México minado
Ojarasca
La Jornada
Si como propone el poeta wayuu Miguel Ángel López-Hernández, somos la primavera de nuestros muertos, basta ver estos rostros que no vemos de los niños de Cherán para entender (los pueblos siempre lo han entendido) que la tierra no es nuestra, sino de los que siguen.
La Tierra, ciudades incluidas. La tenemos de encargo. Se las estamos cuidando. Y esa es una grave responsabilidad.
Bien que sabemos que los indígenas no cuentan. Y menos en México, donde aunque les regateen cifras e identidades, siguen siendo la cuarta parte de todos los indígenas americanos, y sin duda los mexicanos que mejor defienden al país, de tan sólo defenderse.
Los sentimientos colectivos de “¡ya basta!”, “nunca más un México sin nosotros”, que hallan su eco en “estamos hasta la madre”, “ni una más”, han permeado a contrapelo la conciencia nacional. Atrapado como está el país en el peor vendaval capitalista de la historia, ubicado en el mero corazón del cataclismo, donde al “choque de culturas” del pensamiento colonial le viene a salir el chirrión por el palito. Somos el catálogo de muestra de lo que puede resultar el mundo futuro si no detenemos al neoliberalismo brutal.
Un México minado por el criminal contratismo minero promovido por el Estado. Deglutido por la avaricia turística. Por los monocultivos castrantes y los transgénicos grilletes esterilizantes. Los arrasamientos carreteros, hidroeléctricos, industriales. El endeudamiento eterno, los pagarés de la guerra múltiple, que finalmente es contra el pueblo. Contra las mujeres. Contra los teritorios indígenas. Contra la educación, y peor si es intercultural o autónoma. Los pagarés impagables.
Los desarrolladores en el poder que van vomitando planes por donde pasan están asesinando la tierra, y no sólo a la bola de cristianos que vivimos en ella.
Eduardo Galeano, al visitar solidariamente el campamento (“acampe”) del pueblo qom en el centro de Buenos Aires, hace unas semanas, en una entrevista de banqueta con Indymedia Argentina lo decía inmejorablemente:
Los indígenas no son el problema de las Américas sino que son la solución. Tenemos que aprender de ellos.
Esas voces que resuenan desde el pasado más remoto pero hablan al futuro de la comunidad de la naturaleza y todas las personas.
El suyo es el mejor de los mensajes: somos todos parientes de todo lo que tiene piernas, pero también patas, alas o raíces.
La defensa del agua, los bosques, la tierra, es también nuestra defensa.
El planeta puede ser salvado siempre y cuando escuchemos las voces nunca escuchadas, las más despreciadas.
Los que más voz tienen son los no escuchados, rodeados del desprecio general, casi silencio.