Algo se mueve en América Latina
Han aumentado las clases medias y se vive una transición social y cultural, pero la gran asignatura pendiente sigue siendo la exclusión. Se necesita un impulso adicional para mejorar la calidad educativa
Otto Granados
Los viajeros del siglo pasado decían que en América Latina uno puede morirse de todo menos de aburrimiento. Es cierto. La era de las dictaduras fue reemplazada, casi en general, por la normalidad electoral y razonablemente democrática. Las crisis macroeconómicas desaparecieron, al menos por ahora, y gradualmente surgen signos de bonanza. De ser el continente olvidado ha pasado a ser, comparado con otras partes del mundo, una suerte de ejemplo en la apertura comercial y el ordenamiento de las finanzas públicas. Y cuando la década iniciaba con un panorama promisorio aparecieron, sin embargo, nubarrones que recuerdan asignaturas pendientes e introducen nuevas interrogantes. Dicho de otra forma: ya no es la crisis, sino la protesta.
A primera vista parece haber una paradoja. Es cierto que en América Latina han crecido las clases medias (50% según el Banco Mundial), el consumo privado (que hoy supone entre 67% y 75% del PIB) y el acceso a la educación (los años de escolaridad se incrementaron de cinco a ocho), progresos que son relativamente novedosos. Pero esta realidad convive con otra, más arraigada, que es la subsistencia de altos niveles de pobreza y desigualdad. Ambos fenómenos, como quiera que se vean, están planteando dilemas políticos y sociológicos distintos.
Diversos indicadores sugieren que en realidad América Latina está viviendo una especie de transición social y cultural derivada de los cambios demográficos, de la emergencia de nuevas generaciones que nacieron ya en democracia o de la búsqueda de una narrativa colectiva que no se reduzca exclusivamente a la que ha ocupado la agenda —democracia, estabilidad, crecimiento— en casi un cuarto de siglo. Esa transición, a su vez, ha producido nuevas demandas relacionadas con el hecho de que los cambios en el entorno han modificado también parte de la cultura cívica y la gente se preocupa ahora más por los problemas cotidianos relativos a su vida personal y menos por los “grandes temas” políticos o históricos.
La recuperación de América Latina, en consecuencia, ha perfilado un tejido social en buena medida escéptico frente a Gobiernos, partidos, ideologías y formas tradicionales de hacer política y que prefiere perseguir causas y temas alternativos; una clase media en aumento que aspira a ascender en la escala social, ahistórica, individualista y más compleja en sus juicios y opiniones, y, finalmente, un estado de ánimo insatisfecho.
La mejora social ha generado al mismo tiempo nuevas y más complejas demandas
Como sugirió hace tiempo un estudio del PNUD, analizado por el sociólogo Eugenio Tironi para el caso de Chile: en ocasiones, no obstante el crecimiento económico (o quizá por él), la sociedad emergente siente malestar en un doble sentido: unos porque no se suben plenamente a los procesos de modernización y otros por lo contrario: se incorporan pero les estresa demasiado y altera la dimensión de sus expectativas. No deja de ser llamativo, por ejemplo, que países que en la región mostraban apenas en 2011 niveles de “satisfacción con la vida” por arriba del 80% hoy enfrenten protestas inéditas desde mediados de los años ochenta.
Lo que entonces la democracia, el crecimiento y el consumo podrían no estar aportando en esos países es la certidumbre, o mínimamente la sensación, de que existe —o se vea a corto plazo— un horizonte de futuro, un relato colectivo o una narrativa más o menos compartida que ayude a clarificar lo que sigue después de una mejoría relativa en aquellos aspectos y logre dar sentido a la experiencia cotidiana de la gente. Ese malestar, quizá, se expresa en lo que los antropólogos llaman familismo amoral, es decir, que cada quien se las arregla como puede teniendo a la familia o, para el caso, por extensión, al núcleo al que se pertenece como único referente, y desemboca en la protesta.
Si los movimientos observados en algunas partes de América Latina sacuden la imagen de que el buen manejo económico era suficiente para producir prosperidad, lo que plantea interrogantes más difíciles, la otra asignatura pendiente, y grave, sigue siendo la misma de hace décadas: la exclusión.
La región en su conjunto ha experimentado una reducción significativa de la indigencia, la pobreza y la desigualdad en la distribución del ingreso durante la década pasada. Pero la pobreza extrema continúa siendo excesivamente alta (174 millones de latinoamericanos son pobres); la región es todavía la más desigual del mundo (8 de los 10 países menos equitativos del mundo están en América Latina y el Caribe); y la mayoría de los niños y jóvenes latinoamericanos reciben una educación primaria de baja calidad o no tienen acceso suficiente a la educación secundaria y terciaria. Para llegar a la meta de la Declaración del Milenio de reducir la pobreza extrema a la mitad para 2015, el producto total debería crecer al menos un 3% anual durante los próximos años: 6% en los países más pobres; 3% en los de nivel medio y 2,5% en los de menor pobreza.
Como puede advertirse, en las circunstancias internacionales actuales, será difícil pero no imposible cumplir ese objetivo. La mayoría de los expertos (Lustig, Ocampo) coinciden en que esta tarea involucra tres componentes: un impulso adicional en materia educativa; el diseño de sistemas universales de protección social, y un mayor esfuerzo redistributivo por la vía fiscal. Aunque los tres están íntimamente relacionados, el de mayor calado a largo plazo tiene que ver con la educación y algo ayuda a entender lo que pasa ahora en la región.
La región ha reducido la pobreza, pero no llegará a alcanzar uno de los objetivos del Milenio
Por un lado, mientras se sigue avanzando en la cobertura en educación secundaria y terciaria, será urgente reorientar las políticas hacia sistemas educativos innovadores y de alta calidad, establecer mecanismos más precisos de medición y pasar de la simple acumulación de años en el aula a lo que hoy se conoce como escolaridad efectiva, que pondera años de escolaridad, enfoque y calidad, que es lo que lleva a la innovación, el desarrollo de talento y la creación del tipo de empleos adecuados para el siglo XXI.
Por otro, ya no basta con impulsar reformas a la educación si no se hacen también, y más radicales, en aquellos renglones que favorezcan la productividad de la economía. Los relativos crecimientos económicos y del ingreso y el aumento de clases medias han puesto a América Latina en lo que suele llamarse la trampa del ingreso medio; es decir, cuando se observan mejorías económicas y salariales rápidas basadas en insumos o materias primas pero luego se vuelven muy lineales, principalmente porque la productividad no corre a la misma o mayor velocidad ni se democratiza su expansión ni, por ende, promueve una economía más sofisticada y diversificada.
En parte, esta es la razón que probablemente explique la brecha entre la población concentrada en el día a día, que no accede a la buena educación, el consumo y el empleo, que no necesariamente es la que protesta, de aquella que, con más años de escolaridad, empleos estables, mejores ingresos y más capacidad de expresión, ha ascendido en la escala social pero presenta nuevas demandas y alimenta expectativas más complejas.
Esto sugiere que si América Latina no pone en el centro de la agenda un aumento en la democratización de la productividad, en la calidad de los recursos humanos y en la innovación, no generará una economía que disemine mejor el bienestar. Y este, que es un problema de crecimiento y competitividad, lo es también de equidad e inclusión de grupos muy específicos, algunos de los cuales están hoy en las calles.
Finalmente ¿hacia dónde se mueve América Latina? Lo que tal vez veremos en las próximas dos décadas será una colección de países identificados tanto por sus regímenes políticos, sus formas de apertura e integración comercial y económica y sus grados de vinculación global y de conectividad ciudadana con otras comunidades sociales, tecnológicas y culturales fuera de la región, como por las distintas velocidades con que irán alcanzando una democracia sostenible y de calidad, una sociedad incluyente y una ciudadanía de alta intensidad que invente, imagine y construya algo distinto y mejor en una América Latina que, hoy, se mueve.
Otto Granados es profesor del Tecnológico de Monterrey.