El sentido del canon
Andreu Jaume
Nacido en el ámbito religioso y transformado por el humanismo en una noción laica, el canon ha dominado las discusiones culturales y literarias durante siglos. Pero no es seguro que vaya a seguir haciéndolo.
A pesar del hostigamiento que ha sufrido a lo largo de la segunda mitad del siglo XX y de su actual estado de desguace, al menos en su dimensión pública, parece indudable que la idea de canon ha vertebrado desde sus orígenes el desarrollo de la literatura occidental y que, de hecho, el propio concepto está asociado de un modo elocuente y exclusivo a los fundamentos de lo que, en un sentido lato, se entiende por cultura europea. No deja de ser curioso que la palabra kanón signifique en griego a la vez modelo y frontera, como si, de algún modo, esa doble acepción representara, por un lado, la dificultad de definir –y por tanto consensuar– satisfactoriamente su sentido, y por otro, la función de defensa que el curso de su evolución parece sugerir e incluso demandar.
La problemática relevancia del canon se pone sobre todo de manifiesto cuando uno trata de adentrarse en su historia y se encuentra con que el intento de dilucidar su causa es casi tan difícil como el de remontar críticamente el cauce de Occidente. Al mismo tiempo, las notorias contradicciones y perplejidades que arroja la bibliografía son un síntoma de que el asunto no es solo complejo sino también proteico, cuya interpretación está, las más de las veces, sujeta a los límites de la especialización del crítico o el erudito que lo aborda. Para lo que aquí nos trae, no pretendo en absoluto trazar una historia del canon, sino tan solo ensayar algunas ideas que puedan servir para entender el punto en el que estamos, aunque solo sea a fin de recordar que la literatura, a despecho de las múltiples operaciones para desplazarla, sigue siendo el mejor instrumento para interrogar al mundo.
Cuando hablamos de canon literario nos referimos a una idea laica que tuvo sus orígenes en una necesidad religiosa, puesto que el modelo primordial es, inevitablemente, la Biblia, la selección de textos sagrados que la cultura judeocristiana ordenó para gobernar espiritualmente a su comunidad. Dejando de lado ahora las diferencias textuales para cada confesión, según sea judía, católica o protestante, lo que sobre todo nos interesa observar es que la sinopsis bíblica contiene ya muchos de los elementos que luego el canon literario, durante su proceso de secularización, pedirá para sí. El reconocimiento de una autoridad, por ejemplo, en su caso ligada a lo divino, que segrega unos textos y los privilegia sobre otros que inexorablemente condena como “apócrifos” es desde luego esencial para entender la mecánica de nuestro canon, lo mismo que esa vocación de servir a una sociedad que comparte un credo y que se une y se legisla mediante la lectura, la memorización, el canto y la exégesis de unas obras sagradas; y por tanto intocables e insustituibles.
La trascendencia de la Biblia como modelo canónico –como canon de cánones, de hecho– se hace todavía más evidente cuando se tiene en cuenta su expansión gracias a otro procedimiento que, ya en plena modernidad, será decisivo para la construcción del ejemplo literario. La traducción griega del Antiguo Testamento, conocida como Septuaginta, como luego las versiones latinas, sobre todo la Vulgata de San Jerónimo, no solo sirvieron para ensanchar los límites de una fe, sino también de una visión del mundo, de una forma de pensamiento ligada al Libro. Tal vez incluso en la helenización de la tradición hebrea podamos ver otro de los momentos constituyentes de la era del canon, puesto que, de alguna manera, al volcar a la lengua de Homero la palabra del Dios judío se formalizó la alianza entre dos aspectos fundacionales: una idea de autoridad y lo que podríamos llamar el horror vacui de los griegos, que son los responsables, por así decirlo, de que en Occidente tengamos la necesidad de llenar, clasificar y listar, una obsesión, esta última, que tantas veces se aprecia, y no por casualidad, en los poemas homéricos. Por la misma razón, podemos ver en la Poética de Aristóteles un primer ejemplo de crítica canónica.
El mayor reto, a la hora de aproximarse a esta cuestión, estriba en determinar, o al menos intuir o entrever, el momento en que el canon religioso se transforma –y por qué procedimientos– en una noción laica, aunque quizá el tránsito no se haya consumado nunca del todo o solo lo ha hecho conservando cierta aura religiosa, pues parece innegable que la Biblia ha seguido siendo, al menos hasta la primera mitad del siglo XX, una obra inaugural del canon literario, con la que la mayoría de los grandes autores, desde Dante y Shakespeare hasta Emily Brontë, Joyce o Mann, se han enfrentado y cuyo aliento han perpetuado. En este sentido, es interesante comprobar hasta qué punto el grueso de la tradición literaria de Occidente se ha articulado en torno a la Biblia, aceptando así las fronteras textuales impuestas por su autoridad. Tanto los llamados libros intertestamentarios como los evangelios apócrifos han ejercido muy poca influencia, por no decir ninguna.
Tengo para mí –y sé que es mucho decir– que la laicización del canon, o por lo menos la gestación de su metamorfosis literaria, empezó con el humanismo y su decidido programa de reeducar al mundo según el modelo de los grandes autores de la Antigüedad, de Roma sobre todo, en menor medida de Grecia. La batalla de Petrarca, Valla, Poliziano o Erasmo por liberar a Roma de la escolástica, restaurar el latín de Cicerón y trazar el plano de una ciudad ideal puso en circulación, a lo ancho de Europa, la idea de certamen literario, lo que suponía librar un combate con la tradición, que de pronto se iluminaba, adquiría profundidad y resucitaba a sus grandes prosistas y poetas, insertados ahora, gracias a la filología, en una parpadeante constelación de voces. La civilización fue un día cuestión de sintaxis y una serie de obras, ajenas a la órbita de la Biblia, se postularon como primer elenco literario.
Una de las consecuencias más trascendentales de la labor de los humanistas, amplificada por la invención y generalización de la imprenta, fue el estudio histórico y crítico de la Biblia, iniciado por Erasmo con su nueva versión del Nuevo Testamento. La aplicación del método humanista a las sagradas escrituras desencadenó una fuerte controversia teológica y hermenéutica que desembocaría en la Ilustración, cuando se consuma esa emancipación del principio de autoridad. Ya sabemos que la desvia- ción de la ortodoxia católica, por parte de Erasmo, acompañó la eclosión del protestantismo y las primeras traducciones de la Biblia, sobre todo la alemana de Lutero y la inglesa de William Tyndale.
Sospecho que el sistema de lo que llamamos canon literario empezó a formarse entonces, a lo largo del XVI, con los ecos aún vibrantes del humanismo, el trauma de la Reforma y la fundación de las literaturas modernas, gracias, en buena medida, a esas controvertidas traducciones de la Biblia, que no solo crearon un modelo de lengua sino que secularizaron la palabra divina, expulsada del recinto cifrado para ir a confundirse con el habla demótica. Shakespeare, por ejemplo, es el resultado de esa operación. En España, en cambio, esa función fertilizadora, como apuntó Unamuno, la cumple a solas Cervantes. Y en Italia ya la había logrado Dante, en cuya Divina Comedia no solo se inventa el italiano como estilización del parlar materno sino que se propone un primer y estricto canon poético, con Virgilio como principio organizador.