‘Surfear’, dijo Pauls
ENRIQUE VILA-MATAS
La vida es maravillosa, pero lo más maravilloso es pensar que tiene fin, declaró Thomas Bernhard en una entrevista. Me doy de bruces con esta frase que aparece resaltada, bien remarcada en el contexto de un artículo en torno a «verdades inmutables» encontrado en una revista de una sala de espera de un aeropuerto. Me quedo casi sin respiración entre la contundencia de Bernhard y la contundencia de la idea tan tremendamente sospechosa de «verdad inmutable».
Pienso en la afirmación de Bernhard y me entran deseos casi inmediatos de discutirla, o de matizarla, también de saber cuál fue la siguiente frase que Bernhard dijo, porque tal vez él mismo matizó la anterior. Hay escritores a los que les gusta destruir lo dicho en la frase anterior, especialistas en desmentir lo dicho un segundo antes porque les gusta dudar de la última frase escrita y así poder fluctuar, dudar permanentemente de todo. Ya se sabe que suelen actuar así, y además ya lo dijo Italo Calvino: «El verdadero oficio de la literatura consiste en escribir de tal manera que los demás se pongan nerviosos; en provocar reacciones. Si no, uno se duerme».
Antes de saber si comentó Bernhard algo más, decido cómo matizaría yo su contundente frase. Es maravilloso, en efecto, pensar que la vida tiene fin, pero no tanto que no podamos negociar si queremos que lo tenga o no. De hecho, la situación ideal, la forma de vivir ideal sería que viviéramos como lo hacen algunos novelistas cuando están terminando un libro y llegan a ese momento tan despreocupado en el que escribir es un poco como surfear.
Que vivir fuera como surfear, he aquí algo que estaría muy bien, algo que, de hecho, está al alcance de todos, de todos los que tengan una mente dispuesta para el baile. Fue Alan Pauls quien, preguntado por cómo se sabe que uno ha terminado su novela, habló de la etapa anterior al fin, aquella en la que uno sabe que se dirige ya hacia el desenlace y nota que ha empezado a surfear, en el sentido, dice Pauls, de que la dimensión del trabajo propiamente dicha empieza como a desvanecerse y lo que aparece en su reemplazo es como una especie de invención flotante, uno ya flota sobre lo que ya hizo, sobre un cierto envión, sobre un cierto ritmo, sobre una cierta respiración, y uno tiene la idea de que el libro ya prácticamente se termina solo.
Conozco esa sensación y es enormemente agradable porque paradójicamente, cuando ya no hay vuelta de hoja y sabe uno ya qué es su novela y sabe que hay pocas posibilidades de que esta sea algo distinto de lo que se ve que es, se alcanzan unos grados de libertad inigualables. Es como si uno se molestara en montar la enojosa y ardua trama, se molestara en poner en pie todo el neurótico y puntilloso edificio de su narración para poder gozar al final de una libertad increíble, la que da saber que se puede incluso desmentir todo lo contado antes, o que se puede literalmente bailar sobre lo narrado, dejarse llevar (sin duda, la mejor sensación que hay al escribir), surfear en definitiva.
Saber que uno está terminando, pero aún no ha terminado produce una euforia brutal, pero solo se puede llegar a esa situación si, como dice Pauls, «uno trabajó como un burro antes. Entonces es en ese momento en el que uno ya siente que puede surfear y de lo que se trata ahora no es de fabricar la ola, sino más bien de seguir las mejores olas, las más estimulantes. Es el momento en que uno descubre que básicamente de lo que se trata es de escribir como quien afina. Escuchar una cierta música o una cierta voz que se desprende de lo que uno ya ha escrito».
Una verdad, esa sí que «inmutable» es aquella que dice que en la escritura, al igual que en la vida, no se puede surfear sin haber tenido antes noticia alguna de las virtudes del esfuerzo y de la pasión. Pensar lo contrario equivale a un suicidio, y de hecho ha habido muchos en esta línea. Hay que saber esperar y trabajar como burros hasta lograr la línea de flotación adecuada. Cuando ya fluctuamos, la vida cambia de signo y sonríe, porque le hacen auténtica gracia las verdades inmutables, fijas, eternas. En el centro del remolino de esa gracia, surfeamos y apostamos por ella, por la vida, y recordamos que el ser humano ha creado una fábula, un universo imaginario donde refugiarse por miedo a vivir la vida tal como esta es, porque el universo no es un organismo, sino incertidumbre y caos. En alta mar, sin saber adónde vamos, solo sabiendo que estamos acabando la novela, nos dedicamos a vivir la vida como si fuera una obra de arte inacabada, siempre fluctuante, en permanente cambio, es decir, nos dedicamos a vivir de un modo que, como predicaba Nietzsche, sea deseable vivir sin hastío esta misma vida en una repetición eterna.
Después de pensar todo esto, vuelvo al artículo en la sala de espera y leo lo que comentaba Bernhard. Efectivamente, matiza. «La vida es maravillosa, pero lo más maravilloso es pensar que tiene fin. Este es el mejor consuelo que me guardo en la manga. Pero tengo muchas ganas de vivir. Siempre las he tenido, salvo los momentos en que he pensado en el suicidio».
Terminar una novela es como pensar en el suicidio, lo mismo que empezarla queriendo ya surfear. Mientras nos proyectamos hacia el final de la misma, todo es alegría sobre las olas. Pero si creemos haber encontrado el final absoluto o verdad ya inmutable de lo narrado, no hacemos más que pecar de ingenuidad mortal como todo el mundo, pues en realidad habremos llegado al final del baile, sí, pero solo por no haber sabido recordar a tiempo lo que Voltaire sabía y las incesantes e incansables olas, siempre navegables, saben también: «Nadie ha encontrado ni encontrará jamás».