¿Conqué se comen los dogmas?
En los días que corren, dogma es una palabra maldita, utilizada sin más para denostar y descalificar —generalmente a aquellas personas cuyas ideas están en las antípodas de las nuestras—. Ésto no sucede solamente porque en nuestra época de “tolerancia”, “escepticismo” y “dictadura del relativismo” cualquier cosa que suene a verdad “absoluta” es como la peste y, por tanto, no tiega cabida en una sociedad “moderna” y “democrática”. Más bien, ni siquiera se entiende el significado de la palabra, y mucho menos el concepto. Es más, ni los mismos creyentes medianamente entendidos saben con qué se come un dogma; los “conservadores” los creen por creer y se escandalizan cuando alguien sugiere algo que contradiga el contenido de su catecismo parroquial —o la letra de el Catecismo—, mientras que los “liberales” los cuestionan por “arcaicos” y por haber sido “impuestos desde arriba”…
En su primera acepción, el Diccionario de la Real Academia Española define dogma como: “Proposición que se asienta por firme y cierta y como principio innegable de una ciencia”. En la segunda: “Doctrina de Dios revelada por Jesucristo a los hombres y testificada por la Iglesia”. Mientras que la tercera reza: “Fundamento o puntos capitales de todo sistema, ciencia, doctrina o religión”. La segunda es cuestionable teológicamente —peca de simplista, pero está bien para tratarse de un diccionario—, por lo que me centraré en las otras dos. Un dogma, pues, es la base sobre la que se construye cualquier clase de conocimiento, la salida al sinsentido del escepticismo y el relativismo radicales, empezando por el principio de no contradicción aristotélico. Un gran dogma, el dogma de dogmas, sería, entonces, que las cosas son de una forma y no de otra, que la mayoría de las veces no dan igual. Perro significa eso, un animal que llamamos perro, dog, chien, Hund, cane… Y tan no es una verdad “relativa”, que todos podemos entender la palabra y asociarla con la idea que refiere, a pesar de las diferencias lingüísticas.
Por otra parte, sabemos que la ciencia produce conocimientos perfectibles; no es un sistema cerrado, como tampoco lo es la filosofía. “No hay verdades absolutas para la ciencia”, se dice, y sin embargo la ciencia no podría existir si no diera por sentados algunos “fundamentos capitales” o “proposiciones que se asientan por firmes y ciertas y como principios innegables”… De hecho, lo que hace que la ciencia sea ciencia son varios dogmas, de los que menciono un par de obviedades: 1) la realidad existe y 2) la realidad es inteligible. Por tanto, los seres humanos podemos conocer esa misma realidad, sacar conclusiones en la teoría y/o la práctica y, en última instancia, transformar esa misma realidad. En efecto, la ciencia no persigue ni ostenta verdades inmutables y eternas, pero no puede existir sin varias de ellas y, de hecho, ningún científico que se precie de serlo negaría que la gravedad o la termodinámica tienen su vena dogmática, en tanto que se asientan firme y ciertamente y como principios innegables…
Durante buena parte de la Antigüedad, dogma no significaba sino “opinión fuerte o sólida”. A las cuatro principales corrientes de la filosofía: platonismo, aristotelismo, epicureísmo y estoicismo, se las llamaba “escuelas dogmáticas” precisamente por estar contrapuestas al escepticismo, por afirmar sin más que la filosofía es una perpetua búsqueda —aunque asintótica— de la Verdad. Ya el mismo Sócrates sabía muy bien que la retórica relativista y escéptica de los sofistas no era sino el cáncer que acaba asesinando a la filosofía, y con ella, a todas las ciencias.
Por supuesto, hay que reconocer que, en nombre de opiniones firme e inflexiblemente mantenidas, mucha gente se ha creído con el derecho de imponer esas mismas opiniones por la fuerza, silenciar a los disidentes o, de plano, deshacerse de ellos. De ahí, las malas connotaciones de dogmático o dogmatismo… Si bien resulta curioso que se asocie la inflexibilidad de los dogmas y la sangre derramada por mantenerlos más con la religión que con otra cosa, a pesar de que los dogmas seculares y “científicos” hayan derramado, en conjunto, mucha más sangre y sembrado mucha más injusticia: la “raza”, la “lucha de clases”, la “mano ciega del mercado”… Más bien, a este fenómeno deberíamos llamarle fanatismo o, concediendo, dogmatismo.
Sin embargo, un dogma, correctamente entendido, tiene más bien el significado que para nosotros tiene una arraigada convicción —y, por tanto, algo loable y necesario—. Es más, en el caso de los dogmas cristianos, correctamente entendidos, en vez de ser pretexto para matar e imponer, son dogmas para dejarse matar antes que permitir una imposición, como el “poner la otra mejilla” de Cristo o su versión secular, de la mano de Voltaire: “Puedo no estar de acuerdo con lo que dices, pero daría mi vida por defender tu derecho a decirlo”.
Asimismo, desde la teología, un dogma sintetiza la revelación —y la fe en ella— que ha sido recibida por la comunidad y transmitida a lo largo del tiempo; es la base sobre la que se construye el pensar y el hacer de esa misma comunidad y es el principio constitutivo que le provee de una identidad. Un dogma, como el que define la doble naturaleza de Jesucristo, es una verdad absoluta en tanto que encierra la esencia misma del acontecimiento cristiano. Las herejías no han sido sólo modas y movimientos cuya diversidad debía de ser abrazada, cual reza el dogma posmoderno y las malas teorías de la conspiración, sino que han amenazado con disolver la substancia misma de la fe. De la misma forma que, a pesar de que en la II Guerra Mundial haya sido normal y aceptado el bombardeo indiscriminado de poblaciones civiles, hoy a nadie se le ocurre justificar semejante práctica, pues atenta contra los derechos humanos —feliz dogma de la modernidad—; así el cristianismo jamás ha permitido que se justifique, por ejemplo, que se niegue la completa humanidad y divinidad de Jesucristo, pues el cristianismo dejaría de ser cristianismo: la encarnación y redención serían una farsa o el cristianismo sería idolatría, con la deificación de un hombre que con trabajos llegó a profeta…
La fe, entonces, es una y es constante, ha sido revelada a partir de acontecimientos concretos y ha sido cuidadosamente releída y repensada al correr el tiempo y cambiar de las situaciones. Así, la comunidad ha revisado su legado de fe y, ante retos particulares y dentro de su propio marco cultural, ha trazado límites entre lo que cree y no cree, entre lo que debe hacer o no hacer, lo que, a su vez, ha contribuido a enriquecer el legado de fe. Este proceso es lo que se conoce como Tradición. Y es a la luz de la Tradición, con este método dialéctico nunca exento de conflictos —de ahí las herejías—, en este ir y venir entre Escritura y filosofía, comunidad e individuo, tradiciones y nuevas intuiciones, que se deben leer los dogmas. No son verdades mutables o sujetas a error, como las de la ciencia, pues en ellas se encuentra el núcleo básico de la fe, pero tampoco son verdades cerradas y petrificadas. Se trata, más bien, de una fuente o una mina de la que se extraen agua y metales preciosos.
Los dogmas resumen y sintetizan. Así como la química es una ciencia riquísima, de la que se han escrito miles de libros y sin embargo su base, resumida y sintética, es la tabla periódica de los elementos. Igualmente sucede con el Credo cristiano, que define y ordena las bases del cristianismo, por más que éste vaya mucho más allá, que llene miles y miles de páginas, desde la Biblia a la patrística, la escolástica, los documentos magisteriales o los libros de espiritualidad modernos… Es a partir del “Creo en un solo Dios” que brota el mar de la fe y la teología: el significado de creer, de qué, quién y cómo es ese Dios que sólo es uno…
Los dogmas sólo hacen explícito lo que siempre ha estado implícito en la revelación y la tradición: Jesucristo es hombre y Dios a la vez. María concibió siendo virgen y permaneció como tal, el Papa es infalible, etcétera. Los concilios y los padres de la Iglesia no inventaron estas cosas; sólo se preguntaron por ellas y balbucieron una explicación racional con las herramientas de pensamiento que tuvieron a la mano e influidos no pocas veces por el particular contexto en que vivían. El concilio de Nicea expresó la doble naturaleza con términos de la filosofía antigua: “substancia”, “naturaleza”, “forma”, “accidente”; San Ambrosio interpretó la virginidad de María como “pureza sexual” en medio de un imperio decadente; y Pío IX proclamó la infalibilidad papal justo en el siglo en que la Iglesia se volvió verdaderamente universal y se veía forzada a volverse hacia Roma en aras de unidad y hacia el Papa en aras de un gobierno efectivo… Es decir, que lo mismo que tenía por cierto San Pablo, lo creían Nicea y Ambrosio y Pío IX, y lo mismo hacemos nosotros.
Tenemos, no obstante, el privilegio de contar con nuevas herramientas, además del deber de responder a nuevas preguntas, producto de nuevas circunstancias. Al igual que cuando se redactó el Nuevo Testamento, Jesús sigue siendo hombre y Dios, mas hoy día, después de Darwin y Freud, nada nos dice la “consubstancialidad” acerca de qué significa ser “hombre”. María sigue siendo virgen, a pesar de la revolución sexual haya echado por tierra el patriarcado y el puritanismo —de lo que podría acusarse a Ambrosio—. El decreto de infalibilidad del Vaticano I sigue en pie, por más que el Vaticano II haya insistido en que en el conjunto de los obispos, incluido el Papa, reside dicha infalibilidad.
Los dogmas cristianos, durante veinte siglos, más que permitirle al creyente reposar en los laureles de su fe, lo han empujado a encarar su presente, a releerlo a la luz del pasado y proyectarlo al futuro. Más que doctrinas petrificadas, han sido verdades vivas, causas de peregrinación y motores en la búsqueda de Dios, del Dios que se ha revelado de tal forma que lo mueve a descubrirlo con todas sus fuerzas, incluida, desde luego, la razón.
por G. G. Jolly