J. J. Cale: Elogio de la pereza
Hermann Bellinghausen
La Jornada
En la jerga roquera dan en llamar Dios a Eric Clapton, que como suele suceder, es una exageración, pero si un presunto dios del rock (al parecer hay otros), tras imitar en los sesentas el pacto-de–crucero-con-el-diablo de Robert Johnson, dedicó la década siguiente a imitar y saquear a un tal J. J Cale, que no era dios, ni diablo, pero había perfeccionado la destreza mano-lenta (slowhand) que Clapton quiso para sí de ahí en adelante. Le hizo muy famosas dos canciones: “Cocaína” y “Después de medianoche”. Pero de quién era el tal J. J. (fallecido este sábado en La Jolla de un infarto cardiaco) no es tanto lo que se sabe. Era algo así como un flojazo genial. Para sus productores, el artista más ineficiente del medio. Para Neil Young, un virtuoso sólo comparable a Jimi Hendrix.
Nacido en 1938 en Oklahoma, grabó algunos sencillos (pocos) entre 1958 y 1971. Fue hasta 1972 que terminó su primer álbum, Naturally. Desde los primeros acordes se presentaba como “la brisa” (“They call me the breeze”), y por increíble que parezca, eso fue y nada más: una brisa siempre fresca de blues campirano, jazzeado y veloz, al que debe Dire Straits toda su sustancia. Si Clapton es el hermano abusado y abusador, Mark Knopfler es el vástago directo de ese estilo suave, ágil, melódico y rítmico de pulsar la lira. De entonces a Roll On (¿rolón?) en 2009, grabó 14 discos (incluyendo los inéditos de Rewind, 2007): ninguno es mejor ni peor y todos son obras maestras, cargadas de breves composiciones, epigramas de sabiduría vagabunda, el mismo sonido, la inconfundible voz de fumador y esa guitarra perfecta. Con decir que el único álbum medio flojito (y aún así estupendo) sería el decimoquinto, que grabó con el mismísimo Clapton en 2006 (The Road To Escondido); 40 años se tardó el músico inglés en pagar su deuda vital. A Cale debió darle igual, aunque en el documental To Tulsa and Back: On Tour with J. J. Cale, de Jörg Bundschuh (http://www.kickfilm.de/download/movie/tulsa-trailer.mov, 2005) admitía que el reconocimiento “le ayuda a mi ego”.
Les cantaba a sus novias flacas (The woman I love ain’t much more than skin and bones”), a los placeres de la pereza inteligente y la mariguana de rigor, vertía lágrimas en su tequila, deploraba la pobreza del downtown angelino con sus mejores notas y practicaba el alarde musical para ahuyentar suegras engorrosas.
Gastaba sus blue jeans en no hacer gran cosa, salvo tocar y rodar. Fue siempre el mismo, del principio al final. Pocos artistas en el mundo son así: no evolucionan, ni envejecen, ni conceden, hacen poco ruido y no son dioses pero, sorpresivamente, nunca mueren. Larga vida pues a J. J. Cale, más chingón que los más chingones: creador