El capitalismo como religión y el neofranciscanismo como su disciplina
Maciek Wisniewski*
A cien días del relevo en el Vaticano el nuevo Papa cautiva sobre todo con sus gestos. Desde los fieles hasta los teólogos de la liberación como Leonardo Boff u otros disidentes como Hans Küng, casi todos se dejaron seducir. Francisco estableció un estilo sencillo y austero: evita prendas adornadas, optó por un anillo y una cruz de plata, calza zapatos negros viejos, rechazó un lujoso apartamento; más de una vez dijo que quiere una «Iglesia pobre y para los pobres». Como recuerda Damián Pierbattisti, Michel Foucault en Vigilar y castigar (1975) define el poder disciplinario como «la anatomía política del detalle»; no había últimamente otra ocasión donde aquella definición se vea con tal nitidez como con Francisco ( Página/12, 28/3/13).
Para estar claro: los gestos y los símbolos son importantes (lo dice el mismo Foucault). El elogio a la pobreza, humildad y sencillez que predicaba Francisco de Asís, como subraya Küng ( El País, 10/5/13) también, sobre todo si pensamos en Benedicto XVI con su muceta y zapatos rojos a la medida. En este sentido el encanto de Francisco reside hasta ahora en las diferencias con su(s) predecesor(es) y en lo superficial (para más, habrá que esperar). Pero si es verdad que las épocas de crisis –como la de hoy– permiten ver las cosas con más claridad, entonces necesitamos una mirada más amplia. La «austeridad papal», más que desnudar los mecanismos del orden dominante, los encubre.
Si algo abunda hoy es el anticapitalismo superficial: de todos lados se escuchan quejas por los «excesos» de empresas, bancos y mercados. Este tipo de crítica «moral» es también la de Francisco. El Papa pide «justicia social», cuya falta resulta en desocupación ( La Jornada, 1/5/13); instruye al clero a «aprender de la pobreza de los humildes» y a «evitar ídolos del materialismo que empañan el sentido de la vida» ( La Jornada, 9/5/13); pide «reformas al sistema financiero para distribuir mejor la riqueza» y condena «la tiranía del dinero y mercados». «La antigua veneración del becerro de oro ha tomado una nueva y desalmada forma en el culto al dinero», dice ( La Jornada, 17/5/13).
El mejor ejemplo de lo inocuo de esta crítica: Angela Merkel se reúne con Francisco y dice que «el Papa tiene razón» ( La Jornada, 19/5/13). Lo verdaderamente subversivo sería si el Papa argentino indicara por ejemplo el camino latinoamericano: la solución política a la crisis (sobre la que la UE calla) y un nuevo contrato social (todos están ocupados en destruir el viejo). Pero Bergoglio siempre estuvo de espaldas a los gobiernos populares, como los kirchneristas, a los cuales nunca ha reconocido por sacar a Argentina de la debacle 2001/2002 (él mismo en aquel entonces se limitó a distanciarse de los responsables y a llamar a la «resurrección moral del país»). Al no hablar de la «lección argentina» (la decisión acerca de la deuda, la importancia de la inversión social) o de los movimientos que hoy se oponen a la austeridad, con su «culto de la pobreza» sólo ofrece un componente espiritual a la «austeridad autoritaria» en Europa.
Si bien Francisco va más allá de Benedicto XVI (que cuando estalló la crisis sólo moralizaba sobre la «excesiva avaricia y consumismo»), acercándose a la crítica soft del capital de Juan Pablo II (que de todos modos destacaba en los 80 y 90), se queda corto comparado con el enfoque sistémico de la teología de liberación (Bergoglio siempre se encontraba en los antípodas de esta corriente; hoy sus representantes le dan el voto de confianza «por el bien de la atormentada Iglesia»). Como bien apunta Michael Löwy, el nuevo Papa sigue la tradicional doctrina social de la Iglesia, donde los pobres son sólo objetos de caridad y compasión, no sujetos de su propia historia que deben liberarse, estando muy lejos por ejemplo del pensamiento de Hugo Assmann o Franz Hinkelammert. Éstos, vinculando el catolicismo con el marxismo desarrollaron una crítica del capitalismo como una «falsa religión», donde los ídolos del dinero, la ganancia y la deuda, como los del Antiguo Testamento exigen sacrificios humanos, imagen empleada por Marx en El capital ( Le Monde, 30/3/13).
Francisco critica el culto al dinero («becerro de oro»), pero no cuestiona nuestra fe en el capitalismo. Su neofranciscanismo no es una herramienta de liberación, sino una nueva estrategia de disciplina; no está dirigida al sistema, ni a los banqueros, sino a la gente común. Es un mecanismo de contención que pretende hacer la crisis más manejable y hacernos asumir sus costos (lo que sería una paradoja ya que el gesto original de San Francisco, nacido en una familia de empresarios proto-capitalistas, fue profundamente antisistémico). La «austeridad papal» como «la política de detalle» foucaultiana pretende enseñarnos las bondades de «vivir con menos» y de «pedir menos» (sueldo, prestaciones, derechos, servicios), a contentarnos «con lo poco que hay» y neutralizar a la vez el potencial político de la pobreza.
Giorgio Agamben leyendo a Walter Benjamin y su texto El capitalismo como religión (1921) –comentado también extensamente por Löwy– subraya que su análisis y comparación cobran incluso mayor relevancia después de que fuera cancelado el patrón oro y aumentara el papel de la deuda. Pero la más iluminadora fue su intuición de que el capitalismo como religión «no tiende a la redención sino a la culpa, no a la esperanza sino a la desesperación, no a la transformación del mundo sino a su destrucción» ( Rebelión, 14/5/13). Incluso pocos marxistas, en su mayoría cegados por la «acumulación de las fuerzas productivas», lo veían así, y no es sólo la ceguera del nuevo Papa. Pero la disciplina neofranciscana seguramente ayuda a hacer más suave nuestro viaje al precipicio (en un tren llamado «progreso», por supuesto).
*Periodista polaco