Identidad y Redes Sociales
La dictadura de la transparencia
Fabrizio Andreella
La Jornada Semanal
La Jornada
1. Amistades y contactos
En enero de 2009, en ocasión de la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales, el Papa envió el mensaje “Nuevas Tecnologías, nuevas relaciones.
” En aquel documento recordaba a los creyentes que el “anhelo de comunicación y amistad tiene su raíz en nuestra propia naturaleza humana”.
“El concepto de amistad –continuaba el jefe de la Iglesia católica– ha tenido un nuevo auge en el vocabulario de las redes sociales digitales que han surgido en los últimos años”.
En el mensaje del 24 de enero de 2011 para el mismo evento, Benedicto XVI ya no hace referencia a la noción abstracta de amistad, más bien utiliza la palabra en plural y entre comillas para añadir que “el anhelo de compartir, de establecer ‘amistades’, implica el desafío de ser auténticos, fieles a sí mismos”.
“Amistades”, o sea “contactos”, o sea los social media. El lenguaje es adecuado al paso de los tiempos, y sobre todo consciente del desafío antropológico de la era digital. El Papa debe haber leído la revista Time que en diciembre de 2010 designó como “hombre del año” a Mark Zuckerberg.
El pontífice sigue en su análisis advirtiendo que no hay que “ceder a la ilusión de construir artificialmente el propio ‘perfil público’”.
El humorismo alemán del vicario de Cristo me permitirá opinar que Benedicto XVI es el “perfil público” del señor Joseph Ratzinger, y que su sutileza profesoral me ofrecerá la oportunidad de señalar la correspondencia entre los “falsos ídolos” bíblicos y los “falsos perfiles” digitales.
¿Es acaso una actualización lingüística de los mensajes de las Sagradas Escrituras? ¿El becerro de oro es hoy un avatar?
Y si, como escribe el Papa, “el valor de la verdad que deseamos compartir no se basa en la popularidad o la cantidad de atención que provoca”, ¿qué significa entonces confiar a los jóvenes “la tarea de evangelizar este ‘continente digital’”?
2. Ídolos y perfiles
Ahora bien, el tema de fondo del discurso papal es muy importante y central en el debate sobre el mundo creado por internet. Es el tema de la identidad y autenticidad en el ambiente virtual. Benedicto XVI lo aborda con la pregunta: “¿Quién es mi prójimo en este nuevo mundo?” Yo creo que la interrogación aún más primordial y necesaria es: “¿Quién soy yo en este nuevo mundo?”
Soñar con una identidad distinta de la que tenemos o creemos tener, siempre ha sido algo ineludible para el hombre y su evolución. El punto es que la relación con realidades y dimensiones ajenas siempre ha sido un espacio donde se asientan poderes con derecho de arancel aduanero para cruzar aquella frontera. Religión, ciencia, política, arte, espectáculo, deporte: el acceso a cualquier mundo tiene sus aduaneros.
Al contrario, las redes sociales de internet son, o parecen ser, zonas francas libres de impuestos donde se puede comprar barato una nueva identidad. En las relaciones virtuales cada quien puede compartir y contemplar el mito de sí mismo. En mi “falso perfil”, yo soy lo que la gente ve de la interpretación de mí mismo que entrego al mundo. En Facebook yo soy la suma de las miradas ajenas sobre mi vida compartida. La popularidad, el número de “contactos” que tengo decreta mi valor virtual (que es un poco como medir la capacidad amatoria de un macho, no por la satisfacción de su pareja sino por la cantidad de números telefónicos de chicas en su agenda). La reputación es la clave de acceso para pasar al nivel sucesivo de ese videojuego que es la vida digital autocomplaciente.
El narcisismo que puede provocar esta situación abre espacio para unas preguntas preliminares sobre el problema del prójimo digital subrayado por el Papa: ¿El sujeto virtual está realmente dispuesto a encontrar al otro, o se vuelve objeto virtual que trata solamente de ser deseado y contemplado por el otro? ¿La vecindad digital es un monasterio de eremitas voyeristas y exhibicionistas, un peep show de solitarios amontonados?
En el mundo digital, el hombre ya no es distinto ni de Dios ni de los animales, porque desvanece lo que separa lo humano de lo divino y de lo animal: el cuerpo y la conciencia de la propia identidad
3. Máscaras y metamorfosis
De hecho, los perfiles que creamos en internet son máscaras imaginarias que necesitamos para enfrentar el mundo. Hay que recordar que la palabra “persona” indica originariamente la mascara teatral que cubre el rostro del actor. Y si la etimología es una especie de regresión psicoanalítica colectiva, queda claro que es sólo una cómoda ingenuidad creer que antes de la era digital no existieran máscaras en las relaciones entre el yo y el mundo.
«La popularidad, el número de “contactos”
que tengo decreta mi valor virtual (que es un
poco como medir la capacidad amatoria de
un macho, no por la satisfacción de su
pareja sino por la cantidad de números
telefónicos de chicas en su agenda»
La máscara es antigua como el hombre y ha tenido funciones rituales y religiosas esenciales. Era el instrumento utilizado para salir de la realidad espacio-temporal y comunicarse con lo divino, o más bien, para llenarse de divinidad ocultando la humanidad del rostro. Así que en ciertos casos la máscara no sirve para esconderse sino para revelarse. Y se puede llegar a decir que es una forma de conocimiento de la verdad del ser.
A través de la metamorfosis se toma una distancia de las acostumbradas ideas que uno tiene de sí mismo y se puede ver lo que se oculta en los sótanos de la conciencia ¿Acaso Gregor Samsa no se conoció a sí mismo a través de un enorme insecto innombrable?
4. Intimidad y exhibicionismo
A diario la así llamada sociedad de la información bombardea el diálogo interior de todos con sondeos, estadísticas, encuestas y tests que nos obligan a medir nuestra experiencia intima con una supuesta “normalidad” (afectiva, sexual, estética y de actitud) y a confrontaciones difíciles y a veces embarazosas.
A todo eso hay que agregar el inmortal y exitoso género literario de las confesiones, hoy íntimas y picantes como nunca antes gracias a una sinceridad exhibicionista que celebra una impúdica transparencia o, si se prefiere, una valiente y generosa ofrenda de lo más íntimo que uno tiene.
¿Cuál es el caso de Angie Jackson, que en Twitter relató su aborto con la píldora RU-486 publicando una ráfaga de mensajes de 140 caracteres que detallaban a sus followers en directo los pensamientos y los miedos que la angustiaban, los calambres y las hemorragias que la atormentaban?
Cada quien tendrá su respuesta, lo cierto es que muy frecuentemente Twitter no es más que un reality show radical-chic donde reina la necesidad de poner bajo los reflectores algo de nosotros –lo que sea– para que nuestra existencia se refleje y luzca ante la curiosidad ajena.
Este deseo de visibilidad es una necesidad colectiva desde que los medios masivos han tomado el papel del Registro Civil para las “actas de nacimiento mediático”.
5. Celebridad y anonimato
Quien no tiene particulares virtudes que exhibir (habilidades, belleza, pedigrí) revela su interioridad, su insignificancia cotidiana, sus vergüenzas familiares y ruindades personales. Son los instrumentos para salir del anonimato y narcotizarse con la celebridad. La paradoja es que el aplauso se puede conseguir sobre todo exhibiendo una torpe mediocridad o un repugnante descontrol.
Como dice el escritor de divulgación científica Steven Johnson, las redes sociales son un “valle de íntimos desconocidos”. Allí anonimato y celebridad se acercan y, a veces, se confunden para crear ese oxímoron sociológico que es el “desconocido famoso”.
En programas de televisión como El gran hermano o en redes sociales como Facebook, el exhibicionismo de quien realiza el producto mediático y el voyerismo de quien lo consuma se justifican mutuamente. La intrepidez para el primero y la sensibilidad para el segundo son las banderas izadas para legitimarse y ennoblecerse.
Hoy la salida del gran dolor del anonimato (porque todavía muy pocos lo entienden como un lujo y un privilegio) empuja a mucha gente sin arte ni parte a buscar la celebridad con la aniquilación de su pudor. Son los nuevos proletarios que ya no venden a la producción industrial su mano de obra a cambio de un salario, sino que ofrecen su intimidad a la producción mediática a cambio de la popularidad.
6. Colectivizar y privatizar
Es curioso que en una época sin rivales para el capitalismo, que tiene como tótem la propiedad privada, lo más privado –lo íntimo– se haya venido transformando en algo público, visible y exhibido.
La colectivización de lo privado realizada por el capitalismo mediático tiene entre sus realizaciones más exitosas el kolkhoz de Facebook, la monumental granja donde todos cultivan las relaciones bajo la vigilancia de un capataz invisible: los ojos de todos.
Los medios de producción ya no son la tierra o las maquinarias, y no ha sido la dictadura del proletariado quien ha venido a nacionalizarlo. El nuevo medio de producción es la intimidad (en particular el dolor y el sexo), que realiza cotizadísimas narraciones absorbidas con voracidad por los nuevos consumidores de la sociedad del espectáculo 2.0. La dictadura de la transparencia mediática se ha encargado entonces de socializar la intimidad. Nos hemos acostumbrado a considerar las preguntas morbosas que le hace un periodista a un hombre avergonzado y desesperado como si fuera un derecho de crónica. Quizá sería necesario privatizar un sector económico estratégico y muy lucrativo: la intimidad. Los Chicago Boys tendrían algo con lo cual rescatar sus errores de juventud.
Sentimientos e intimidades están a la venta y la mercadotecnia ya abre caminos para apoderarse de los frágiles productos inmateriales escondidos en el alma de la gente común. La falta de cualquier pudor genera un valor económico y por ello la vida privada ha sido colectivizada como si fuera un bien de propiedad pública.
Más embarazosa es la confidencia íntima y más redituable será su venta en el mercado mediático, donde la cuota de pantalla es el juez inapelable que decreta el destino de una confesión pública.
El poder de lo visible y el prestigio de la visibilidad han revolucionado el sistema de valores individuales y sociales: el nudismo psicológico ya es una actitud virtuosa que invade los medios de comunicación.
7. ¿Arte y democracia?
Se puede concluir que casi cien años después del urinario de Marcel Duchamp, y cincuenta años después de la Mierda de artista, de Piero Manzoni, gracias al sistema de consumo mediático y al abarrotado mundo digital, el arte ha llegado a ser popular en un sentido muy novedoso y peculiar. El objeto artístico serializado es la emoción provocada en el público, o mejor dicho, es el espectador mismo. La obra de arte en la era de su reproducción técnica somos, al fin, nosotros.
No ha sido un artista conceptual quien ha realizado esa obra; son los 600 millones de “contactos” que a diario se construyen a sí mismos y al mundo tecleando incansablemente en sus páginas de Facebook el retrato de vidas cotidianas que recuerdan las ruinas imaginarias de Giovanni Battista Piranesi.
La democracia de la red es que el objeto de entretenimiento de la muchedumbre es la muchedumbre misma. El circo postmoderno, la pantalla que todo mundo mira, es un espejo que se mueve sobre la muchedumbre y que refleja pedazos de ella, o sea miembros de esa multitud que por breve tiempo consiguen llamar la atención del espejo titiritero.