra de Dios no debe tener premios» dice que sostenía, antes de finalmente ser convencida de que el recibirlo podría alentar el trabajo de todos aquellos que seguían su ejemplo. En la ceremonia de entrega, por cierto, representó un mayor premio para la galardonada el ver entre los asistentes a Miguelito, un pequeño de Amealco, con leucemia y sin padres, a quien doña Cecilia llevaba cada semana a su tratamiento a la ciudad de México.
Luego recibió, casi siempre con reticencia, el «Volcán» de las Niñas Guía, el Carmelita Ballesteros de Castro, alguno otorgado por una asociación de mujeres, o el Josefa Vergara y Hernández, del Ayuntamiento, entre otros.
«Nada más tenía deseos de poder decir que todos en el mundo tenemos la oportunidad de sanar, de aconsejar», me dice también con suavidad mientras la luz del sol se extingue en estos días cortos de invierno», «pero de una forma hermosa, sencilla, sincera… Si todo el mundo lo hacemos, se van a salvar niños, jóvenes, y no va a haber vicios…».
«Tú perdonarás que no te ayude», también me dice a manera de innecesaria disculpa, pues las palabras se vuelven necias a ratos, negándose a salir con fluidez. «Trabajar con los pobres fue mi ideal desde los quince o dieciséis años, e hice lo posible toda mi vida para ayudar a resolver casos muy delicados de los niños y las jovencitas… Hasta la fecha lo seguimos haciendo con Hogares Providencia».
«El aspecto religioso siempre predominó en mi vida», asegura igualmente al tiempo que recuerda a su madre. «Mi mamá venía de una familia protestante en Dinamarca, pero ella sí era católica porque su papá era italiano».
Lourdes cuenta que hace unos meses, cuando tuvo que ser intervenida quirúrgicamente de su pierna, su madre antes de entrar al quirófano solicitó hablar con el médico para decirle que la ayudara a vivir. «Mire, hay dos cosas que tengo que hacer todavía: editar mi libro de poemas y dejar bien cimentados los trabajos con mis niñitos en situación de calle».
Doña Cecilia, con dadivosidad toma sus lentes y me regala, a manera de despedida, la lectura de uno de sus poemas. La imagino años atrás, con la misma amorosa intención, narrando a sus hijos cada noche esas óperas que hoy escucha cantando. La imagino, como ella misma sostiene: tomada de la mano de Dios.
Ya en la calle repito las primeras frases del poema escogido para la lectura:
«Como en un cuento de hadas surgimos a la vida, como en un cuento de hadas nacemos al amor…».