Visitando a Neruda
EL PAÍS
Por JOSÉ OVEJERO / Santiago de Chile
Botija (niño, en Uruguay), guagua (niño, en Chile), guata, pituco, fome, al tiro, faso, palta, trucho, un pata, cachar… No hay nada como viajar para aprender idiomas. Curiosamente es en Chile donde más veces tengo que preguntar ¿qué significa eso? Me gusta este ir descubriendo un idioma que es mío y a la vez ajeno.
Leo No aceptes caramelos de extraños, de la chilena Andrea Jeftanovic, una muy interesante colección de cuentos que se asoma a la crueldad y a los deseos prohibidos en familias de las que los vecinos, después de un suceso sangriento, dirían: “parecía una familia normal”.
En los últimos tiempos he leído obras de ficción de escritoras que abordan situaciones claustrofóbicas y malsanas, que ahondan en silencios culpables y deseos inconfesables. Las españolas Marta Sanz y Sara Mesa, la argentina Ariana Harwicz, ahora Andrea Jeftanovic. Parecen las continuadoras de la tradición de otras “escritoras crueles”, como Elfriede Jelinek, Herta Müller o Agota Kristof, que también escarban en las zonas menos amables de las relaciones humanas en general y familiares en particular.
Visito La Chascona, la casa que Neruda hizo construir para su amante Matilde Urrutia, que se convertiría más tarde en su tercera esposa. La casa se encuentra en el barrio de Buenavista, que era obrero cuando se construyó la casa y que hoy es un barrio con numerosos bares y restaurantes, de casitas bajas pintadas de colores llamativos. La casa está llena de cachivaches: colecciones de copas de colores, de cuadros de sandías, botellas, muñecas rusas…, aunque en realidad no queda más que una parte mínima de los objetos que había ido juntando el poeta, porque poco después del golpe militar la casa fue devastada por un grupo de vándalos rabiosos. También su biblioteca sufrió el asalto, y por ello apenas se conservan unos cuantos libros y alguna foto de sus amigos artistas, como esa en la que Picasso le besa en la mejilla con aire divertido.
Durante una cena con escritores, profesores y editores chilenos me cuentan el caso de otro expolio de una biblioteca: el realizado por el ejército chileno en Lima durante la Guerra del Pacífico, que enfrentó a los dos países. Aunque se devolvió parte de eso que algunos llamaron “botín de guerra”, aún quedan en manos chilenas libros y documentos pertenecientes a la biblioteca de Lima. Cuántos son, no está claro, lo que ha provocado encuentros y desencuentros entre los dos gobiernos y más de una diatriba en la prensa a favor y en contra de la devolución. Lo único bueno del conflicto es pensar que todavía los libros se consideren tan valiosos como para encender los ánimos patrióticos. Aunque es verdad que los ánimos patrióticos no necesitan mucha excusa para encenderse.
Me voy ahora a Perú precisamente en los días en los que se celebran las Fiestas Patrias, que conmemoran la declaración de independencia por parte de José de San Martín. Aunque el motivo de celebración me parece muy loable, miro el programa de festejos –marcadamente patrióticos y marciales- y no puedo evitar recordar la canción de Brassens: “Le jour du quatorze-Juillet, je reste dansmonlitdouillet, la musiquequi marche aupas… cela ne me regardepas”. O, en la versión de Paco Ibáñez: “Cuando la fiesta nacional, yo me quedo en la cama igual, que la música militar, nunca me supo levantar.