La Montaña Mágica (fragmentos)
de Thomas Mann
«Lo más curioso era que el orador siempre empleaba la palabra «amor» en un sentido sutilmente ambiguo, de manera que nunca se sabía del todo a qué se refería, si un sentimiento piadoso o una pasión carnal…y ese vaivén producía una especia de mareo. (pag 182)
«El doctor Krokovski habló de formas aberrantes del amor, de variantes asombrosas, torturadas y aun siniestras de su naturaleza y su omnipotencia. De todos los instintos naturales – aseguraba -, era el más voluble y sensible, poseía una inclinación natural al extravío y una funesta perversión, lo cual no tenía nada de extraño, pues ese poderoso impulso era muy complejo y – por armónico que pareciese el conjunto – su misma esencia estaba compuesta por infinidad de facetas, por infinidad de perversiones.» (pag 183)
«Esa lucha entre las fuerzas de la castidad y el amor – pues de una lucha se trataba – ¿Cómo terminaba? Aparentemente con la victoria de la castidad. El temor, el decoro, el asco escrupuloso y el trémulo deseo de pureza han reprimido el amor y lo han mantenido encadenado a las tinieblas, concediendo que – a lo sumo se realizasen y se tomase conciencia de sus desordenados impulsos, en parte, pero desde luego, no con toda su fuerza y su ingente pluralidad. Por ende, esa victoria de la castidad sólo es aparente, una victoria pírrica, dado que el impulso amoroso no se puede domeñar, no se puede violentar; el amor reprimido no muere; vive y, aun en la más secreta oscuridad, aspira a realizarse; rompe la mordaza de las castidad y vuelve a salir a la superficie, si bien en una forma diferente, irreconocible… (pag 184)
«Luego el doctor Krokovski dijo:
— Bajo la forma de la enfermedad. – El síntoma de le enfermedad era el reflejo de una actividad amorosa reprimida, toda enfermedad es una metamorfosis del amor.» (pag. 185)«Y eso lo hacían en el mundo entero para excitar el deseo de los hombres. «¡Dios mío, qué bella es la vida!» – pensó-. Y es bella, precisamente, por cosas tan sencillas como que las mujeres se vistan de forma seductora; pues, en efecto, eso era un hecho dado por supuesto y tan comúnmente reconocido que uno apenas lo tenía en cuenta y convivía con ello sin presentarle especial atención.» (pag 186)
«Luego no había vuelto a su lugar de origen; se quedó allí, quizás porque no quiso alejarse de la tumba de su mujer, aunque el factor determinante fue menos sentimental: él mismo se vio afectado por la enfermedad, según su propia opinión científica, aquél era su lugar. Así pues, se instaló allí como uno de esos médicos que comparten los sufrimientos de quienes reciben sus cuidados; no como alguien que, a salvo de la enfermedad, la combate desde su condición de hombre libre e intacto sino como quien porta sus signos en su propio cuerpo.» (pag 191)
«Así pues, aquel espíritu revolucionario y aquellos manejos de conspirador del abuelo Settembrini, como pronto supieron, estaban estrechamente ligados a un profundo a amor a su patria, a la que deseaba ver libre y unida. Es más, aquellos actos sediciosos habían sido el fruto y la consecuencia de su sentimiento patriótico y, por extraña que pareciese a ambos primos tal mezcla de espíritu revolucionario y patriotismo – pues ellos tenían la costumbre de identificar el patriotismo con un sentido conservador del orden -, no podían dejar de reconocer que, en las circunstancias y en la época de referencia, la rebelión quizás había sido el reflejo del verdadero deber cívico y la lealtad a las instituciones el de una funesta indiferencia acacia los problemas de la vida pública.» (pag. 221)
«…y todos los que habían recibido la luz aún debían realizar grandes y nobles esfuerzos hasta que alumbrase el día en que las monarquías se hundiera, incluso en aquellos que no habían tenido ni un auténtico «siglo XVIII» ni un auténtico 1789.
– Pero ese día llegará – dijo Settembrini, y sonriendo bajo su bigote-. Llegará, sino sobre las alas de la paloma, sobre las del águila, llegará con la aurora del hermanamiento de todos los pueblo, bajo el signo de la razón, la ciencia y el derecho. Traerá consigo la santa alianza de la democracia de los ciudadanos: esplendorosa contrapartida de la infame alianza de los príncipes y sus gabinetes, de los que el abuelo Guiseppe en persona fuera enemigo mortal; en una palabra: La República Universal.» (pag 227)«Pero ¿qué era el humanismo? El amor a la humanidad, nada más, y por eso mismo el humanismo también era política, también era rebelión contra todo cuanto mancillara y deshonrara la idea de humanidad.» (pag 228)
«No sólo el humanismo, sino la humanidad en general, toda la dignidad humana, el respeto hacia lo humano y el respeto al hombre por el hombre mismo; todo eso era inseparable de la palabra, y se hallaba, por tanto, estrechamente ligado a la literatura…(«¿lo ves?», diría después Hans Castorp a su primo, «¿Ves cómo en la literatura sí son importantes las bellas palabras? Me di cuenta enseguida.») Y de la misma manera, la política estaba ligada a la palabra, o más exactamente, nacía de la unión de la humanidad con la literatura, pues las bellas palabras daban luz a las bellas acciones.» (pag. 230)
«-No pretendo endulzar las formas particulares que la crueldad natural de la vida adopta en el seno de su sociedad. Sea como fuere, esa crítica a la crueldad no deja de ser una crítica bastante sentimental. Usted apenas se ha atrevido a formularla por miedo a sentirse ridículo, y si lo ha hecho es porque no se encuentra allí. Con razón prefiere dejar las críticas a la responsabilidad de los que no participan de esa afanosa vida dentro de la sociedad. El hecho de que la formule ahora hace patente cierto distanciamiento de esa vida por su parte; y me agradaría mu poco ver que va en aumento , pues quien se acostumbra a formular críticas fácilmente acaba perdiendo el contacto con la vida, con la forma de vida para la que ha nacido. ¿Sabe usted ingeniero, lo que significa «perder el contacto con la vida»? Yo lo sé. Lo veo todos los días aquí arriba. Como mucho al cabo de seis meses, el joven que llega aquí (y casi todos los que vienen son jóvenes) pierde el interés por todo lo que no son sus flirteos y su temperatura. Y como mucho un año después, ya no son capaces de pensar en otra cosa y juzgan «cruel» cualquier otro pensamiento, o más exactamente, equivocado e ignorante de la «realidad». (pag.301)
EN BUSCA DEL TIEMPO PERDIDO
(FRAGMENTO)
Marcel Proust
Mucho tiempo he estado acostándome temprano. A veces apenas había apagado la bujía, cerrábanse mis ojos tan presto, que ni tiempo tenía para decirme: «Ya me duermo» . Y media hora después despertábame la idea de que ya era hora de ir a buscar el sueño; quería dejar el libro, que se me figuraba tener aún entre las manos, y apagar de un soplo la luz; durante mi sueño no había cesado de reflexionar sobre lo recién leído, pero era muy particular el tono que tomaban esas reflexiones, porque me parecía que yo pasaba a convertirme en el tema de la obra, en una iglesia, en un cuarteto, en la rivalidad de Francisco I y Carlos V. Esta figuración me duraba aún unos segundos después de haberme despertado: no repugnaba a mi razón, pero gravitaba como unas escamas sobre mis ojos sin dejarlos darse cuenta de que la vela ya no estaba encendida. Y luego comenzaba a hacérseme ininteligible, lo mismo que después de la metempsicosis pierden su sentido, los pensamientos de una vida anterior; el asunto del libro se desprendía de mi personalidad y yo ya quedaba libre de adaptarme o no a él; en seguida recobraba la visión, todo extrañado de encontrar en torno mío una oscuridad suave y descansada para mis ojos, y aun más quizá para mi espíritu, al cual se aparecía esta oscuridad como una cosa sin causa, incomprensible, verdaderamente oscura. Me preguntaba qué hora sería; oía el silbar de los trenes que, más o menos en la lejanía, y señalando las distancias, como el canto de un pájaro en el bosque, me describía la extensión de los campos desiertos, por donde un viandante marcha de prisa hacía la estación cercana; y el caminito que recorre se va a grabar en su , recuerdo por la excitación que le dan los lugares nuevos, los actos desusados, la charla reciente, los adioses de la despedida que le acompañan aún en el silencio de la noche, y la dulzura próxima del retorno.
Apoyaba blandamente mis mejillas en las hermosas mejillas de la almohada, tan llenas y tan frescas, que son como las mejillas mismas de nuestra niñez. Encendía una cerilla para mirar el reloj.
Pronto serían las doce. Este es el momento en que el enfermo que tuvo que salir de viaje y acostarse en una fonda desconocida, se despierta, sobrecogido por un dolor, y siente alegría al ver una rayita de luz por debajo de la puerta. ¡Qué gozo! Es de día ya. Dentro de un momento los criados se levantarán, podrá llamar, vendrán a darle alivio. Y la esperanza de ser confortado le da valor para sufrir. Sí, ya le parece que oye pasos, pasos que se acercan, que después se van alejando. La rayita de luz que asomaba por debajo de la puerta ya no existe. Es medianoche: acaban de apagar el gas, se marchó el último criado, y habrá que estarse la noche enteró sufriendo sin remedio.
Me volvía a dormir, y a veces ya no me despertaba más que por breves instantes, lo suficiente para oír los chasquidos orgánicos de la madera de los muebles, para abrir los ojos y mirar al calidoscopio de la oscuridad, para saborear, gracias a un momentáneo resplandor de conciencia, el sueño en que estaban sumidos los muebles, la alcoba, el todo aquel del que yo no era más que una ínfima parte, el todo a cuya insensibilidad volvía yo muy pronto a sumarme. Otras veces, al dormirme, había retrocedido sin esfuerzo a una época para siempre acabada de mi vida primitiva, me había encontrado nuevamente con uno de mis miedos de niño, como aquel de que mi tío me tirara de los bucles, y que se disipó .fecha que para mí señala una nueva era. el día que me los cortaron. Este acontecimiento había yo olvidado durante el sueño, y volvía a mi recuerdo tan pronto como acertaba a despertarme para escapar de las manos de mi tío: pero, por vía de precaución, me envolvía la cabeza con la almohada antes de tornar al mundo de los sueños.
Otras veces, así como Eva nació de una costilla de Adán, una mujer nacía mientras yo estaba durmiendo, de una mala postura de mi cadera. Y siendo criatura hija del placer que y estaba a punto de disfrutar, se me figuraba que era ella la que me lo ofrecía. Mi cuerpo sentía en el de ella su propio calor, iba a buscarlo, y yo me despertaba. Todo el resto de los mortales se me aparecía como cosa muy borrosa junto a esta mujer, de la que me separara hacía un instante: conservaba aún mi mejilla el calor de su beso y me sentía dolorido por el peso de su cuerpo. Si, como sucedía algunas veces, se me representaba con el semblante de una mujer que yo había conocido en la vida real, yo iba a entregarme con todo mi ser a este único fin: encontrarla; lo mismo que esas personas que salen de viaje para ver con sus propios ojos una ciudad deseada, imaginándose que en una cosa real se puede saborear el encanto de lo soñado. Poco a poco el recuerdo se disipaba; ya estaba olvidada la criatura de mi sueño.
Cuando un hombre está durmiendo tiene en torno, como un aro, el hilo de las horas, el orden de los años y de los mundos. Al despertarse, los consulta instintivamente, y, en un segundo, lee el lugar de la tierra en que se halla, el tiempo que ha transcurrido hasta su despertar; pero estas ordenaciones pueden confundirse y quebrarse. Si después de un insomnio, en la madrugada, lo sorprende el sueño mientras lee en una postura distinta de la que suele tomar para dormir, le bastará con alzar el brazo para parar el Sol; para hacerlo retroceder: y en el primer momento de su despertar no sabrá qué hora es, se imaginará que acaba de acostarse. Si se adormila en una postura aún menos usual y recogida, por ejemplo, sentado en un sillón después de comer, entonces un trastorno profundo se introducirá en los mundos desorbitados, la butaca mágica le hará recorrer a toda velocidad los caminos del tiempo y del espacio, y en el momento de abrir los párpados se figurará que se echó a dormir unos meses antes y en una tierra distinta. Pero a mí, aunque me durmiera en mi cama de costumbre, me bastaba con un sueño profundo que aflojara la tensión de mi espíritu para que éste dejara escaparse el plano del lugar en donde yo me había dormido, y al despertarme a medianoche, como no sabía en dónde me encontraba, en el primer momento tampoco sabía quién era; en mí no había otra cosa que el sentimiento de la existencia en su sencillez, primitiva, tal como puede vibrar en lo hondo de un animal, y hallábame en mayor desnudez de todo que el hombre de las cavernas; pero entonces el recuerdo .y todavía no era el recuerdo del lugar en que me hallaba, sino el de otros sitios en donde yo había vivido y en donde podría estar. descendía hasta mí como un socorro llegado de lo alto para sacarme de la nada, porque yo solo nunca hubiera podido salir; en un segundo pasaba por encima de siglos de civilización, y la imagen borrosamente entrevista de las lámparas de petróleo, de las camisas con cuello vuelto, iban recomponiendo lentamente los rasgos peculiares de mi personalidad.
Esa inmovilidad de las cosas que nos rodean, acaso es una cualidad que nosotros les imponemos, con nuestra certidumbre de que ellas son esas cosas, y nada más que esas cosas, con la inmovilidad que toma nuestra pensamiento frente a ellas.
La Metamorfosis
de Franz Kafka
(fragmento).
Cuando Gregorio Samsa despertó aquella mañana luego de un agitado sueño, se encontró en su cama convertido en un insecto monstruoso.
Estaba echado sobre el córneo caparazón de su espalda y al levantar un poco la cabeza, contempló la figura convexa de su oscuro vientre, surcado por encorvadas durezas, cuya prominencia apenas sí podía aguantar la colcha, visiblemente a punto de escurrirse hasta el suelo.
Múltiples patas, lamentablemente escuálidas en comparación con el grosor ordinario de sus piernas, ofrecían a sus ojos el espectáculo de una agitación sin consistencia.-¿Qué ha pasado?
No, no soñaba. Su habitación, aunque excesivamente pequeña, aparecía como de ordinario entre sus cuatro harto reducidas paredes.
Presidiendo la mesa, sobre la cual estaba esparcido un muestrario de telas -Samsa era viajante de comercio-, colgaba una ilustración recortada poco antes de una revista que había colocado en un lindo marco dorado.
Representaba a una señora tocada con un gorro de pieles, envuelta en una lona también de pieles, y que, muy erguida, esgrimía contra el espectador un amplio manguito, asimismo de piel, dentro del cual se perdía todo su antebrazo.Gregorio dirigió posteriormente la mirada hacia la ventana, el tiempo nublado (se escuchaba el repiquetear de las gotas de lluvia en el cinc del alféizar) le infundió una gran melancolía.
«Bueno -pensó- ¿qué pasaría si yo siguiese durmiendo otro rato y me olvidase de todas las fantasías?»…….