BICENTENARIO DE VERDI
Un hombre de acción
Gracias a Giuseppe Verdi, la tradición operística de su país vivió una revolución larga y tranquila
En sus obras se retratan los rasgos y las contradicciones esenciales de la condición humana
Luis Gago
Verdi nació a poco de iniciado un siglo y murió apenas asomado el siguiente. Amaneció en un ducado —el de Parma— el 10 de octubre de 1813 y se despidió en un reino —el de Italia— a cuya conformación como nación él había contribuido más espiritual que materialmente. La vida de Verdi recorrió casi de una punta a otra el agitado Ottocento italiano y se apagó en el pórtico mismo del siglo XX, el 27 de enero de 1901, un hecho cuya simbología no podía pasar inadvertida. Así, por ejemplo, Bernardo Bertolucci hace arrancar su película Novecento el 25 de abril de 1945, el Día de la Liberación en Italia, para retroceder de inmediato en busca de explicaciones de la barbarie fascista y mostrarnos, “muchos años antes”, a un criado jorobado, al que todos apodan apropiadamente Rigoletto en una gran finca de la Emilia-Romaña. Lo vemos caminar tambaleándose, triste, solo, ataviado como un bufón, mientras suenan los ominosos acordes iniciales del preludio de, cómo no, Rigoletto. Antes de caer desplomado bajo un árbol, vocifera inconsolable a los cuatro vientos: “È morto Verdi! Verdi è morto! Giuseppe Verdi è morto!”. Poco después, ese mismo día, nacen dos niños: el nieto del hacendado y el hijo de dos de sus trabajadores. Las vidas de ambos, como las de muchos personajes verdianos, discurrirán —visible o invisiblemente— en paralelo y los entrecruzamientos inexorables de una y otra se convertirán tanto en motor del drama como en material para la reflexión.
Los dos grandes operistas del siglo XIX no nacieron el mismo día, pero sí el mismo año, 1813, de ahí que el segundo centenario de Wagner y Verdi haya vuelto a hermanar ahora el legado de dos figuras que se erigieron en las puntas de lanza de la ópera moderna, si entendemos por tal la que logró por fin zafarse de los rígidos esquemas que la habían hecho posible, primero, y atenazado, después, desde que surgiera en Florencia en las postrimerías del siglo XVI. La revolución wagneriana es más palpable, sobre todo a partir de que los códigos armónicos y dramáticos del género saltasen por los aires en Tristán e Isolda, y cuenta con mejor prensa, pero la de su coetáneo no es menos trascendente, y tampoco carece de sustento teórico, si bien las transformaciones son más subterráneas, desordenadas y no tan fácilmente perceptibles, porque Verdi solo concebía la ópera como un género intrínsecamente popular, y eso vetaba irremediablemente arriesgarse a dar saltos en el vacío. Mientras que Wagner hizo primar sus ideales y sus visiones por encima de cualquier otra consideración, Verdi siempre tuvo muy presente que su arte había de llegar a todos, desde el terrateniente al último criado, por seguir con el símil de Novecento: sus modestos orígenes y un empeño constante por depurar la música para hacerle ganar en sencillez, impacto emocional e inmediatez explican por igual su filosofía de la creación artística. Procedía del pueblo (nació en Le Roncole, una pequeña aldea cerca de Busseto) y, aun siendo ya mundialmente famoso, nunca quiso alejarse demasiado de él.
Verdi solo concebía la ópera como un género intrínsecamente popular y eso vetaba arriesgarse a dar saltos al vacío
La vita di Giuseppe Verdi narrata al popolo es, por ejemplo, el significativo título de una biografía aparecida en Milán en 1905, tan solo cuatro años después de su muerte, que provocó que la mitad de los habitantes de la ciudad se echaran espontáneamente a la calle a despedir y honrar el cadáver de un compositor que todo italiano sentía como una presencia cercana, casi familiar. Sus autores, Giovanni Bragagnolo y Enrico Bettazzi, continuaban la tradición hagiográfica de obras precedentes, que había arrancado muy pronto, en 1846, con los Schizzi sulla vita e sulle opere del maestro Giuseppe Verdi, de Benedetto Bermani. Verdi tenía entonces 32 años, y tan solo ocho óperas en su catálogo (Attila estaba a punto de estrenarse en La Fenice de Venecia), pero ya empezaba a aparecer aureolado de muchos de los rasgos —reales unos, imaginarios otros— del artista romántico: un hombre hecho a sí mismo, curtido en la desgracia (el fracaso rotundo de su primera ópera, la muerte de su mujer y sus dos hijos), un genio surgido en medio de la nada que, a fuer de trabajo, empeño y una voluntad férrea, logra alcanzar fama universal. Italia necesitaba héroes, modelos, para nacer y crecer como nación, y Verdi reunía todos los requisitos para ejercer de icono, un papel en el que, mediada su vida, no parecía sentirse incómodo. Él no propagaba bulos, como el falso analfabetismo de sus padres, pero tampoco los desmentía; no era nada dado al autoelogio, pero no le incomodaba que lo halagaran; si otros mitificaban políticamente, a toro pasado, su coro Va pensiero (hoy tristemente convertido en el himno de la Padania por la Lega Nord), él les dejaba hacer. Quizá sería más apropiado, sin embargo, considerarlo no tanto un actor del Risorgimento, por más que se implicara en mayor o menor grado, y con altibajos, en muchas de sus conquistas, sino como un producto, una consecuencia de los valores de aquel proceso histórico conducente a la unidad italiana, una figura necesaria capaz de aportar melodías, símbolos, elementos e incluso una dramaturgia para la ansiada cohesión nacional, amén de un espejo en el que mirarse las nuevas generaciones.
Pero Verdi comenzó su carrera con la vista puesta irremediablemente en el pasado. Sus antecesores —Rossini, Bellini, Donizetti— habían llevado a su perfección un tipo de ópera —cómica o seria— fuertemente estereotipada, integrada por números en buena medida independientes, una sucesión de compartimentos estancos concebidos para mayor gloria de la melodía (generalmente larga, tersa, sinuosa, poblada de arabescos y, en su acepción italiana, no menos infinita que la de Wagner). Verdi sabe que no puede romper de golpe con esa tradición, de modo que bebe de ella, la respeta y la hace avanzar con cautela. Los teatros italianos exigen trabajar a destajo y el compositor vive esclavizado para poder cumplir los plazos que le imponen sus contratos, situación agravada en muchas ocasiones por los problemas con la censura, que le obligan a cambiar el marco espacial y temporal de sus argumentos a fin de intentar eludirla. Son tiempos duros para el músico, que en una carta a una de sus confidentes más fieles, la condesa Clara Maffei, confiesa el 12 de mayo de 1858 desde Busseto, recién llegado de Nápoles: “Desde Nabucco en adelante no he tenido, puede decirse, una hora de tranquilidad. ¡Dieciséis años de galera!”.
Italia necesitaba
ídolos y él reunía todos los requisitos para ejercer de icono, un papel en el que no se sentía incómodo
Verdi, sottovoce, no cesa de pulir e innovar y los cambios estallan con especial fragor en Rigoletto, que supone el gran salto adelante. Titulada originalmente La maledizione, durante su gestación se recrudecen los enfrentamientos con la censura austriaca, que impera en el Véneto. El compositor no teoriza sobre las innovaciones de su concepción dramatúrgica, pero actúa igualmente, porque sabe —o intuye— a la perfección qué quiere y cómo conseguirlo. Defiende fervientemente sus ideas frente a libretistas y empresarios teatrales, y concibe la música, antes de nada, como un instrumento de caracterización psicológica. Sus personajes van delineándose sin cesar en el curso de la ópera, no son solo estatuas inmóviles que desgranan hermosas melodías o se recrean en piruetas y malabarismos vocales. “Me parece realmente hermosísimo representar a este personaje externamente deforme y ridículo, e internamente apasionado y lleno de amor”, escribe Verdi al presidente de La Fenice, Carlo Marzari, el 14 de diciembre de 1850, sobre el protagonista de su nueva ópera, entonces aún llamado Triboletto. Y más interesante si cabe es lo que le confiesa a renglón seguido: “Digo francamente que no escribo jamás mis notas, por hermosas o feas que sean, al azar y que procuro siempre imprimirles un carácter”.
A partir de Rigoletto, el conflicto en las óperas de Verdi no se produce ya, pues, entre distintos personajes, sino, muy especialmente, dentro de cada uno de ellos. La música debe reflejar esos debates —a veces desgarramientos— internos y Verdi tiene la certeza de que no puede seguir aferrado a los viejos y rígidos patrones (introducción/recitativo-aria-cabaletta). El de Rigoletto es un caso paradigmático, porque lleva una doble vida: públicamente, es el bufón de un aristócrata innoble y depravado; en privado, y con total secretismo, es un padre amantísimo y protector de su hija. Pero cuando el duque seduce a Gilda, ambas esferas colisionan y estalla la furia: “Cortigiani, vil razza dannata!”. Lo que antes hubiera sido indefectiblemente un aria ahora se acerca más a un exabrupto declamado, escupido casi, sobre esos cortesanos miserables que han raptado a su hija y a los que él está obligado diariamente a hacer reír. Las reglas del género se han subvertido, como en el flujo dramático sin cesuras del tercer acto, pero los fogonazos de disensión siguen rodeándose de coros y arias a la antigua usanza, como el número no mejor, pero sí más famoso de la ópera, La donna è mobile, que simboliza a la perfección la capacidad de Verdi para inventar melodías nuevas —breves, ortodoxas, estructuradas en periodos uniformes— que parecen insólitamente familiares ya desde la primera escucha. Eso hace de Verdi un autor cercano: lo que inventa es como si ya resultara conocido, como si activara en nuestra memoria un resorte que estuviera allí agazapado, dormido, esperando ver la luz en cualquier momento.
Verdi conquista también París, un centro neurálgico de la ópera decimonónica, pero allí imperan otros dogmas y el compositor se ve obligado a reajustarse dentro de los parámetros de la grand opéra, creando obras (Jérusalem, Les vêpres siciliennes, Don Carlos, y posteriormente también, como un derivado indirecto, Aida) de apariencia más tradicional, pero que se benefician asimismo de sus conquistas en el ámbito del melodramma italiano y de su constante evolución en la manera de escribir para las distintas tesituras vocales. Si Aida existe en gran parte gracias a su inocente encaprichamiento otoñal por la soprano Teresa Stolz, sus dos últimas óperas, Otello y Falstaff, son indisociables de la amistad que fue fraguándose lentamente con Arrigo Boito, hombre de vastísimas capacidades, compositor incomprendido, joven díscolo apaciguado en su madurez y fiel báculo y confidente del Verdi anciano y, tras la muerte en 1897 de Giuseppina Strepponi, su compañera durante más de medio siglo, solo.
Fue un dechado de sentido común, ausencia de vanagloria, ambición sosegada y conciencia del otro
Luciano Berio ha dejado escrito que “una Italia sin Verdi sería como una Inglaterra sin Shakespeare”. Los caminos de uno y otro se cruzaron primero en el formidable Macbeth de 1847, se estancaron largamente en un Rey Lear mil veces proyectado y otras tantas desechado, y florecieron, por fin, en ese díptico antagónico y complementario formado por Otello y Falstaff, que corroboró la paradoja que venía percibiéndose con el paso de los años: al tiempo que Verdi envejecía, su música presentaba un aspecto cada vez más joven. Pero no fue fácil sacar al músico de un silencio que se explica en parte por cansancio y en parte por la progresiva pérdida de la hasta hace poco indiscutida posición hegemónica de la ópera italiana. El amor propio hizo el resto: con Don Carlos arreciaron ya las acusaciones de que había sucumbido fatalmente a la influencia de Wagner, una crítica que lo enervaba: “¡Me habláis de melodía, de armonía! Wagner; ¡ni siquiera en sueños! Al contrario, si se quisiese escuchar y comprender bien se descubriría lo contrario… absolutamente lo contrario”, se defendía en 1872 en una carta a Cesare de Sanctis. Tres años después, se rebelaba de nuevo a su editor Giulio Ricordi tras volver a ser etiquetado de seguidor wagneriano en las críticas de una Aida romana: “Después de 25 años ausente en la Scala me han silbado al acabar el primer acto de La forza del destino. Después de Aida, chismes infinitos: que ya no era el Verdi del Ballo (de ese Ballo que fue silbado la primera vez en la Scala); y, en fin, ¡¡¡que era un imitador de Wagner!!! Hermoso resultado después de 35 años de carrera: ¡¡¡acabar siendo un mero Imitador!!!”.
Lo fácil era acusar sin pruebas, al calor de las modas; lo difícil, llevar la cuenta detallada de la retahíla de transformaciones introducidas en el lenguaje y los códigos heredados de Rossini, Bellini y Donizetti. Verdi, como habían hecho ellos, escribe a menudo, sí, pensando en cantantes concretos, pero el único valor dominante ya no es el bel canto, la belleza vocal: “¡Las cualidades de la Tadolini [Eugenia Tadolini, la soprano que había estrenado el personaje protagonista de Alzira en 1845] son demasiado buenas para este papel! ¡Esto quizá le parezca absurdo!… La Tadolini tiene una figura hermosa y atractiva, y yo querría una Lady Macbeth fea y malvada. La Tadolini canta a la perfección; y yo querría que Lady no cantase. La Tadolini tiene una voz estupenda, clara, límpida, poderosa; y yo querría una voz áspera, ahogada, cavernosa [aspra, soffocata, cupa]. La voz de la Tadolini tiene algo de angelical; yo querría que la voz de Lady tuviese algo de diabólico”, escribe un Verdi visionario a su libretista, Salvatore Cammarano, el 23 de noviembre de 1848. Y Macbeth ha de cantar en la escena final de su muerte “con voz apagada” [fioca]. ¿Qué tenía todo esto que ver con los valores esenciales del bel canto? ¿No estaba abriendo Verdi con reflexiones así una vía de modernidad, de progreso, aun de supervivencia, para la ópera italiana? Otello y Falstaff, tragedia y comedia, nacidas ambas tras la muerte de Wagner, marcan el cénit de sus conquistas.
Sin embargo, por grande que fuera su repercusión social, la ópera italiana seguía viéndose como un género menor, como un entretenimiento, un espectáculo al servicio del lucimiento vocal de los divos del momento, basado en libretos banales y anclado en la autocracia melódica. A la música alemana —la instrumental, por un lado, y los dramas wagnerianos, por otro— la adornaba, en cambio, la vitola del gran arte, el culto, hondo, complejo, perdurable y merecedor de ser objeto de estudio académico. Sin tener esto en cuenta, es difícil entender cómo la primera edición crítica de las obras completas de Verdi no inició su andadura hasta 1983, con el modélico Rigoletto editado por Martin Chusid. El proyecto conjunto entre Ricordi y The University of Chicago Press preveía la aparición de una ópera por año pero, tres décadas después, no solo no ha concluido su periplo, como estaba previsto, sino que apenas ha llegado a su ecuador. Es decir, que hoy por hoy ni el legado musical de Verdi ni su copiosa y trascendental correspondencia (más de 25.000 cartas) cuentan todavía con ediciones fiables. De haber sido un respetable autor sinfónico germánico, aun de segunda fila, se habría visto agraciado con su exhaustiva opera omnia desde hacía muchas décadas. Y para sus cartas sigue siendo de consulta obligada, un siglo después, la edición parcial y defectuosa de los borradores conservados por Verdi en su casa de Sant’Agata (los Copialettere), acometida en 1913 por la “Commissione Esecutiva per le Onoranze a Giuseppe Verdi nel primo centenario della nascita”, a cargo de Gaetano Cesari y Alessandro Luzio. Impulsada por Pierluigi Petrobelli, su sabio e infatigable director hasta su muerte el pasado año, el Istituto Nazionale di Studi Verdiani de Parma emprendió en 1978 la edición crítica de la correspondencia, pero, con solo siete volúmenes publicados, restan décadas, en el mejor de los casos, para que el proyecto quede completado (este mismo año ha aparecido la correspondencia, en buena parte inédita hasta ahora, entre Verdi y la familia Morosini). Lamentablemente, aún falta mucho para que, como deseaba Petrobelli en 1982, el compositor se convierta en un auténtico “hecho de cultura”.
Ni el legado musical
de Verdi ni su copiosa
y trascendental correspondencia cuentan con ediciones fiables
Esta política de doble rasero aplicada a lo que Verdi llamaba la música futurista (Wagner y el sinfonismo germánico) a un lado y la ópera italiana —él incluido— al otro no constituye ninguna invención. Para muestra, vale un botón. En la introducción de la partitura moderna de bolsillo de Rigoletto de una prestigiosa editorial austriaca puede leerse lo siguiente: “La obra alcanza una verdadera expresión dramática a pesar del carácter típicamente italiano de su música”. El laurel de la modernidad operística parecía reservado, pues, en exclusiva para Wagner. A ambos les acerca su condición irrenunciable de hombres de teatro, su certero instinto dramatúrgico, y les aleja el sostén último de sus composiciones: el mito y la leyenda para el alemán, los dilemas básicos del ser humano (incluso el estrictamente contemporáneo, como sucede de forma pionera en La traviata) para el italiano. Y esta disparidad impone un tiempo musical y un ritmo dramático radicalmente diferentes. Los personajes de Wagner cargan con una pesada maraña de recuerdos que desovillar despaciosamente, mientras que los de Verdi viven en un presente casi permanente, frenético a ratos, partícipes de una acción trepidante y fatídica en la que los hechos suceden, o se cuentan, con la máxima concisión: “Los siguientes versos se han cambiado por brevedad”, escribe Verdi a Cesare de Sanctis; o “decir las cosas lo más brevemente que se pueda”, a Antonio Somma; “no hace falta decir ninguna palabra inútil”, a Antonio Ghislanzoni. Él mismo predica con el ejemplo y, cada vez que, años después, decide revisar una ópera, es para condensarla, para dejarla más tersa y compacta. El 25 de febrero de 1854 escribe a Giuseppina Appiani desde París: “el estilo y la lengua lo son todo; pero en un drama el estilo y la lengua no valen de nada si no hay acción”. Eso fue esencialmente Verdi: un hombre de acción. Siempre se resistió a ser retratado, y no solo por pudor. Para realizar las famosas sesiones fotográficas de 1892 en el Giardino Perego de Milán, con Boito, Giulio y Tito Ricordi, fue necesario asegurarle que el fotógrafo haría su trabajo a escondidas, sin que él reparara en su presencia: «Pero, ¿qué queréis, queridos? No sé estarme quieto… No sé posar… En serio, sería un suplicio para mí».
Verdi, que es un personaje público muy a su pesar, protege celosamente su privacidad y prefiere refugiarse en la intimidad de su casa y en sus muchas actividades no musicales, lejos de los focos. Pero, al contrario que Rigoletto, obligado a vivir escindido entre la corte y su casa, el Verdi público y el Verdi privado eran, en cambio, en lo esencial, una misma persona: un dechado de sentido común, ausencia de vanagloria, ambición sosegada y conciencia del otro. Aunque jamás cerró los ojos a su trascendencia histórica, y se sabía hermanado con Dante, Petrarca, Tasso o Manzoni, carecía por completo del ego inflamado y expansivo de Wagner, y el último tramo de su vida estuvo dominado por el silencio creativo y las actividades filantrópicas. Verdi fue una de esas pocas personas que no tuvieron que preocuparse de esa terrible disparidad que nos acecha a todos, formulada por Robert Burns en su célebre dístico: “O wad some Pow’r the giftie gie us / To see oursels as others see us” (Ojalá algún Poder tuviera a bien / dejar vernos tal cual otros nos ven). W. H. Auden, también poeta, y libretista de ópera, abundó en esta misma idea desde otro ángulo en una confesión personal que muchos suscribiríamos de buena gana: “En el caso de la mayoría de los grandes hombres, me contento con disfrutar de sus obras. Son muy pocos los que me hagan también desear haber podido conocerlos personalmente. Verdi es uno de ellos”.