El reportero Symour Hersh disertó en San Salvador, por los 15 años del diario digital El Faro
Si podemos contar historias, sólo por eso vale la pena ejercer el periodismo
Con sus trabajos sobre las guerras de EU en Vietnam e Irak marcó a generaciones
«No entiendo cómo los salvadoreños no están más que enojados con los estadunidenses por todo el daño hecho»
Periódico La Jornada
La intervención de Estados Unidos en Vietnam, en los años 60 y su invasión a Irak, en la primera década del siglo XXI, han sido dos de las guerras de mayor envergadura en las que se ha involucrado Washington. Separados por casi cinco décadas, dos episodios de ambas intervenciones –la matanza de civiles en las aldeas de My Lai y la tortura a civiles presos en Abu Ghraib– exhibieron al ejército de Estados Unidos bajo su peor óptica. El periodista Symour Hersh investigó y reveló los entretelones de las dos historias, en reportajes que marcaron a generaciones distintas.
Es uno de los periodistas más premiados de Estados Unidos. Siempre contestatario, mal visto en los círculos del poder, admirado como uno de los mejores de su oficio en otras latitudes, a veces parece un Quijote. Así es como describe Jon Lee Anderson a Hersh: nacido en Chicago en 1937, hijo de un tintorero, fracasado estudiante de derecho, joven reportero de la nota policiaca cuando ese género enraizó la más rica tradición del periodismo estadunidense.
Y lo provoca: «¿Eres quijotesco, Sy?»
El otro contesta en la misma clave: «¿Cómo no serlo? ¿Cómo no ser inquisitivo, cómo no exigirle más a un gobierno, nuestro gobierno, que sigue mandando a nuestros muchachos a la guerra?»
Muchachos; así dice cuando habla de los soldados de Estados Unidos que cometieron atrocidades que él, como reportero, denunció implacable. En sus artículos y libros los señala como criminales de guerra, pero también los identifica como jóvenes de familias muy pobres que cumpliendo su servicio militar obligatorio masacraron a cerca de 500 civiles vietnamitas en My Lai, en 1968; chicos con una precaria formación escolar que en 2003 se hicieron retratar –¡esas sonrisas!– como monstruos sádicos, torturando y humillando a los civiles iraquíes que estaban bajo su custodia en el penal de Abu Ghraib. Todo, en nombre de la «libertad», según Richard Nixon y George Bush Jr., respectivamente.
En ambos casos, sólo algunos perpetradores, soldados rasos y oficiales de bajo rango, comparecieron ante una corte marcial. Sus superiores en la cadena de mando nunca fueron juzgados. Al final, la impunidad prevaleció.
Anderson –aprendiz confeso y colega suyo en esa revista de culto, The New Yorker– presenta a Hersh ante un público centroamericano, en el Museo de Arte de San Salvador, el Marte, durante la clausura del Foro que el diario digital El Faro organizó con motivo de su 15 aniversario. Y Hersh, quien no ha incursionado en Latinoamérica (hasta ahora), empieza casi pidiendo disculpas. «Lo que no entiendo es cómo ustedes, los salvadoreños, no están más que enojados con nosotros, los estadunidenses, por todo el daño que les hemos hecho». Es el aperitivo.
Tema ineludible: May Lai, su primera gran primicia. Pregunta: ¿Cómo le cambió la vida ese reportaje, siendo joven reportero free lance de 32 años, en Detroit, con una esposa y un hijo pequeño que mantener?
Son los años 1968, 1969. Hersh leía obsesivamente todo lo que se publicaba de la guerra en Vietnam. Observaba a través de esas lecturas y su incesante reporteo que en su enfrentamiento con los guerrilleros del Viet Cong, el ejército más poderoso del mundo iba perdiendo terreno y que, presionados por un conflicto que escalaba, la tropa estadunidense iba cambiando de color. Los marines ya no eran mayoritariamente jóvenes blancos clasemedieros que seguían la tradición castrense de sus padres y abuelos, sino chicos negros y latinos de familias proletarias, enrolados en una guerra a cambio de un salario. Un abogado que en ese entonces defendía a desertores del ejército le contó de «algunos horrores» de los que había escuchado. Y Hersh decidió creerle, casi por instinto. Y se lanzó tras la historia.
Tras el rastro de una primicia
Así siguió el rastro. Uno tras otro, detectó a la mayoría de los soldados que formaban parte de la Compañía Charlie, que asaltó las aldeas de My Lai, empezando por su jefe, el teniente William Calley, quien en ese entonces estaba arraigado en una base militar, juzgado por haber matado a poco más de cien «personas orientales». La historia de esa primicia histórica, que marcó el principio del fin de la intervención estadunidense en el sudeste asiático, es muy conocida. Pero revive si es narrada en primera persona por Hersh, un contador de historias nato. El veterano reportero se detiene en un personaje, el soldado Paul Meadlo.
En My Lai los soldados estadunidenses iban tras el enemigo, el Viet Cong. Pero en la aldea no encontraron guerrilleros, únicamente mujeres, ancianos y niños. Los agruparon a todos en las zanjas de los arrozales y ahí los ametrallaron. Meadlo disparó sin vacilar más de 15 vainas de su M1. Cuando suponían que todos estaban muertos, del fondo de una zanja, por debajo de un montón de cadáveres, salió arrastrándose un niño pequeño y empezó a correr a campo traviesa. A la orden de Cally, Meadlo lo remató por la espalda.
Ese soldado al día siguiente, en otro combate, pisó una mina y perdió una pierna.
Hersh quería la historia de Meadlo, quería entrevistarlo a toda costa. Lo buscó. Lo encontró en el sur profundo, en Indiana, recluido en una granja miserable. Lo recibió su madre, una mujer envejecida que le dijo: «Yo le mandé un buen muchacho y me devolvieron a un asesino».
El auditorio está en vilo. Hay estudiantes de periodismo que poco saben de la guerra que asoló a El Salvador hace no más de tres décadas, hay adultos que sufrieron el conflicto, protagonistas de uno y otro bando, habemos periodistas que cubrimos esos tiempos. «¡Cómo no va a valer la pena ser periodista, si podemos contar historias como esta!», exclama el maestro Sy.
Y no, no fue fácil vender su espectacular exclusiva. Ningún medio importante quiso publicar sus notas en aquel momento. Entonces creó una agencia de noticias. Casi dos años siguió el hilo de esta historia. Primero el Pentágono la negó. Luego Calley fue sentenciado a cadena perpetua. Finalmente Nixon lo indultó. Y Hersh, quien nunca dejó de preocuparse por el destino del soldado Meadlo, lo siguió visitando a lo largo de los años. «Quedó perdido para siempre en aquella granja de pollos, donde nunca pudo exorcizar sus demonios».
Ecos de sus palabras retumban en otras memorias, en aquellas notas periodísticas que se escribieron en su momento sobre las masacres del Río Sumpul o El Mozote, sobre los pasos de aquellos casi 70 mil nombres grabados en las lápidas de mármol del Parque Cuscatlán de la capital salvadoreña, el memorial de los civiles caídos entre 1979 y 1992, monseñor Óscar Arnulfo Romero, los jesuitas, las monjas Maryknoll, los bombardeos intensos sobre los pueblos de Guazapa o Chalatenango, el bombazo al sindicato Fenastras, la leva de muchachos campesinos y tantas otras historias con secuelas parecidas a la que menciona Hersh, sobre aquel adolescente de Indiana que fue a My Lai a masacrar niños y mujeres, en nombre de quien sabe qué.