La estrella más brillante se apaga
Severiano Ballesteros muere a los 54 años tras luchar desde 2008 contra un tumor cerebral
CARLOS ARRIBAS
El País
Fiel reflejo de su genio único, Severiano Ballesteros (Pedreña, Cantabria; 9 de abril de 1957) ha pasado por el golf, un deporte reputado por la longevidad de sus practicantes, por la ausencia de barreras de edad para los campeones, y por la vida como una estrella fugaz tan brillante que su reflejo, el recuerdo de sus hechos, aún ciega. A los 19 años, cuando los deportistas de ahora todavía están en la escuela, ganó su primer torneo del circuito europeo; a los 22, cuando empiezan a salir de casa los golfistas de estos días, su primer grande, su primer British; a los 31, cuando muchos jugadores consideran que empieza su época de madurez, su quinto y último grande, su tercer British; a los 50, cuando muchos encaran una lucrativa segunda carrera en el circuito senior, se retiró del golf, y a los 54, cuando para todos comienza lo más interesante de la vida, ha muerto esta madrugada víctima de un tumor cerebral del que tuvo que ser intervenido varias veces en 2008.
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Todo, por seguir llevando la contraria al sentido común, a la existencia rutinaria y gregaria, como la llevó en el campo de golf, en los despachos, en la España de los primeros años del posfranquismo que aún no sabía lo que era Europa.
En Europa, en el mundo anglosajón, sobre todo, no sabían lo que era España, pero sí, y muy bien, quién era Seve.
«Simplemente, soy el mejor deportista de Pedreña», dijo Ballesteros, que nunca perdió el gusto por la provocación inteligente, en una de sus últimas intervenciones públicas. Reclamaba legítimamente un puesto entre los más grandes, un lugar permanente de admiración como el que había conseguido en Reino Unido, donde se le consideraba uno de los mejores deportistas de la historia, si no el más genial; un Picasso capaz de revolucionar y, desde su arte único, descubrir una nueva forma de jugar al golf, una manera que, evidentemente, solo él, sus manos grandes como las de su padre, manos de remero de trainera, de campesino capaz de coger puñados de patatas entre ellas, era capaz de interpretar.
«Me he sentido muy querido, superprotegido, por el público británico. Muchas gracias, pero ahora he comprendido que tengo otras prioridades: mis amigos, mis tres hijos, mi vida privada, mis negocios [su empresa Amen Corner, como los tres hoyos más famosos de Augusta, dedicada a la organización de torneos y la construcción de campos]. Quiero disfrutar de la infancia y la juventud que no he tenido», dijo, su penúltimo discurso nostálgico, articulado, el día que se retiró en el campo de Carnoustie en Escocia, la víspera del Open de 2007, en el que dijo adiós al golf profesional. El mismo escenario en el que jugó un chaval de 18 años, salvaje, su primer British.
Su carrera alcanzó su cenit cuando ganó en Saint Andrews, la cuna del golf, el Británico de 1984 y fue una marcha triunfal hasta 1995 con el Open de España, su última victoria. Desde entonces, los problemas de salud, una espalda machacada -síndrome de todos los jugadores naturales, de todos los que como Ballesteros aprendieron a manejar los palos lejos de la escuela, que construyeron su swing dejando al cuerpo buscar por instinto la manera más eficiente de dar a la bola-, la saturación de objetivos, acabaron desquiciando su juego, descoyuntando su swing. Así, en los últimos años, su figura se ha debatido entre el amor de sus incondicionales, millones, y la tristeza de quienes no podían soportar verle en las últimas posiciones de los torneos.
Adorado entre los británicos
Ballesteros, surgido de la nada, nacido de sí mismo, de la miseria deportiva de la España franquista, como Manolo Santana antes que él, es evidentemente uno de los mejores deportistas españoles de la historia, quizás el mejor, y, aunque su queja sonara a repetida, uno de los menos valorados hasta los últimos años. Quizás porque el golf era, y es aún, un deporte minoritario en España, una cosa de ricos. Y después de Ballesteros solo otro jugador español, José María Olazábal, ha sido capaz de ganar grandes, dos Masters. Por eso, en muchas ocasiones, ha dado la impresión de que a Seve le habría gustado haber nacido en Escocia, donde los campos de golf son tan naturales como en Cantabria los prados. Todavía a los niños británicos, a los aficionados al golf, la pregunta inevitable en las Islas Británicas es: ¿Ballesteros o Faldo? Como Loroño o Bahamontes, Joselito o Belmonte.
Y eso no fue solo por un amor loco, sino por todo lo que significó su figura para el golf europeo, y también el británico, frente al coloso estadounidense. Fue el primer europeo, y el segundo no norteamericano tras el sudafricano Gary Player, que ganó el Masters. Y el más joven hasta que llegó Tiger Woods. Y el más joven ganador del British -hasta Woods- y el primer europeo continental desde 1907. Y más allá de sus cinco grandes, de sus 54 torneos del circuito europeo, de sus más de 90 victorias en todo el mundo, de su forma única, inventiva, imaginativa, the Seve’s way, que dicen los británicos, de enfrentarse a los 18 hoyos, Ballesteros fue grande porque reinventó la Copa Ryder. Convirtió una competición moribunda, en la que tradicionalmente Estados Unidos derrotaba por goleada al equipo que hasta 1983 solo representaba a Reino Unido e Irlanda, en uno de los momentos cumbres del calendario deportivo. «Y, sin embargo», reconoció en su despedida, «al principio ni prestaba atención a la Ryder. La descubrí y me hice un incondicional. Mi mejor recuerdo: el privilegio de jugar en ella junto a Olazábal».