Descálcese quien haya de leer De Profundis:
Está pisando suelo sagrado, pues se trata del templo de la intimidad de un hombre trabajado por el sufrimiento.
De Profundis es una carta que se lee mejor de hinojos.
Hacia el final de su vida, después de haber tenido “genio, un nombre distinguido, alta posición social, brillantez, audacia intelectual”, de haber estado “situado en relaciones simbólicas con el arte y la cultura de su era”, celebrado y tenido por arbiter elegatiarum, Oscar Wilde (1854-1900) ve su existencia reducida a cuatro paredes.
Su trono en las artes se convierte, por obra de la vergüenza, en trono de miseria. Desde la cárcel, Wilde dirige a su amigo Sir Alfred Douglas (“Bosie”, causa de su encarcelamiento y su ruina artística y moral) la misiva más larga de la que tenemos noticia.
Escrita a razón de una página por día (a la que podía acceder gracias a la benignidad del director de la prisión), relata en ella sus propias confesiones que erigió en un templo de humanidad. La tituló Epístola: In Carcere et Vinculis, ironizando sobre la forma de proceder de los Papas y su propia solemnidad.
Fue publicada, después, por Robert Ross bajo el título, con el que mejor se la conoce, De Profundis, relativo al Salmo 129, donde Israel clama por el auxilio del Señor “desde la hondura”.
La historia del cristianismo cuenta en sus filas con un sinnúmero de conversos. La conversión (metanoia), suele entenderse, como San Pablo la plantea, en términos de renuncia a un pasado siempre pecador ante la voluntad de vivir una nueva vida a los ojos de la gracia de Dios.
Tiene, por lo tanto, un carácter de rompimiento dramático con un pretérito placentero, pero detestable, y de construcción, a partir de un nuevo principio, de una vida de fe fundada en el amor de Cristo.
Sin embargo, en su epístola, Wilde nos muestra otro género de conversión o, mejor, revela su auténtico sentido que terminará por conducirlo a él, un hombre originalísimo, inclasificable, a la Iglesia católica en el ocaso de su vida: la profundización en una experiencia fundamental, originaria, sin quiebres narrativos.
Así, concibe sus sufrimientos en la prisión como la continuidad de un proyecto preestablecido, propio: “Esta nueva vida […] no es, por supuesto, nueva en absoluto, sino simplemente la continuación, a través del ahondamiento y la evolución, de mi vida pasada”. Si en los años luminosos de su vida había rechazado el dolor, en la cárcel –en bancarrota, sin un sitio dónde vivir, abandonado de su familia y rechazado por la sociedad, es decir, privado del más mínimo consuelo exterior y de toda libertad– descubre su sacralidad: “Ninguna cosa en todo el mundo carece de sentido, y el sufrimiento, menos que cualquiera”.
Su confesión es, como en Agustín, un trabajo de la gracia. De lo contrario, nunca habría podido comprender que el dolor, lejos de ser un misterio, es “una revelación”. “Si […] el mundo fue ciertamente hecho de dolor, también ha sido creado por las manos del amor, porque de ninguna otra manera podría el alma del hombre, para quien fue hecho el mundo, alcanzar su total plenitud. El placer es para los cuerpos hermosos y el dolor para las almas hermosas.”
Al concluir su lectura, no me explico por qué no hemos difundido más esta carta. No sólo deberían leerla los adolescentes, sino que debería rezársela a los enfermos y a los moribundos.
Profundamente conmovido y, a manera de conclusión, ofrezco este párrafo, cuya hermosura y honestidad es indescriptible:
“Mis dioses moran en templos hechos a mano y mi credo está completo y perfecto dentro del círculo de la experiencia real. Quizá demasiado completo, pues, al igual que muchos o que todos los que sitúan su paraíso en esta tierra, no sólo encontré en él las bellezas del cielo sino también los horrores del infierno.
Cuando pienso en la religión siento el deseo de fundar una orden para aquellos que no pueden creer: la Hermandad de los Huérfanos podría llamarse, en la que, ante un altar en el que no ardiera ningún cirio, un sacerdote, en cuyo corazón no hubiese paz, celebrara la misa con un pan sin consagrar y un cáliz sin vino.
Todo, para ser verdadero, tiene que convertirse en religión.
El agnosticismo debe tener un ritual como lo tiene la fe.
Si ha sembrado sus mártires ha de cosechar sus santos y alabar a Dios todos los días por haberse ocultado a los ojos del hombre.
Pero ya sea fe o agnosticismo, nada debe ser externo para mí.
Sus símbolos tienen que ser de mi creación.
Sólo es espiritual lo que modela su propia forma.
Si no puedo hallar su secreto dentro de mí mismo, nunca podré encontrarlo: si no lo encuentro ahora, nunca vendrá hacia mí”.
Juan Manuel Escamilla