Mis experiencias
con los doctores
Mark Twain
La Jornada Semanal
Tenía siete años cuando estuve a punto de irme al cielo. No entiendo por qué no me fui; estaba preparado, era parte de mi rutina. Estuve enfermo una buena parte de esos siete años y, sin darme cuenta, adquirí el hábito de estarlo. En aquellos tiempos la religión estaba hecha casi exclusivamente de fuego y azufre, motivo que alentaba para la preparación y que nadie ignoraba, salvo los más insensatos. Siendo honesto, debo reconocer haber descuidado ese asunto alguna vez cuando me sentía bien. No recuerdo la enfermedad que casi me lleva de este mundo, pero sí qué lo impidió: media taza de aceite de ricino, solo, sin melaza y sin ningún otro atenuante. Muchos endulzaban el aceite, pero yo no era de ese tipo. Sabía que nada podía hacerlo soportable dada mi enorme experiencia en la materia; bebí barriles enteros en mi época. No barriles, tarros; pospongamos las exageraciones para una mejor ocasión.
El aceite de ricino me salvó. Cuando empecé a morir, la familia se congregó para el acontecimiento. Estaban acostumbrados, y yo también. Había interpretado el papel estelar tantas veces que sabía qué hacer en cada escena sin ensayarlo, a pesar de ser tan pequeño, y ellos… ellos podían hacer los papeles secundarios hasta en sueños. Se quedaban dormidos con frecuencia mientras yo me moría. Al principio me afectaba mucho, después dejó de importarme. Me las arreglaba para que alguien los sacudiera y yo continuaba con mi representación. Recuerdo las escenas perfectamente hasta el día de hoy.
El doctor Meredith era nuestro médico familiar en aquel entonces, y es probable que se haya mudado del pueblo de Florida a Hannibal al mismo tiempo que nosotros, para mantener mi costumbre. Pero no, esa no puede haber sido la razón. En aquel período geológico temprano, al galeno se le pagaba anualmente, y él mismo preparaba los medicamentos, así que Meredith no tenía motivo para verme a menos que estuviera enfermo. Debe haber intentado matarme con cierta frecuencia. Hubiera sido lo más natural teniendo una familia que mantener y siendo un hombre juicioso y bien intencionado. Jamás lo logró. Una de las grandes ironías del destino fue que su hijo Charles me rescató de un arroyo, el Bear Creek, medio minuto antes de que muriera ahogado. Nunca volvió a sonreír.
Consideremos la sabiduría y rectitud de la vieja costumbre de pagar al médico anualmente. Daba seguridad tanto para su economía y dignidad, como para la salud de la familia: el galeno percibía un sueldo fijo y seguro, lo cual era muy favorable para él; la familia quedaba a salvo de sus invasiones innecesarias, y sólo dios sabe el enorme beneficio que esto representaba.
Veamos la diferencia con los tiempos actuales. ¿Cuál es la costumbre universal de un médico con pocos pacientes? Visitar sin tregua al enfermo cuando ya no es necesario, y cobrar todas las veces; casi como regla –y me atrevería a obviar el “casi–, uno se ve obligado a la desagradable tarea de despedirlo. Como consecuencia, la idea de llamarlo de nuevo es abominable, y uno lo va posponiendo el mayor tiempo posible hasta antes de estar en peligro.
Hago esta acusación deliberadamente, y está fundamentada en cuatro fuentes: mi propia experiencia, la de mis amigos, los comentarios mordaces de ciertos galenos renombrados de Londres y Nueva York, y las editoriales de las publicaciones sobre medicina. El doctor sabe de nuestro miedo a despacharlo antes de tiempo, y se aprovecha de manera muy poco honorable de nuestra aprensión.
El que es eficiente y dedicado no visita más de lo necesario. Apenas se siente seguro, dice: “No volveré, a menos que me mande llamar.” En Hartford, nuestro viejo médico familiar, el doctor Taft, empleaba esta frase con frecuencia. Jamás logramos que su descuidado sucesor la pronunciara.
Hace ocho años (en 1895) regresé de Europa y viajé directamente a Elmira en Nueva York. Aquella noche (el 26 de mayo), mientras me daba un baño de tina, descubrí una mancha redonda, plana y rosada del tamaño de una moneda de 10 centavos en la parte externa del muslo. A la mañana siguiente nos instalamos en East Hill y llamamos a un médico (Theron Wales), quien diagnosticó un furúnculo incipiente. Comenzó a tratarlo, y comenzó a hablar. Sostenía que el furúnculo siempre había sido el maestro del género humano hasta que, por gracia de dios, pasó a ser uno de sus miembros. A continuación peroró sobre sus numerosas victorias, furúnculo por furúnculo, nombrando al dueño de cada uno de ellos, describiendo minuciosamente el lugar de anidamiento y los ingeniosos métodos empleados para llevarlos a un final feliz y espectacular. Era un hombre sumamente aburrido, por naturaleza y por adopción, y un viejo amigo de la familia al que no quedaba más remedio que soportar; aunque debo confesar que entre él y mi furúnculo elegiría siempre la compañía del segundo. Tenía las características propias de todos los médicos faltos de pacientes que he conocido: tedioso, sin ingenio, aficionado a los lugares comunes, entusiasta de su propia conversación, se quedaba eternidades y era mortalmente aburrido.
Presumía de una enorme experiencia y sabía menos de furúnculos que nuestra cocinera, antes esclava, Aunty Cord. Jamás hizo algo que ella no hubiera hecho con la misma o mayor eficiencia. Recurrió al antiguo método: una rebanada de carne de puerco salada, y venía a supervisar su “trabajo” todos los días; es decir, a mirar, cosa que el gato hubiera hecho con los mismos resultados, y no se diga la cocinera –y además gratis. Procedió a extirparlo y se presentó a diario durante todo un mes. En ocasiones, para cambiar la curación –cosa que también podría haber hecho la cocinera–, pero la mayor parte del tiempo sin ningún motivo, como no fuera para agotarme con sus visitas de dos horas y su conversación insulsa. Fueron tantas las consultas sin justificación, que decidí tomarlas como visitas sociales para no tener que despedirlo.
Cobró por cada una de sus odiosas apariciones y, por si fuera poco, con un aumento de una tercera parte por no ser residente. Me enteré de este detalle –desfalco diría yo–, hace apenas seis meses.
Este ladrón aún mantiene la costumbre de visitar a sus pacientes cuando sus servicios ya no son necesarios, y cobrar por cada una de sus visitas, hasta que la familia sospecha y termina despidiéndolo.
Jamás curó mi furúnculo. Lo veló durante días, como un ángel de la guarda de los furúnculos, tierno e ignorante. Después empecé un viaje con mi familia para dar veintitrés conferencias durante veintitrés noches. El ritual de atender la caverna dejada por el absceso continuó hasta que finalmente sanó y pude subir sin ayuda al barco en Vancouver.
Los furúnculos se reproducen cuando son tratados por ladrones: el primero nació en el barco y fue operado en Sydney; el segundo en Melbourne, pero tuvo la suerte de ser atendido por un médico con una gran experiencia, Fitz Gerald, quien prometió curarlo en veinticuatro horas, cumplió su palabra y además nos enseñó su arte. Uno por uno, acabamos con todos los parientes conforme fueron apareciendo. Solamente uno vivió dos días. El experto de Elmira me había cobrado 135 dólares por no curar un furúnculo. Si no hubiera tenido que partir para dar las conferencias, seguiría lucrando a mis expensas.
Aquella sanguijuela sabía que yo había heredado una cuantiosa deuda, y que emprendía esta gira de conferencias alrededor del mundo para pagarla con mis peroratas. Pero ni eso frenó sus visitas y su piratería. Decidí no volver a ser residente en la Sunday School que él dirigía, y cumplí mi palabra. Sin embargo, jamás pertenecí a ella.
Es un pésimo negocio adquirir el viciode enfermarse, y es muy difícil renunciar a él. De los siete a los cincuenta y seis años me dio por estar bien. Prácticamente no supe que existieran las enfermedades en todo ese tiempo. Y de pronto llegó el cambió. Vivíamos en Berlín. Una noche helada di una conferencia con el objeto de recaudar fondos para una iglesia inglesa o estadunidense, en una sala tan caliente como el infierno. Durante el regreso a casa me congelé. Estuve treinta y cuatro días en cama con una severa inflamación pulmonar. Ahí empezó todo. Mi pulmón no volvió a ser el mismo, y ahora cada vez que pesco un catarro desciende de inmediato a los tubos bronquiales y me veo obligado a llamar al plomero. Rectifico, solía llamarlo, porque al descubrir que aliviar, acortar o curar la enfermedad eran tareas imposibles; dejé de hacerlo. Decidí permitir que la tos saliera a ladridos a su antojo y desapareciera por agotamiento. Este proceso lleva seis semanas. Antes de rendirme, había experimentado con diez médicos en distintas partes del mundo.
A principios de 1896 pesqué una gripa en Ceilán. Al llegar a Bombay, unos días después, mis tuberías requirieron la presencia del plomero. Llevaba el elegante nombre de Sidney Smith. Tomé su repugnante medicina durante siete días sin mejorar un ápice y me deshice de él. Me cobró el doble por las consultas por no ser residente. Esa era la norma, se me informó. Siguiendo esa lógica tendría que haberme cobrado el doble por ser presbiteriano. Le pagué la mitad.
Ladré a mi público en distintas ciudades de India durante seis semanas hasta que la tos expiró. Después recaí en Londres. Parsons, el primer médico que me atendió, me dijo que no veía que mejorara y se retiró de la batalla honrosamente; el otro, Ogilvie, llegó a la misma conclusión pero en secreto. Decidió ignorar la enfermedad y visitarme a diario para atosigarme durante una hora con viejas anécdotas que él disfrutaba enormemente. Fui engañado de nuevo, y una vez más como protección, intenté tomar sus aburridas visitas como eventos sociales, hasta que me di cuenta de que, en mi estado tan frágil, el agobio de su presencia era un claro peligro, así que reuní los remanentes de mi poder de decisión y le pedí que no volviera. También me cobró la tarifa completa por cada visita, sabiendo que incluso cobrar la mitad era un acto descarado de deshonestidad.
Traducción de Lucinda Gutiérrez