Faustino Armendáriz
Efraín Mendoza Zaragoza
Dentro de seis semanas tomará posesión como octavo obispo de Querétaro don Faustino Armendáriz Jiménez. Relevará a un distante Mario de Gasperín Gasperín, que ejerció esa responsabilidad desde 1989, y a la que dimitió hace un año en acatamiento de una norma canónica que obliga a los obispos a poner a disposición su cargo al cumplir los 75 años.
El nuevo obispo tiene un perfil muy ad hoc para el Bajío, es de bajo perfil, de pensamiento conservador y se muestra proclive a llevar la fiesta en paz con las autoridades. Pertenece al primer círculo del Episcopado Mexicano. Es miembro del Consejo de Presidencia del organismo cúpula del clero, que encabeza el arzobispo de Talnepantla, Carlos Aguiar Retes, y del que es vicepresidente el queretano Rogelio Cabrera López.
Inclinado al estudio de las Sagradas Escrituras, igual que don Mario de Gasperín, el nuevo obispo de Querétaro inició su carrera eclesiástica en los días en que México se incorporaba a la órbita neoliberal, en 1982, de manos del arzobispo de Hermosillo, Carlos Quintero Arce, un clérigo notable en esos años por su identificación con las luchas políticas clasemedieras vinculadas al panismo y sus memorables gestas norteñas.
Muchos todavía recuerdan el discreto encuentro entre monseñor Quintero Arce, el entonces aguerrido panista Adalberto El Pelón Rosas y el cónsul norteamericano, en los días de la dictadura perfecta; tampoco olvidan muchos la irritación que provocó, más recientemente, el hecho de que entre las 34 cartas que la Guardería ABC presentó ante un juzgado para avalar el “buen comportamiento moral” de sus socios estaba precisamente una firmada por el hoy arzobispo emérito de Hermosillo.
Para aproximarnos al perfil doctrinario y al pensamiento político de Faustino Armendáriz, puede ser útil echarle un ojo a las circulares y comunicaciones que dirigió a su feligresía en 2010 y 2011, justo en los días difíciles de una “guerra estúpida” que ha ensangrentado a todo el país, pero de manera especial a Tamaulipas. En ese entorno, en lugar de meterse en problemas Armendáriz Jiménez optó por dedicarse al culto divino. Serán odiosas las comparaciones, no lo sé, pero baste con advertir la recia postura pastoral de obispos como el de Saltillo, Raúl Vera López, que acabó convirtiéndose en uno de los símbolos de la indignación por la tragedia de Pasta de Conchos. O de otros clérigos, como el padre Alejandro Solalinde, símbolo hoy de las luchas de los migrantes centroamericanos en su paso hacia Estados Unidos.
La realidad local prefirió tratarla por encimita. En el mensaje con el que recibió el año nuevo, después de un doloroso y convulso 2010, el obispo no arriesgó ningún diagnóstico sobre las causas de la violencia, como sí suelen hacerlo, por ejemplo, los obispos del sur, y planteó con timidez: “Nuestra mirada hacia el 2011 debe estar puesta, también, en la construcción de la paz, sobre todo en estos tiempos, en que nuestra vida se ha visto trastocada por la falta de ella y por las diversas situaciones que no nos dejan tener paz. De ahí la importancia de evangelizar a nuestras familias, para que ellas sean promotoras y constructoras de la paz”.
La inseguridad, acaso, aparece en su discurso como un desagradable inconveniente para que las peregrinaciones transcurran como antes. La violencia es explicada como una consecuencia de la “cultura de la muerte” y de la “falta de valores”. La misma explicación recibe, por ejemplo, el aborto. Y ante esos fenómenos opone su convocatoria a orar “para que esta situación pase pronto”.
Cuando se conoció la primera masacre de San Fernando, perteneciente a su diócesis, en agosto de 2010, así bordeó el asunto: “Los invito a que nos unamos en oración, pidiendo al Señor de nuestras vidas, acoja a estos hermanos que murieron asesinados, y dé pronto consuelo y resignación a los familiares. Así mismo pido que, junto con cada una de sus comunidades, celebren la Eucaristía de este día y los días subsiguientes, teniendo entre las intenciones de forma especial a los migrantes masacrados, quienes, con el afán de buscar una mejor calidad de vida, la perdieron en el intento. Oremos para que los responsables de buscar la seguridad de la población encuentren las estrategias adecuadas para que cese el derramamiento de sangre y toda violencia; además para que el Señor inspire caminos de bien a quienes la provocan”.
Y cuando se conoció la segunda masacre, apenas el pasado 8 de abril, el obispo tampoco arriesgó un diagnóstico de la violencia ni tocó las estructuras ni las decisiones que la desataron en el país. “Nos da tristeza constatar cómo la cultura de la muerte campea en las comunidades. Sin embargo seguimos confiando en el Dios de la vida y elevamos a Él nuestra oración para que realmente se implementen caminos de justicia, que es uno de los medios de consuelo para los familiares de las víctimas”, dijo. Por supuesto, en lugar de dirigirse a las instituciones y reclamar al Estado cumplan su función básica, clamó: “oramos también para que muy pronto se esclarezca éste y otros lamentables hechos contra la dignidad de la persona humana que tanto siguen lastimando a nuestras comunidades”.
Es más, hace tres meses la prensa local reportó que el obispo Armendáriz se dirigió a los familiares de los 30 mil asesinados en la guerra contra el crimen organizado y los llamó no a organizarse sino a otorgar el “perdón a los sicarios que les quitaron la vida” y sólo reiteró la vaga exigencia de rigor para que se “haga justicia”.
En zonas menos escabrosas, su discurso no sólo es desactualizado, está alejado de las mayorías que se mueven entre el catolicismo cultural, el escepticismo y el anticlericalismo. Cuando fijó su postura sobre las uniones homosexuales se limitó a reproducir el comunicado del Episcopado, por supuesto para rechazar el fallo de la Suprema Corte de Justicia, entre otras cosas, por llamarle “matrimonio” a tales uniones. Y cuando se refirió a los escándalos desatados por la revelación de abusos pederastas en la sacristía, se limitó a negar que tales hechos fueran a tener impacto negativo “en el interés de quienes desean dedicar su vida religiosamente”, pues “la fe y la devoción son llamados que solamente Dios hace a sus elegidos”.
Es evidente, monseñor Armendáriz prefiere otro tipo de causas. Las asistenciales, por ejemplo. Y si es de la mano del poder político, mejor. Por eso acudió solícito a la inauguración del Comedor para Pobres, en Valle Hermoso, apenas el 11 de abril, junto con el alcalde de ese lugar, Efraín de León. Igual que hizo dos meses atrás, el 12 de febrero, cuando sostuvo un encuentro con el alcalde de Río Bravo, Juan Diego Guajardo, durante una celebración litúrgica en una plaza pública.
Plantándose ante la realidad en estos términos es poco probable que la conducción pastoral del nuevo obispo entrañe novedades interesantes para Querétaro. Para Querétaro no en abstracto, para Querétaro y sus movimientos sociales, para Querétaro y su agenda ciudadana. Y no es problema de discurso, es problema de lectura de la realidad y de compromiso. En condiciones como ésta uno suele preguntarse cómo se produce el diálogo entre la institución católica y la mentalidad contemporánea, poco atenta a la prédica que se desentiende del mundo y sus dolencias. Los jóvenes, por ejemplo. ¿Hablarles de demonios e infiernos a los jóvenes cuando 51 de cada 100 no creen en los diablos; cuando 40 no creen en el pecado y 20 no creen en el alma? ¿Con qué discurso encarar la realidad cotidiana de los 550 mil hogares queretanos, cuando 108 mil de éstos son encabezados por mujeres solas?
Sin entrar a la discusión sobre el sentido contemporáneo de las instituciones religiosas, no hay que pasar por alto que en la última década la fuerza del catolicismo descendió 4 puntos porcentuales. De ahí que sea pertinente la reflexión del sociólogo Roberto
Blancarte: «mientras la Iglesia continúe con sus liturgias aburridas, mientras sus representantes no respondan a las necesidades de la gente, y mantengan sus críticas hacia el uso de anticonceptivos o del condón, o que la educación sexual es mala, la gente se va a alejar más y más». Si en esa dirección se continúa, diremos con Blancarte, el catolicismo está destinado a ser abandonado. O seguiremos lamentándonos, como recientemente lo hizo el vocero diocesano Saúl Ragoitia, al recordar que si bien la mayoría de los queretanos se sigue diciendo católica, sólo el 14 por ciento es considerado practicante de su fe.
Ya habrá tiempo para ocuparnos de nuevo del tema, pero estaremos atentos para saber si las primeras palabras de Armendáriz, más allá de la bendición que la prensa local acogió con mucho fervor el 21 de abril, contendrán una definición sobre el papel que propone para la institución católica en las actuales circunstancias, sobre la necesaria distancia del poder, el acompañamiento de los movimientos sociales y la agenda ciudadana. ¿Se atreverá el nuevo obispo a convocar al segundo sínodo diocesano para poner al día a la institución, de cara a las exigencias del siglo? Habrá que recordarle que el primero y único ejercicio colegiado que ha hecho la institución en casi 150 años fue en el lejanísimo 1943. De entonces acá en Querétaro ha llovido intensamente. Dudo que lo anuncie, pero ojalá y nos contradiga cuando decimos que el suyo es un perfil muy ad hoc para el Bajío.