ENTRE LENGUAS Y CAMPANAS
Gerardo Esquivel:Gerardo Esquivel:
«Nos formamos a golpes de la vida»
Diario de Querétaro
«El gobernador Camacho decía que la Casa de la Cultura estaba llena de maricones, mariguanos y comunistas, pero eso era porque no podían entender que había otra manera de ser que no fuera la puritana y católica de Querétaro», recuerda con su tradicional estilo, «pero la juventud en ese entonces tenía ganas de cambiar, de ser ellos mismos, de buscar otros derroteros…Ahora todo eso nos parecería un chiste, porque los muchachos de hoy son terriblemente atravesados y violentan mucho las formas».
Gerardo Esquivel habla de aquellos años en los que descubrió una Casa de la Cultura, comandada por las hermanas Paula y Guadalupe Allende, viva e intensa, con talleres novedosos y abiertos a toda la gente; un espacio donde descubrió a un grupo de pintores que al amparo del taller de serigrafía se reunían a crear y que acabaron por marcarlo para siempre.
«Eran Alfredo Juárez, una muchachilla muy joven que se llamaba Lirio Garduño, y en cerámica Gustavo Pérez, que ahora es una gloria nacional», especifica sobre aquella experiencia que le tocó vivir a finales de la década de los setenta. «Como no había maestros, ni escuelas de arte en Querétaro, teníamos que aprender nosotros solos, con textos, con visitas a museos en México, para seguir los pasos de las tradiciones artísticas que nos interesaban para crecer como pintores».
Y explica su trabajo y el de Julio Castillo, con quien compartió por momentos claves un mismo camino, incluyendo aquella enriquecedora experiencia en la innovadora Casa de la Cultura queretana:
«Julio y yo teníamos una relación amor-odio con el arte moderno. Nos interesaban las vanguardias, pero no queríamos seguir las vanguardias, y entonces lo que hicimos fue enriquecernos del arte popular, y de ahí salió un trabajo muy personal que tiene que ver con la modernidad, pero también con la tradición», explica. «No tengo que ser abstracto para ser contemporáneo o moderno, ni tengo que pintar aburridos cuadros hiperrealistas para estar actual; mi trabajo está entre la tradición y la modernidad»
«Nos tocó crecer sin una fuerte tradición artística detrás. Mientras mi maestro hacía santos para las iglesias, en Europa hacían una revolución en el arte», reflexiona, asegurando que los escultores queretanos de talla universal se remontan hasta los «marianos», Perusquía y Arce. «La modernidad se base en la crítica, y ésta no se ve bien en Querétaro, es castigada… Creo que en las artes y en el pensamiento nuestra modernidad está inacabada o nunca existió».
«A mí lo que me interesaba era la tradición del arte popular, que seguía siendo original y novedosa. Me refiero a la juguetería, a la alfarería, al textil, a la que los críticos del arte moderno condenaron a ser artes menores y que han ido rescatando, poco a poco, los artistas», sentencia.
Nacido en una tradicional familia queretana de diez hermanos, Gerardo descubrió su vocación desde temprana edad, pese a que, como dice con un dejo de ironía, «mis papás querían que fuera cura, pero me escapé».
«Estudié en el Salesiano, como todos mis hermanos, en el Queretano de ese entonces, de educación puritana católica. Cuando fui acólito en Santa Rosa de Viterbo veía las esculturas que tenían guardadas en la sacristía; podía entrar al coro bajo, admirar la maravillosa celosía dorada…», me cuenta aún con admiración. «Ver los retablos de cerca era maravilloso, y yo me preguntaba: ¿Quién hizo esto? ¿Cómo pudieron haberlo hecho?».
«Después, cuando tuve diez o doce años, mi papá me llevó con su amigo, que fue además padrino en su boda, Don Jesús Rodríguez, el escultor, y ahí empecé a dibujar en forma», me sigue contando sobre aquella etapa de su vida.
«Ahí aprendí que mi maestro era un artista en serio, dedicado a conservar una tradición, pero con vocación por la enseñanza», recuerda. «Tenía ese don de ir guiando a los que pensaba que podían ser artistas, que tenían talento. Primero nos ponía a dibujar a contraluz, para descubrir cómo la luz construye las figuras, y después nos traía láminas del cuerpo humano, para ver proporciones, y diseños de talla en madera que había heredado de su papá, don Braulio Rodríguez, y que venían desde Tolsá».
Fue también ahí, en el taller y de la mano de don Jesús Rodríguez de la Vega, cuando conoció a Julio Castillo, por entonces un jovencito que trabajaba de obrero en Kellog’s por las mañanas y por las tardes estudiaba dibujo, y que se fue convirtiendo en compañero de andanzas artísticas.
«El maestro nos ponía a dibujar juntos para que compitiéramos, para ver quién era más diestro», sigue platicando sobre aquellos inolvidables años. «Y luego como no había carreras de arte, y mi papá jamás me hubiera pagado mis estudios en La Esmeralda, pensamos que sería bueno hacer del Instituto de Bellas Artes una escuela, y nos empeñamos en eso, pero no pudimos hacerlo».
Cuando le pregunto si la reticencia de su padre a que estudiara pintura le causó algún conflicto, me responde afirmativamente de inmediato, y también agrega: «Tuve que estudiar primero unos dos años de arquitectura en San Luis, y luego aquí en el Tec, porque mi papá quería que tuviera una profesión de bien de la que pudiera vivir. Pero yo ya era pintor y tenía que demostrar que tenía la intención de cumplir con las expectativas de mis padres».
Y luego remata en tono de broma, aunque quizá en serio: «Así, hasta los diecinueve años, cuando me raptó mi primera esposa, y entonces salí de la casa».
Con el tiempo y el trabajo las cosas cambiaron, sin embargo. Así lo reconoce cuando cuenta el gusto que le da a su padre el que siga trabajando en su vocación, y la alegría que le provocó aquel reconocimiento que significó el otorgamiento del Premio Querétaro, en una ceremonia donde también lo recibieron Hugo Gutiérrez Vega y Francisco Cervantes. «Nada menos», dice con una mezcla de sencillo orgullo personal y de admiración por los poetas.
Introvertido de carácter, habitualmente distante de la vida pública, Esquivel sin embargo acepta conversar sobre su vida y su obra, y se explaya al platicarme de su experiencia profesional en Europa.
«Primero se fue Lirio Garduño a París, y ahí vivió dieciocho años. Después se fue Julio Castillo a Holanda, porque se influyó mucho del espíritu libre de Mónica Leo, una holandesa que era pareja de Gustavo Pérez», recuerda. «Yo me fui a Barcelona en el ochenta y cinco, a la Facultad de San Jordi, pero era algo así como La Esmeralda de México: había que seguir al abstraccionismo catalán o al hiperrealismo que venía de Dalí, que era espantoso. Y yo no quería seguir ninguna de las dos escuelas».
Esa postura, según me narra, provocó que se fuera a la Academia Libre de La Haya, en Holanda: «Ahí nos fue muy bien: nos escogieron a Julio y a mí como los mejores del año, nos dieron como premio el pintar unos tableros muy grandes que había en la propia academia, y además nos pagaron dos mil dólares de ese entonces».
«Ya de regreso me tocó organizar un encuentro cuando se inauguró el Museo de Arte», me sigue contando sobre su reincorporación a esta ciudad en la que sigue viviendo. «La primera conferencia fue entre José Luis Cuevas y Raquel Tibol y fue una charla maravillosa, porque hablaban de la modernidad en el arte, del arte militante de Siqueiros y de Orozco, de la libertad personal en el arte… Para mí fue muy revelador el ver a dos personas que admiraba mucho discutiendo en Querétaro sobre el arte de México».
Dice no significarle nada los concursos, y sostiene su dicho con experiencias propias y de las de sus compañeros en el tiempo: «No recuerdo a un pintor característico de esa generación, y sí a varios críticos. En realidad a quienes favorecieron los concursos fue a los críticos de arte que hicieron una burocracia alrededor del INBA y controlaron esos caminos para encumbrar pintores y para hacer que su obra se vendiera en los mercados. En realidad la gente que salió fue la que creció en provincia: Julio Galán, Enrique Guzmán, Enrique Hernández, Gustavo Pérez, Julio Castillo, Delfino García, Rutilio Salinas, Germán Venegas…»
Me narra también su experiencia en el Concurso Nacional de Arte Joven, cuando uno de los dos jurados pintores le confesó que él iba a ganar el certamen, pero que los tres jurados críticos sostuvieron que mejor había que darle el premio a un alumno de La Esmeralda, «porque tiene una carrera y más futuro que este muchacho que es provinciano y al rato deja las artes».
«Pero cuando llegué a la exposición con los trabajos, en el Palacio de las Bellas Artes de México, mis dos cuadros recibían a las personas a la entrada, y luego, al centro al fondo, estaba el ganador», agrega con satisfacción. «Esa fue una gran decisión que nunca se me olvida».
Le pido que me de su opinión sobre las nuevas generaciones de pintores queretanos, cuyo trabajo conoce. Sonríe de inmediato y me da muestras de su optimismo hacia el presente y el futuro del arte en Querétaro:
«Los muchachos están muy bien. Son mi esperanza», afirma convencido. «La modernidad ya está en agonía, y lo que ellos están haciendo es arte contemporáneo, que es una crítica a la modernidad».
«Hay muchos y muy buenos, sin prejuicios y sin miedo», insiste al tiempo que da algunos ejemplos, entre los que destaca a Maja Godoy, de quien asegura «debería estar estudiando en Berlín».
Le pregunto entonces si está de acuerdo con ese dicho sobre los egresados de Bellas Artes de la UAQ, que sostiene que son fiel reflejo de sus maestros más destacados: Jordi Boldó y Santiago Carbonell.
«No, no lo creo», responden contundente, y expone su opinión sobre ambos pintores al señalar que a poca gente le interesa el trabajo creador de Boldó, porque pinta abstracto y «los queretanos quieren que les pintes arte que represente cosas. Esa es una herencia del arte religioso: quieren ver monitos».
«Yo respeto mucho a Jordi. Es muy tenaz y una persona admirable», sostiene con la misma sinceridad que asegura que Carbonell «pinta cosas para vender».
«Yo prefiero un cuadro de Hermenegildo Bustos, que tiene alma, a un cuadro hiperrealista que sigue con la mano la línea de la fotografía que le sirve de base», sigue diciendo sobre la obra de Santiago. «No les veo alma a esos cuadros; les veo una gran destreza».
«Los muchachos que quieren ser artistas se dedican a buscarse a sí mismos y se arriesgan», remata sobre el tema. «Hay muchos talentosos en Querétaro, tienen ganas y creo que tienen con qué».
Finalmente, ya con el tiempo de la charla extinguiéndose, Gerardo Esquivel me habla de sus planes inmediatos, entre los que está trabajar en una nueva serie que ha bautizado como «El mundo al revés». Mantiene la ilusión de regresar a Holanda por algunas cosas que conserva allá, y la de donar una serie de sus trabajos a la Universidad Politécnica de Valencia.
Asegura que se encuentra en buenas condiciones para seguir pintando, aunque reconoce que la salud le ha hecho pasar malos ratos.
«El paso del tiempo me ha cobrado con la salud», dice de despedida. «Uno paga con la salud el haber tenido que cortar caña».