San Agustín, el hombre apasionado e inteligente que se dejó iluminar por la luz de la fe
Eugenio Andrés Lira Rugarcía
Obispo Auxiliar de Puebla y Secretario General de la CEM
Celebramos hoy la memoria san Agustín, hombre apasionado e inteligente que se dejó iluminar por la verdad que posibilita elegir con libertad para alcanzar la vida plena y eterna, cumpliéndose así las palabras de Jesús: “Conocerán la verdad y la verdad los hará libres” (Jn 8, 32). “Se puede afirmar que todo el pensamiento de la antigüedad confluye en su obra –decía Paulo VI– y que de ella derivan corrientes de pensamiento que empapan toda la tradición doctrinal de los siglos posteriores”[1].
San Agustín nació en Tagaste, África romana (actual Argelia), el año 354. Era hijo de Patricio, un pagano iracundo y colérico, que después fue catecúmeno, y de Mónica, cristiana fervorosa, quien lo educó en la fe cristiana. “Siendo todavía niño –comenta– oí ya hablar de la vida eterna, que nos está prometida por la humildad de nuestro Señor Dios… Por este tiempo creía yo y creía toda la casa, excepto mi padre, quien, sin embargo, no pudo vencer en mí el ascendiente de la piedad materna para que dejara de creer en Cristo, como él no creía”[2].
Admitido al catecumenado, poco a poco se alejó de la fe de la Iglesia, a causa del desenfreno de sus pasiones, azuzadas por malas compañías. Inteligente, aunque a veces flojo para el estudio, recibió una buena educación en Tagaste, Madaura y Cartago, capital del África romana, donde la lectura del Hortensius de Cicerón despertó en él el amor por la sabiduría. “Con increíble ardor de corazón –escribe– deseaba la inmortalidad de la sabiduría”[3].
En esta búsqueda, y convencido de que sólo en Jesús se alcanza la verdad, comenzó a leer la Biblia. Pero, al leerla sin guía, no comprendió su estilo sencillo y su profundidad, lo que le hizo pensar que no estaba a la altura para satisfacer su sed de sabiduría. Entonces se dejó deslumbrar por la “novedosa” enseñanza de los maniqueos, que proponían un cristianismo totalmente racional, afirmando que el mundo se divide en dos principios: el bien y el mal.
¡Cuántas veces también nosotros nos dejamos seducir por aquello que nos agrada, que se acomoda a nuestros gustos y caprichos! Entonces, acabamos por adaptar la verdad a nuestros egoísmos. Así le pasó a Agustín, quien se hizo maniqueo, lo que le permitía vivir una moral relajada, adaptada a la situación de la época, y rozarse con personas influyentes, que arrastradas por la “moda” se habían unido a los maniqueos, y que, por su posición privilegiada, estaban en posibilidad de impulsar su carrera. De una relación extramarital nació su hijo Adeodato, que murió siendo muy joven.
Profesor de gramática en Tagaste, regresó a Cartago, donde se convirtió en un famoso maestro de retórica. Pero se fue alejando de los maniqueos, al constatar que, además de extravagantes, presuntuosos y superficiales en sus conocimientos y estilo de vida, eran incapaces de resolver sus dudas. Viajó a Roma y luego a Milán, sede de la corte imperial, en la que obtuvo un puesto de prestigio.
Informado de la calidad de las predicaciones del obispo de Milán y deseoso de incrementar su bagaje retórico, comenzó a ir a escuchar las predicaciones de san Ambrosio, cuyas enseñanzas, avaladas por el testimonio de una vida humilde y coherente, le ayudaron a comprender cómo el Antiguo Testamento es un camino hacia Jesucristo. De esta manera, guiado por la Tradición de la Iglesia y el Magisterio, pudo descubrir la belleza y la profundidad de la Biblia. “Y así –comenta– determiné permanecer catecúmeno en la Iglesia católica, que mis padres me habían alabado”[4].
“Cada época puede encontrar algunos puntos de la fe más fáciles o difíciles de aceptar –explica el Papa Francisco– por eso es importante vigilar para que se transmita todo el depósito de la fe (cfr. 1 Tm 6,20)… La fe se muestra así universal, católica, porque su luz crece para iluminar todo el cosmos y toda la historia. Como servicio a la unidad de la fe y a su transmisión íntegra, el Señor ha dado a la Iglesia el don de la sucesión apostólica”[5].
En el proceso de su conversión, san Agustín contó con el gran apoyo de su madre, santa Mónica. “Tú Señor… sacaste mi alma de una profundidad tan oscura –escribe– habiendo mi madre derramado delante de ti más lágrimas por mí que las otras madres por la muerte corporal de sus hijos. Porque con la fe… que tu le habías dado, veía ella la muerte de mi alma. Más tú, Señor, te dignaste oír sus oraciones[6].
Luego de trasladarse al campo, al norte de Milán, con su madre, su hijo y un grupo de amigos para prepararse a recibir el bautismo, el 24 de abril del año 387 recibió de san Ambrosio el sacramento, durante la Vigilia pascual, en la catedral de Milán.
“¡Tarde te amé, Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! –dice a Dios– Me llamaste y clamaste, y quebrantaste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y lo aspiré, y ahora te anhelo; gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti; me tocaste, y desee con ansia la paz que procede de ti… Cuando yo me adhiera a ti, Señor, con todo mi ser, ya no habrá para mi dolor ni fatiga, y mi vida será realmente viva, llena toda de ti”[7].
Decidido a llevar vida monástica, determinó volver a África con un grupo de amigos para hacer realidad este sueño. Mientras esperaba para embarcarse en Ostia, murió su madre. Ya en Hipona, estaba totalmente dedicado a la oración, la contemplación, el estudio, la vida comunitaria y la predicación, cuando fue ordenado presbítero en el año 391 y cuatro años después fue consagrado obispo.
Sostenido por el estudio de la Sagrada Escritura y de los textos de la tradición cristiana, san Agustín se entregó a anunciar el Evangelio, a celebrar los sacramentos, a orar y a servir a los pobres y a los huérfanos, al tiempo que cuidaba la formación del clero y la organización de monasterios femeninos y masculinos, y participaba con entusiasmo en los concilios convocados por sus hermanos obispos. “Preocúpate –decía– de aquel que tienes a tu lado mientras caminas por este mundo y llegarás a aquel con quien deseas permanecer eternamente” [8].
Incansable defensor de la verdad, san Agustín cayó enfermo mientras la ciudad de Hipona era asediada por los vándalos invasores. Entonces, pidió que le transcribieran con letras grandes los salmos penitenciales y que colgaran las hojas en la pared de enfrente, de manera que desde la cama, durante su enfermedad, pudiera leerlos y orar con ellos[9], hasta que partió al cielo el 28 de agosto del año 430, dejándonos, entre otras, esta gran enseñanza: “Ama y haz lo que quieras. Si callas, calla por amor; si hablas, habla por amor; si corriges, corrige por amor; si perdonas, perdona por amor; que esté en ti la raíz del amor, porque de esta raíz no puede salir nada que no sea el bien”[10].
Pidamos a Dios, como nos decía uno de los más grandes conocedores de la vida y obra de san Agustín, el ahora Papa emérito Benedicto XVI, “para que en nuestra vida se nos conceda cada día seguir el ejemplo de este gran convertido, encontrando como él en cada momento de nuestra vida al Señor Jesús, el único que nos salva, nos purifica y nos da la verdadera alegría, la verdadera vida” [11].