México: laboratorio de la violencia
Bernardo Barranco V.
La Jornada
Muerte y brutalidad son representaciones vivas que definen el México contemporáneo. Los hechos y fenómenos sociales que, por su significación y frecuencia, caracterizan a una época a través de los cuales se expresan las necesidades y las aspiraciones de una colectividad es lo que en el mundo cristiano se llama: «signos de los tiempos». Juan XXIII recuperó esta vieja noción bíblica para convocar a un nuevo concilio.
La violencia, la inseguridad y la zozobra son elementos que conforman nuestra realidad cotidiana actual. Los ciudadanos vivimos bajo el terror de una violencia desatada bajo el signo de la muerte. No sólo están las 50 mil personas asesinadas, hecho de suyo lamentable, sino la extinción de los signos vitales de una sociedad que hasta hace muy poco se presumía sana. Percibimos, efectivamente, indicios de descomposición de un cuerpo social que ha ido sucumbiendo a los tumores cancerosos de la violencia, la corrupción y la impunidad. Padecemos la violencia como una patología social.
Las comunidades humanas se organizan en torno a acuerdos sociales, impregnadas a su vez de tradiciones morales, normas éticas que se plasman en reglas jurídicas como base de la convivencia armoniosa y sustento de su propia supervivencia.
La irrupción de la violencia en el México moderno ha trastocado las formas de sociabilidad; la violencia en sí, sea la del crimen organizado o la institucional, es por naturaleza excluyente. La violencia es exclusión no sólo porque somete o desaparece algo o a alguien, sino porque se transgrede conscientemente el orden establecido. ¿Se podría decir que el ser humano por naturaleza es violento? ¿Y que todas las normas morales, éticas y jurídicas están establecidas para controlar, administrar y contener esa violencia?
Pongámoslo de otra manera. Hay una relación radical entre moral y violencia; la moral no existe solamente porque los seres humanos sean violentos, sino porque son capaces de distinguir lo correcto e incorrecto, lo bueno y lo malo, lo justo y lo injustificable. La moral y la violencia surgen de una tensión de significados en un espacio de sentidos donde se reconoce a la inclusión como condición de supervivencia de los grupos humanos y personas que integran la sociedad. La violencia y la prevaleciente cultura de la muerte son responsabilidad de todos nosotros como sociedad, pero las clases dirigentes tienen la mayor exigencia y peso en el proceso de degradación que vivimos; incluso las propias iglesias que se llenan la boca ahora, condenando la violencia y la ausencia de valores.
Las teologías de la muerte han exaltado el martirio como prueba. La experiencia de la cruz como signo de sufrimiento y sometimiento, pero al mismo tiempo el sacrificio como signo de triunfo de la vida sobre el mal. México sufre como Job en la Biblia. El concepto vida en el judaísmo, olam habáh, o «mundo por venir», es una noción fundamental equiparable a la inmortalidad del alma; igualmente en el Islam se proclama la vida eterna como triunfante sobre la muerte que sucederá a la resurrección y al juicio.
La religión de Jesús, en particular su alianza, es un pacto de vida en la tradición de muchos cristianos. Él ha venido –dice el Nuevo Testamento–: «para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn. 10,10). Por ello el tema de la vida es crucial para muchos movimientos religiosos cristianos, tanto conservadores como progresistas, como signo distintivo del discipulado de Jesús es condensado en el profeta Jere-mías, quien plantea: «Así dice Yahvé: practiquen la justicia y el derecho, liberen al oprimido de manos del opresor, no exploten al emigrante, al huérfano y a la viuda, no derramen sangre inocente en este lugar» (Jer. 22, 3). En estas religiones, sus sectores más conservadores y radicales reprochan a la modernidad haber vaciado la historia de los valores y de la moral social religiosa, exaltando, por el contrario, los derechos del individuo.
La consecuencia más dramática de la exacerbación del individualismo no es tanto el nihilismo, como Nietzsche había previsto, sino el «crepúsculo del deber», expresión de Gilles Lipovetsky para referirse a la «la ética indolora de los nuevos tiempos democráticos» (Le crépuscule du devoir, París, Éditions Gallimard, 1992).
Esta concepción está abriendo el camino a las más variadas formas de violencia, desde la sutil hasta la multifacética brutalidad; según este enfoque, la violencia brota espontáneamente de la frustración casi sistemática de las expectativas forjadas como necesidades de realización materiales, y por esto es aún más atroz como resultado de las injusticias, de la monotonía y del vacío creado por la búsqueda frenética de satisfactores. Solución: el regreso casi teocrático a los valores religiosos.
El indignante acontecimiento en el casino Royale de Monterrey nos lleva a lamentar el costo de vidas inocentes. Nos lleva a preguntarnos nuevamente por la estrategia de seguridad. Con desespero presenciamos la incapacidad de la clase política para enfrentar con generosidad un reclamo generalizado de la sociedad. Los políticos medran con sus negociaciones y pactos de poder, cálculos electorales y posicionamientos de grupos, postergando soluciones reales; hemos visto, escuchado y leído lamentos por este hecho como si fueran ajenos a lo que ahí sucede.
Es necesario fortalecer una cultura de la vida, la cual se construye con educación y la promoción de los valores de los derechos humanos; impulsar los principios de la no violencia, inspirados en Gandhi y Martin Luther King, así como fomentar las significaciones éticas de una sociedad laica y tolerante.
México no aspira a ser territorio de guerra ni un contradictorio laboratorio social del asesinato ni de la violencia. Se requieren ya acciones políticas.