La poesía y los tartufos
Javier Aranda Luna
Uno podría estar de acuerdo con Ernesto Cardenal cuando dice que en general es mala la poesía que actualmente se escribe en español.
La poesía, según él, debe acercarse a la gente, entenderse, pues de lo contrario no comunica nada. Escribir poesía que el lector no entienda «se ha convertido en una especie de plaga».
Y tal vez tenga razón si aceptamos que la poesía no necesariamente debe entenderse como se entiende cualquier texto. Uno de los versos más populares de García Lorca es todo un misterio: «Verde que te quiero verde/ verde viento, verdes ramas. El barco sobre la mar y el caballo en la montaña». Si hiciéramos una encuesta sobre lo que dice el poeta en esos versos, seguramente nos sorprenderíamos con las diferentes respuestas. Otros versos en cambio no dejan lugar a dudas sobre lo que el poeta nos dice como cuando Octavio Paz escribe: «Óyeme como quien oye llover, ni atenta ni distraída».
Los versos de Lorca y de Paz más que decir, comunican, expresan. ¿Qué expresan? La pasión, el amor por la persona amada. Por aquella que es una entre mil, por la Sulamita del poeta hebreo, o por la mujer que ahora vemos con los ojos cerrados y que tiene el rostro que sólo cada uno de nosotros puede mirar así se llame Perséfone, Julieta o Melusina.
He escrito que un buen poema es el principio de una conversación. Un escuchar al otro para escucharnos en él. Por eso existen versos que leemos una y otra vez: nos leemos en ellos; descubrimos en sus líneas una voz nuestra que no conocíamos, una voz que no habíamos escuchado con atención pero que dice exactamente lo que queremos decir. Algo, incluso, que quizá ni siquiera habíamos imaginado.
La poesía es la zarza ardiente, la voz que crepita ante nosotros y que por momentos tiene nuestro acento y por momentos es la revelación de un misterio. Por eso los buenos versos y poemas sobreviven en sus lectores. Los ancla en la memoria la emoción que provocan. Son conversaciones vivas que iniciaron otros el día de ayer o hace 200 años y que siempre, siempre, nos dicen cosas nuevas aunque sus temas sean los mismos: el amor y la muerte, la mujer y la vida. Los poemas verdaderos siempre son actuales. ¿Cuántos poemas no se han hecho con el tema de la rosa? ¿Cuantos con la imagen del mar y sus aguas encrespadas?
Los poetas ya no hablan de lugares, dice Ernesto Cardenal. Escriben lo que llama «poesía del Hotel Hilton, que son lugares exactamente iguales en El Cairo o Jerusalén». Y eso, según él, hace que la poesía sea poco leída y no se entienda. Más aún, para el escritor nicaragüense «hay poetas a los que les gusta que la poesía no se entienda».
Yo no estoy muy seguro de esto último: todo escritor, todo poeta aspira a tener lectores. Cantar para alguien, decir para ser escuchado, aunque sea por unos cuantos. Que existan poetastros ilegibles o, mejor, inaudibles que se escuden en la supuesta impenetrabilidad de la poesía, es otra cosa. Allá ellos y los editores que los publican.
Hace un par de años otro escritor hizo una crítica similar a la de Cardenal. Fernando Vallejo dijo de manera rotunda que “la poesía no está en esa pedacería de frases que no tienen ritmo ni rima… ojalá tuvieran resonancia, música, emociones. Si hay un lugar en donde no se encuentra la poesía es en los libritos de versos que se publican y que llaman poesía”.
Tal vez ahora que las nuevas tecnologías nos están obligando a la concreción, a la síntesis, se renueve el interés por el verso, por las líneas que expresen algo, que causen emoción (que sean emocionantes) o que dejen en quien las lee una imagen memorable, una imagen que se fije de manera indeleble en la memoria como aquel verso de Lorca que cité al principio: verde que te quiero verde. ¿Verdad qué la sonoridad atrapa? Quevedo decía que deberían escribirse cosas para atorarse en las orejas y escribir, claro, con pluma, no con plumaje.
Pero a pesar de todo existen poetas que cantan para unos pocos. No todos los poetas cantan en Do de pecho como Sabines. No todos tienen tantos registros como Paz, ni se multiplican en imágenes como Pellicer, ni son tan entrañables y cercanos como Pacheco, ni tienen la profundidad de T.S. Eliot que pudo cifrar en sus poemas el antes y lo que no ha llegado. No todos son tan claros y tan oscuros como Juana de Asbaje o tan sonoros como el bronce de Francisco de Quevedo celebrado por ese otro poeta que ya es un clásico porque ya escribió El Poema y que podemos leerlo en El otro poema de los dones o en El último lobo de Inglaterra.
Hay poetas que cantan para unos pocos, para los pocos que conocieron y los que llegarán mañana. Para los pocos que aún se emocionan con un haz de luz, el vuelo de un pájaro, el lento y luminoso deambular de un Caracol de campo. Si la poesía también es un punto de encuentro entre dos desconocidos, mientras existan lectores habrá poesía, así el otro, el desconocido, sea uno mismo.
Qué bueno que Cardenal y Vallejo nos adviertan de los tartufos, de los hacedores de puntos con publicaciones efímeras, de los que con plumajes afonden su incapacidad expresiva. Pero no deben preocuparnos tanto, que ocupen presupuestos y academias porque serán, ya son como la hierba.