Minas donde caminas
Hermann Bellinghausen
La señora Margarita Zavala, esposa del Presidente, dijo el 4 de mayo que las drogas son la esclavitud de este siglo”. Se equivoca, en tan sólo un reflejo de lo mucho que se equivoca su consorte; no son gente que entienda.
La esclavitud el siglo XXI en México es… la esclavitud. En menos de dos décadas ha crecido exponencialmente la cantidad de mexicanos que viven esclavizados, en nuestro territorio y el vecino del norte.
Se trata de una tendencia histórica nueva que contradice a nuestro siglo XX, y en varios sentidos al XIX.
De qué otro modo explicarse la avalancha destructiva de los poderes contra las leyes laborales y agrarias que protegían derechos dolorosamente conquistados por generaciones de trabajadores y campesinos.
Cada vez más, las obscenas reformas multipartidistas aniquilan los logros de nuestros padres y abuelos.
Ahora fue la explosión de un pozo carbonífero en Sabinas, Coahuila; no sólo una tragedia, todo un escopetazo de escándalos, un encueramiento de la vergüenza nacional (que de por sí nos la encueran a diario). La minería legal, semilegal o ilegal nos carcome la tierra de una manera que amerita el nombre de atroz. Está arrasando, primero cultural y luego literalmente, con el campo. Son millones de hectáreas entregadas por toda clase de vías y triquiñuelas, libre de impuestos, a la extracción de oro, plata, carbón y cualquier cantidad de minerales exóticos o vulgares.
La esclavitud se ha extendido a través de otras depredaciones. Todo un capítulo sórdido y a la alza es la servidumbre sexual, en grandes franjas del país emputecido, ya en pleno folclor. Pero la otra gran esclavizadota (en el sentido clásico del esclavo que se apaña, vende, usa y desecha) la ponen las agroindustrias. En dos vertientes, que por mero formalismo diferenciamos entre legal e ilegal. La primera, controlada por macroempresas mundiales, mercantiliza y uniforma cultivos y modos de producción, absorbiendo inmensas extensiones de tierra y un número imprecisamente grande de esclavos, que en muchos casos fueron antes dueños de esas tierras, o bien migrantes, alguna vez dueños de otras tierras. La segunda industria agrícola, la del narco, también esclaviza, también arrasa y atrapa migrantes. Dos maneras de “privatizar”.
Todo por el dichoso negocio. Y como de descomponer se trata, se paramilitarizan o pulverizan las comunidades, se les mete por la vía mala al “mercado”, a donde llegan derrotadas de antemano, y enseguida pierden la tierra. Para eso se desmantelaron, a partir de 1992, las leyes producto de victorias históricas. Y lo que falta por desplumarles. Otros métodos de despojo los alimentan los desarrollos turísticos, ecocidio y genocidio “benignos”. La implantación de los biocombustibles. La construcción de hidroeléctricas, que para fines prácticos son un tsunami sin antídoto posible. Pero volvamos a las minas, retratan la avaricia enloquecida del capital mejor que nada.
Hoy el oro vale más que nunca en la historia. Y México juega lindo: malbarata o regala la mitad de Chihuahua y San Luis Potosí (va por Guerrero) para que las empresas internacionales (canadienses de preferencia) se lleven el valioso metal. Y como no hay llenadera, ahora ya “concesionamos” la plata de Virikuta, el maravilloso desierto del altiplano potosino, santuario de pueblos mexicanos que, a diferencia del gobierno y sus socios, sí aman nuestro suelo, lo respetan, les sobran motivos para resistir la depredación impuesta por el gobierno antinacional de Felipe Calderón, las trasnacionales, la milicia y la policía crecientes. Y también al extremo opuesto, que se toca con el primero, le muerde la cola: el “crimen organizado”, que quema miles de hectáreas de bosques (ver la sierra de Arriaga en Cohahuila), y si puede no dejan piedra sobre piedra. Ríete de Atila. Estos hunos (y aquellos otros) aportan ceniza, cianuro, pavimento, y sus coadyuvantes balas y guillotinas (¿o con qué se decapita cristianos?); para el negocio no hay mejor lubricante que la sangre derramada.
Pero simpático el Estado mexicano. Luego compra el oro que regaló y lo paga a precio de ídem con nuestro dinero (¿o es de lavandería?) en nuestras narices, y lo presume, para ponernos en segundo en lugar latinoamericano en reservas áureas, y en uno de los últimos lugares de igualdad; nomás Haití es más desigual.
Por eso les resulta jugosa la guerra. No tienen prisa por pararla. La muerte es el supremo negocio. En ciertas cosas nos parecemos también al Congo (y no sólo a Colombia). ¿Es casualidad que Chihuahua, nuestro primer productor de oro, viva en la peor guerra? Ciudad Juárez es más que una metáfora del oro y la mierda. No sólo coleccionamos millonarios asquerosamente ricos, también estamos boyantes en cuerpos sin identificar (o sin aparecer: desaparecidos). Los tráileres frigoríficos transportan hoy carne humana podrida. Antes se destinaban sólo a la fresca, y de vaca. El matiz importa. ¿O ya no? Viva el oro. Bang Bang.