La muerte de Artemio Cruz
Carlos Fuentes
«El yaqui hablaba con los ojos cerrados.—Los que quedamos fuimos arrastrados auna fila muy larga y desde allá, desde Sinaloa, nos hicieron caminar hasta el otro lado,hasta Yucatán.—De cómo tuvieron que marchar hasta Yucatán y las mujeres y los viejos y losniños dela tribu se iban quedando muertos. Los que lograron llegar a las haciendashenequeneras fueron vendidos como esclavos y separados los esposos de sus mujeres.De cómo obligaron a las mujeres a acostarse con los chinos, para que olvidaran sulengua y parieran más trabajadores…—Volví, volví. Apenas supe que había estallado la guerra, volví con mis hermanosa luchar contra el daño.El yaqui rió quedamente y él sintió ganas de orinar. Se levantó y abrió la braguetadel pantalón kaki; buscó un rincón y escuchóel chapoteo contra el polvo. Frunció elceño pensando en el desenlace acostumbrado de los valientes que mueren con unamancha húmeda en el pantalón militar. Bernal, ahora con los brazos cruzados, parecíabuscar, a través de los altos barrotes, un rayo deluna para esta noche fría y oscura. Aveces, ese martilleo persistente del pueblo llegaba hasta ellos; los perros aullaban.Algunas conversaciones perdidas, sin sentido, lograban atravesar las paredes. Él seespolvoreó la túnica y se acercó al joven licenciado.—¿Hay cigarros?—Sí… creo que sí… Por aquí andaban.—Ofrécele al yaqui.—Ya le ofrecí antes. No le gustan los míos.—¿Trae los suyos?—Parece que se le acabaron.—Puede que los soldados tengan cartas.—No; no me podría concentrar. Creo que no podría…—¿Tienes sueño?—No.—Tienes razón. No hay que dormir.—¿Crees que algún día te vas a arrepentir?—¿Cómo?—Digo,de haber dormido antes…—Está chistoso eso.—Ah, sí. Entonces más vale recordar. Dicen que es bueno recordar.—No hay mucha vida por detrás.—Cómo no. Ésa es la ventaja del yaqui. Puede que por eso no le guste hablar.—Sí. No, no te entiendo…—Digo que el yaqui sí tiene muchas cosas que recordar.—Puede que en su lengua no se recuerde igual.—Toda esa caminata, desde Sinaloa. Lo que nos contó hace un rato.—Sí.—…»
RayuelaNovelaCap. 10
Julio Cortázar
«Las nubes aplastadas y rojas sobre el barrio latino de noche, el aire húmedo con todavía algunas gotas de agua que un viento desganado tiraba contra la ventana malamente iluminada, los vidrios sucios, uno de ellos roto y arreglado con un pedazo de esparadrapo rosa. Más arriba, debajo de las canaletas de plomo, dormirían las palomas también de plomo, metidas en sí mismas, ejemplarmente anti-gárgolas. Protegido por la ventana el paralelepípedo musgoso oliente a vodka y a velas de cera, a ropa mojada y a restos de guiso, vago taller de Babs ceramista y de Ronald músico, sede del Club, sillas de caña, reposeras desteñidas, pedazos de lápices y alambre por el suelo, lechuza embalsamada con la mitad de la cabeza podrida, un tema vulgar, mal tocado, un disco viejo con un áspero fondo de púa, un raspar crujir crepitar incesantes, un saxo lamentable que en alguna noche del 28 ó 29 había tocado como con miedo de perderse, sostenido por una percusión de colegio de señoritas, un piano cualquiera. Pero después venía una guitarra incisiva que parecía anunciar el paso a otra cosa, y de pronto (Ronald los había prevenido alzando el dedo) una corneta se desgajó del resto y dejó caer las dos primeras notas del tema, apoyándose en ellas como en un trampolín. Bix dio el salto en pleno corazón, el claro dibujo se inscribió en el silencio con un lujo de zarpazo. Dos muertos se batían fraternalmente, ovillándose y desentendiéndose. Bix y Eddie Lang (que se llamaba Salvatore Massaro) jugaban con la pelota I’m coming, Virginia, y dónde estaría enterrado Bix, pensó Oliveira, y dónde Eddie Lang, a cuántas millas una de otra sus dos nadas que en una noche futura de París se batían guitarra contra corneta, gin contra mala suerte, el jazz.
— Se está bien aquí. Hace calor, está oscuro.
— Bix, qué loco formidable. Poné Jazz me Blues, viejo.
— La influencia de la técnica en el arte —dijo Ronald metiendo las manos en una pila de discos, mirando vagamente las etiquetas—. Estos tipos de antes del long play tenían menos de tres minutos para tocar. Ahora te viene un pajarraco como Stan Getz y se te planta veinticinco minutos delate del micrófono, puede soltarse a gusto, dar lo mejor que tiene. El pobre Bix se tenía que arreglar con un coro y gracias, apenas entraban en calor zás, se acabó. Lo que habría rabiado cuando grababan discos.
— No tanto —dijo Perico—. Era como hacer sonetos en vez de odas, y eso que yo de esas pajoterías no entiendo nada. Vengo porque estoy cansado de leer en mi cuarto un estudio de Julián Marías que no termina nunca.»