Teatro y pueblo
Hugo Gutiérrez Vega
La Jornada Semanal
Una lluviosa noche de septiembre de 1959, los Cómicos de la Legua de la pequeña Universidad Autónoma de Querétaro dimos nuestra primera función en el atrio de ese prodigio de eclecticismo barroco que es la iglesia de Santa Rosa de Viterbo, casa en la que vive la monja que tiene los labios más hermosos del arte colonial.
Fundamos el grupo varias amigas y amigos universitarios, pensando en la hermosa tarea teatral de Enrique Ruelas en Guanajuato, y en la Barraca, la compañía que recorrió la España republicana bajo la dirección de Federico García Lorca. Nuestra idea era llevar a los barrios de la ciudad, a los pueblos del estado, a los sindicatos y comunidades rurales, el mensaje del teatro nacional de España. Cumplimos nuestro propósito y, al año de la fundación, ya recorríamos toda la república invitados por las federaciones de estudiantes o por los sindicatos y ayuntamientos. A veces, los organizadores no lograban sacar para el pago de nuestros discretos gastos. Recuerdo nuestra huída del Hotel Elvira de Torreón: aprovechando la muerte de un huésped, salimos con nuestros bártulos, caminando al lado de la camilla y con rostros dolientes y compungidos. De San Cristóbal de las Casas nos escapamos en la madrugada de un día helado. Para nuestra fortuna, el encargado del hotel dormía profundamente y no escuchó nuestro asfixiado ajetreo. En fin… Cómicos de la Legua como los que recorrían España y sus colonias con tres capas, dos barbas postizas y mucho amor por “la farándula y por la carátula” (Cervantes dixit).
En la función inaugural presentamos Las aceitunas, paso de Lope de Rueda; El juez de los divorcios, entremés de Cervantes, y dos poemas escenificados, “El cántico espiritual”, de San Juan de la Cruz y las “Coplas a la muerte de mi padre”, de don Jorge Manrique. Pienso en mis compañeros de aventura teatral: Paco Rabell, Jorge Galván, Carmen Cepeda, Ignacio Frías, Estela Belaunzarán y Gonzalo Pacheco. Con ellos y con otros amigos hicimos largos viajes, estudiamos las técnicas teatrales (la asesoría de Jorge Galván fue muy importante), discutimos los repertorios, nos divertimos sin medida y trabajamos con vigor y con respeto por el teatro y, sobre todo, por un público que intentábamos formar y acercar a uno de los fenómenos artísticos más próximos a lo humano esencial. Pusimos entremeses de Cervantes, pasos de Lope de Rueda, entremeses de Quiñones de Benavente y de Quevedo; farsas francesas de la Edad Media (el Patelin hecho por Ignacio Frías fue tan memorable como el Corregidor de la Farsa y justicia compuesto con precisos matices por Paco Rabell); La cantante calva, de Ionesco, obras de García Lorca, de Baroja y de Ugo Betti; varias obras de Ruiz de Alarcón; Esperando a Godot, de Beckett (la dirigió Ignacio Frías y participó en la fiesta teatral de Medellín) y mucha poesía en voz alta: Garcilaso, Francis Thompson, Claudel, López Velarde, García Lorca (destaco el “Via Crucis”, de Claudel y “El lebrel del cielo”, de Thompson). Paco Rabell e Ignacio Frías fueron los continuadores de una obra que me precio de haber iniciado. El grupo creció y viajó por el mundo. El repertorio se fue empequeñeciendo y la idea de hacer un teatro al servicio de los jóvenes y del pueblo en general, poco a poco se fue olvidando o convirtiendo en un proyecto distinto. Los cómicos cumplieron ya cincuenta y un años y siguen trabajando en el Mesón que les entregó el Gobernador Mariano Palacios. Hace mucho que no los veo y tengo la impresión de que no están muy interesados en que nos veamos. Tienen razón: a los fundadores se les ponen flores y se procura que no intervengan en las nuevas actividades acordadas por las nuevas gentes. Sigo pensando en las giras a los pueblos y a los barrios, en los niños de Santa Rosa que se sabían de memoria muchos parlamentos de nuestras obras. Pienso sobre todo en un niño de diez años que, al terminar una función, se me acercó y me dijo: “Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar que es el morir.” Le di un beso en la frente y me senté a llorar en la banqueta. La poesía había prendido en ese niño su llama perdurable.
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