Museo Soumaya:
visita
Teresa del Conde
La Jornada
Cuando se empieza a asistir al museo de Plaza Carso, se tiene la impresión de que aun guarda condición de proyecto y ya se irá viendo la evolución.
La recomendación para quienes desean adentrarse con ánimo de aprehender las colecciones, consiste en realizar una primer visita en sentido global, después de haber visitado previamente el edificio (muy bello y original, sobre todo por afuera), así como el espacioso vestíbulo, donde una versión de El pensador, de Auguste Rodin, es la pieza princeps que recibe al visitante.
Allí se ven dos versiones en bronce del Laocoonte del Belvedere (Vaticano) y de La Piedad, de Miguel Ángel, en Nuestra Señora de las Fiebres en San Pedro. Causan desconcierto a quienes conocen los originales, porque los originales son de mármol y ahora se las ve en bronce, excesivamente oscuras. A mí me parece que el hallazgo en ese espacio es el mural en mosaico de Diego Rivera en dos vistas.
El cuadro apaesado de Tamayo que hace frontis desde el interior, disminuyó en talla si es que uno inicialmente se acostumbró a verlo en el Sanborns de Los Azulejos.
A continuación mi sugerencia es tomar el elevador a la planta 6, donde se exhibe el nutrido conjunto de esculturas. Son originales múltiples.
A Rodin puede vérsele igualmente representado en Filadelfia y en menor medida en otros museos internacionales de varias latitudes. Esto es legitimado y sucede porque así lo quiso Rodin, quien asentó que sus obras podían guardar diferentes dimensiones con objeto de que fueran apreciada en países y públicos diversificados.
El principal acompañante que tiene en este sentido tridimensional es Salvador Dalí, autor de algunas piezas francamente cursis, como la de la mujer de la cuerda o como la supuesta Alice in Wonderland, de 1977, en bronce dorado.
Sin embargo, los relojes blandos volumétricos sí proceden, no tanto su homenaje a Benvenuto Cellini con El Perseo, de Florencia, porque la pátina es brusca o desangelada, como me temo que lo es también la de otros bronces.
En cambio, las cerámicas de Carpeaux, apeadas en bases de diferentes alturas, son todas deliciosas.
El conjunto es susceptible de ser disfrutado y admirado principalmente por un público que hasta la fecha no ha tomado suficiente contacto con obras escultóricas y hay también algunas tallas, generalmente glosas o versiones de esculturas famosas. Escuché a una guía explicar al público, exclusivamente femenino, la historia de Apolo y Dafne, pero con pocas alusiones a la escultura de Bernini en la galería Borghese de Roma. Se trata de una réplica de dimensiones reducidas cuyo autor de finales del siglo XIX es Eugenio Batiglia.
Lo que conviene hacer es bajar por la rampa, como se hace cuando se visita el Museo Guggenheim de Nueva York, la diferencia es que en esta etapa tal recorrido no ofrece visiones de obra, pero es acertado que en cierto momento aparezcan carteles que reproducen algunas obras relevantes de la colección, porque así los visitantes van haciendo ojo y buscan encontrarlas.
La siguiente planta proporciona la visión formidable de un cuadro mural de Siqueiros como elemento principal; es la pieza que mayormente campea en esa sección y le está anexa otra del mismo pintor que me pareció muy importante: Picadores de piedra, de 1931, en óleo sobre yute.
Es urgente que esta pieza sea reenmarcada, el marco que la acompaña es ínfimo y además está descuadrado por arriba. Volteando la vista en sentido opuesto se encuentra un préstamo de la Fundación Blaisten: Desnudo rosa con abanico, de Alfonso Michel (1935).
Los ojos persiguen un buen pendant: Las sandías, 1957, de Roberto Montenegro hacen contrapunto al boceto al gouache de La vendedora, 1954, de Tamayo.
De Diego Rivera me pareció estupenda la cabeza de niña en carbón y siena sobre papel, de 1939, cerca hay un Tamayo muy mexicanista (que guarda paralelo con algunos Siqueiros de la misma época) de 1934. Me parece acertada la selección elegida para ocupar esos espacios.
El mejor Soriano que ofrece esa sala de algún modo da la espalda al espectador, debido a su colocación en el envés de la mampara que ostenta otro Soriano. Tampoco resulta visualmente muy conspicuo el elefante de Toledo, un gouache de 1978.
Esta planta no es la única que ofrece piezas mexicanas, sea de la modernidad que de otras épocas, pues en la siguiente las hay y es un acierto que se entreveren con modernidades de otras latitudes, de modo que a la hermosa y pequeña acuarela de Marie Laurencin, Ronda de niñas, le es vecino el tríptico de Ángel Zárraga, sobre San Jorge.
En otro artículo intentaré comentar otros highlights de esta colección, que es ciertamente ecléctica y en eso está su interés. Incluso el muy curioso marfil y bronce de Louis Barrias, que representa a una joven de Bou Saada en la planta de las esculturas, es un interesante testimonio de eclecticismo.