La dignidad del canto
En enero murió Francisco Cervantes, cuentista, ensayista, traductor connotado del portugués y una de las figuras más reconocidas y extravagantes de la poesía hispanoamericana.
El abundante anecdotario que ha aflorado a partir de su muerte revela a un hombre de valores arraigados, de afectos y antipatías tajantes y de un trato que podía ser alternativamente huraño o entrañable.
Todos estos rasgos denotan una personalidad peculiar, pero también una elección estética, una asunción, hasta las últimas consecuencias, de la poesía como una ley.
Porque Cervantes fue uno de esos románticos postreros que buscaban una unidad ética entre el creador y su obra, y que aspiraban a que sus dilemas e inquietudes personales alcanzaran una resolución formal y vital en el arte.
Para Cervantes, el poeta no era un mero productor de versos, sino una especie de caballero andante que, con su iracundia o generosidad impulsivas, encarnaba las virtudes del valor y la justicia y no dudaba en explotar contra los necios, los apocados o los avariciosos.
Así, Cervantes hizo de la poesía una norma de honor y de ascetismo que guiaba desde la elección de sus oficios hasta su relación con el medio ambiente literario.
No puede explicarse de otro modo su franqueza y animosidad a veces suicida o su renuncia a las aspiraciones habituales (una familia, un hogar propio, una convivencia pacífica y rentable con la comunidad literaria) para elegir una vida errante y precaria de cantor inconformista.
Por supuesto, aun con su valentía, Cervantes no sería más que una leyenda de la bohemia literaria mexicana si su personalidad e ideario no hubieran cristalizado en una obra poética deslumbrante.
La poesía de Cervantes crea un universo de valores y un lenguaje poético único: por un lado, con su alabanza a los ideales caballerescos y guerreros, revive y redime una cultura heroica, una edad de oro del arrojo y la nobleza de corazón; por otro lado, con la actualización de moldes poéticos antiguos y con la mezcla de sus idiomas electivos —el castellano, el gallego y el portugués—, Cervantes emprende la búsqueda de una expresión en donde la sonoridad, el ritmo y la emoción trasciendan las fronteras idiomáticas y restituyan, al menos por un instante, el ideal de una unidad de la lengua.
Ya desde su primer libro, Los varones señalados (1972), Cervantes canta las aventuras, hazañas y sufrimientos de los caballeros, alaba el heroísmo y el «poder civilizador» de la guerra, evoca el placer embriagante de la batalla y la conquista del respeto, la amistad y el amor; pero no se trata de una mera idealización: los caballeros y trovadores de Cervantes son seres trágicos, con una profunda conciencia de la muerte y la transitoriedad de sus afanes.
Así, la naturaleza libérrima del caballero desconfía en su fuero interno de cualquier dogma o autoridad y cultiva, a veces con una confianza solitaria y temeraria, la fidelidad a sus propios valores.
Por eso, los caballeros, y en general todos los personajes poéticos de Cervantes, son seres que abrazan un vitalismo atormentado y escéptico donde se alternan el amor y el abandono, el goce y la herida, la nostalgia y la celebración del instante, la fe y el nihilismo.
Pero Cervantes no sólo hace una fascinante elegía de un mundo ido, sino que, con su gusto por lo arcaico, se vuelve uno de los más audaces experimentadores con el sonido y el ritmo.
Desde sus primeros libros, Cervantes adopta una sintaxis y una entonación deliberadamente anacrónicas que dotan a su poesía de una insólita musicalidad, pero es tal vez en Cantado para nadie (1982) donde lleva a las mayores alturas su exaltación del canto y la mezcla de idiomas.
En este libro, el canto aparece como una reivindicación de formas antiguas, particularmente de la juglaría gallegoportuguesa (cosantes, cuartetas, cantigas de amigo o de estribillo), a menudo casi ininteligibles para quienes no conocemos esos idiomas, pero cuyo efecto, grato al oído y al sentimiento, surge de un diestro despliegue del oficio poético.
Así pues, podría pensarse en un anhelo de restauración que construye un mundo poético, al mismo tiempo mágico y secular, donde privan los valores ideales, donde el canto es una expresión sencilla y compleja a la vez de la alegría o la añoranza y donde las diferencias entre las lenguas se diluyen en un solo ritmo poético.
Por supuesto, esta confianza en los poderes de la poesía no implica una sacralización y nada más lejos del temperamento de Cervantes que la impostura chamánica con la que todavía muchos poetas sorprenden a los auditorios desprevenidos: Cervantes no busca en la poesía una religión o una salvación, sino simplemente una forma más digna y consciente de existir, de aceptar la fragilidad y el absurdo de la condición humana y de soportar las menguas y humillaciones del tiempo y el azar en nuestras vidas. – Armando González Torres. 2001