Don Julio Scherer García murió hoy.
Hasta el último momento, el fundador de Proceso mostró el espíritu combativo, indoblegable, que marcó su vida. Rigieron su trabajo periodístico la búsqueda de la verdad, la verticalidad profesional, la denuncia sin concesiones. Físicamente, se va uno de los grandes periodistas mexicanos del siglo XX y de la primera parte del XXI, a través de cuyos trabajos el país se asomó con crudeza a un país del que don Julio se dolía: el México de la injusticia, de la corrupción y del ejercicio abusivo del poder.
En Proceso quedan indelebles sus conceptos morales y periodísticos, de los que estamos impregnados todos los que aquí trabajamos. Recientemente perdimos a Vicente Leñero. Hoy parte el hombre que le dio vida a nuestra publicación y del que recogemos precisamente su espíritu indomable. Gracias a él, gracias a ellos, a su inspiración, Proceso vive, Proceso sigue.
MÉXICO, D.F.
proceso.com.mx
Esta madrugada, alrededor de las 4:30 horas falleció el periodista Julio Scherer García.
El fundador de Proceso, murió de un choque séptico. Llevaba poco más de dos años enfermo, principalmente de problemas gastrointestinales. En abril, cumpliría 89 años.
El 17 de octubre pasado hizo lo que sería su última visita a la redacción que tanto amó.
Al despedirse, a las puertas de las oficinas del semanario que fue su vida durante sus últimos 38 años, dijo a este reportero, los ojos húmedos, que Proceso había costado muchos sacrificios y trabajo y se despidió intentando una sonrisa.
Prometió, un hilo su voz, que regresaría para el aniversario 38 del semanario. Ya no pudo.
Siempre lejos de los reflectores, renuente a las entrevistas, fiel a su estilo de vida, sus funerales serán privados.
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Al inicio de la década de los cuarentas del siglo pasado, antes de cumplir los 18 años, Scherer García ingresó al diario Excelsior.
Tuvo una carrera fulgurante. Inició como mandadero de la redacción y unos días antes de cumplir los 22 años ya publicaba en el vespertino Últimas Noticias y un año después en Excelsior, en cuyas páginas se pueden encontrar notas, entrevistas y reportajes bajo su firma, de septiembre de 1949 a abril de 1976.
Julio Scherer asumió la dirección del entonces el diario más importante del país, a los 42 años, el primero de septiembre de 1968. Desde esa posición, acabó confrontado con los presidentes Gustavo Díaz Ordaz (1964-1970) y Luis Echeverría (1970-1976).
A su salida de Excelsior, el 6 de junio de 1976, luego de una maniobra orquestada desde la presidencia de Echeverría, junto con decenas de compañeros de aquel diario fundó el semanario Proceso, cuyo primer número apareció el 6 de noviembre de 1976.
Scherer García, quien asumió la dirección de Proceso a los 50 años, nunca dejó la actividad reporteril.
El 7 de diciembre de 2014, un mes antes de su muerte, de 88 años, publicó su último texto a propósito del fallecimiento del también periodista y escritor, su amigo, Vicente Leñero.
Considerado el mejor periodista mexicano de la segunda mitad del siglo pasado y de lo que va del actual, Scherer García estudió la carrera de derecho y de filosofía en la UNAM, pero pronto acabó por dirigir todos sus esfuerzos a lo que sería su máxima pasión: el periodismo.
No hubo tema que no tocara: pobreza, menores de edad, desastres, tragedias, conflictos estudiantiles, protestas laborales, religión, grilla política, asuntos internacionales, pintura, literatura y las artes en general, aunque el de la corrupción gubernamental aparece como una constante.
Bajo su dirección, Proceso publicó portadas memorables como aquella titulada El hermano incómodo, del 19 de noviembre de 1994, acompañada de una foto del recientemente exonerado Raúl Salinas de Gortari.
O esa de La casa de Durazo en el Ajusco en julio de 1983, sobre las corruptelas del que fuera jefe de la policía capitalina en el sexenio de José López Portillo, junto a otro reportaje sobre El Partenón, una narco mansión construida para ese siniestro personaje en Zihuatanejo, Guerrero.
Recordada también es la portada de enero de 1983 con el título El refugio de López Portillo en Acapulco, cuyo reportaje en interiores se destacó curiosamente con la cabeza: Una casita blanca de 2 millones de dólares en Puerto Marqués.
El 8 de enero de 1994, el país en un hilo por la declaración de guerra del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, en la redacción de Proceso se recibió una invitación del EZLN dirigida a Scherer García para que este, junto con la Premio Nobel, Rigoberta Menchú y el obispo Samuel Ruíz, fungieran como intermediarios ante la eventualidad de un diálogo con el gobierno.
La respuesta del entonces director de Proceso lo pintó de cuerpo entero:
“Agradezco la inclusión de mi nombre al lado del obispo Samuel Ruiz y de la señora Rigoberta Menchú. Sin embargo, mi condición de periodista me obliga a la imparcialidad, difícil de sostener en la doble condición de mediador y cronista de los acontecimientos que vivimos. Debo, pues, cumplir exclusivamente con las reglas de mi profesión”.
Julio Scherer García escribió un total de 22 libros entre 1965 y 2013. Después del primero, titulado Siqueiros: La Piel y la entraña (1965) (FCE 2003), debieron pasar 19 años para publicar el segundo, el inolvidable Los Presidentes (Grijalbo 1986).
El director fundador de Proceso y hasta su muerte, presidente del Consejo de Administración de CISA, la empresa que edita el semanario, se ocupó en sus libros de expresidentes, de la matanza de Tlatelolco, de las cárceles, de sus más renombrados presos, de los presidentes de Chile, Salvador Allende y Augusto Pinochet, y de temas como el de los secuestros y la delincuencia de menores de edad, así como en un par de ellos, a su vida, su única, de periodista.
Después de Los presidentes escribió:
El poder: historias de familia (Grijalbo 1990); Estos años (Océano 1995); Salinas y su imperio (Océano (1997); Cárceles (Alfaguara 1998); Parte de Guerra, en coautoría con Carlos Monsiváis (Aguilar 1999); Máxima seguridad (Random House Mondadori 2001); Pinochet, vivir matando (Alfaguara 2000 y Nuevo Siglo-Aguilar 2003); Tiempo de saber: Prensa y poder en México, en coautoría con Carlos Monsiváis (Aguilar 2003); Los patriotas. De Tlatelolco a la guerra sucia (Nuevo Siglo Aguilar 2004); El perdón imposible (FCE) (Versión ampliada de Pinochet, vivir matando); El indio que mató al padre Pro (FCE 2005); La pareja (Plaza & Janes (2005); La terca memoria (Grijalbo 2007); La reina del Pacífico (Grijalbo 2008); Allende en llamas (Almadía 2008); Secuestrados (Grijalbo (2009); Historias de muerte y corrupción (Grijalbo (2011); Calderón de cuerpo entero (Grijalbo 2012); Vivir (Grijalbo 2012) y Niños en el crimen (Grijalbo 2013).
Scherer García recibió en 1971 el premio María Moors Cabat y en 1977 fue reconocido como el periodista del año por Atlas Word Press Review de Estados Unidos.
En 1986 se le entregó el premio Manuel Buendía 1986 y dos años después rechazó el Premio Nacional de Periodismo, que en ese entonces entregaba el presidente de la república en turno.
En 2001 recibió el reconocimiento Roque Dalton y en el 2002, quizá el reconocimiento que más lo conmovió: el Premio Nuevo Periodismo CEMEX-FNP, promovido por el escritor Gabriel García Márquez, en la modalidad de homenaje.
Un año después, aceptó el Premio Nacional de Periodismo, cuando su organización y entrega se había ciudadanizado.
Ya el 20 de marzo de 2014 recibió el grado de Doctor Honoris Causa de la Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca.
Y el 3 de octubre pasado, otorgada por el Proyecto Cultural Revueltas, recibió la medalla John Reed por su trayectoria periodística y sus contribuciones a la libertad de expresión.
Confrontado con partes esenciales de sí mismo, Julio Scherer García abrió fragmentos de su piel y de su alma, en abril de 2002, al ser objeto de un homenaje entrañable, extendido en un tiempo que parecía interminable, durante la ceremonia en la que recibió el Premio Nuevo Periodismo Iberoamericano, en Monterrey.
No hay crónica verosímil de lo que ocurrió en el Museo de Arte Contemporáneo de la capital de Nuevo León, al mediodía del miércoles 3 de abril. Como no la puede haber cuando se trata de hablar de las insondables profundidades del espíritu de los periodistas auténticos.
En todo caso, poco se puede hacer para transmitir las emociones, sino buscarlas en las palabras de quienes las experimentan.
-No sabes cuánto te quiero, me jodiste -dijo Gabriel García Márquez a Julio Scherer García en el momento de entregarle el premio en el estrado del Marco.
-Gabriel, Gabriel, Gabriel- fue la respuesta, al tiempo del abrazo estrecho y el beso en la mejilla.
A continuación se reproducen las palabras del fundador de Proceso en la ceremonia de premiación. Y un par de ejemplos de la prosa periodística del homenajeado.
Me abruma la expresión “homenaje a un periodista”. Sé de mi piel, conozco mi alma.
En la segunda mitad de 1976, expulsado de Excélsior por un sistema que se soñó imbatible, tuve el impulso de abandonar el trabajo que me acompañaba desde la juventud. Sin ojos para el futuro, pensé en un porvenir de días circulares. Compañeros de entonces y de siempre que rehusaron permanecer una hora más en el diario ultrajado, pugnaron para que siguiéramos juntos. El despojo había sido brutal. No era tolerable la cancelación de un destino común, la vocación truncada.
Aún los escucho, generosos. “Empecemos de nuevo, a costa de los riesgos que vengan”. Su entereza pudo más que mis resquemores y su capacidad creadora mucho más que la rabia estéril que me vencía. Ellos tuvieron los ojos que a mí me faltaron. Así nació Proceso el 6 de noviembre de 1976 en una casa alquilada. Incluida la estufa, la redacción formaba parte de la cocina.
Fue una época que trajo de todo. Comprobé que el dinero mercenario astilla los huesos y la traición los deshace. Valoré la lealtad, poderosa como el amor. Entendí extremos de la condición humana. Dice la frase bíblica que un amigo fiel no tiene precio y en la paradoja que es la vida yo agregaría que los judas tampoco tienen precio.
En nuestro tiempo, dominados por la prisa, decididos a llegar primero a donde sea, pasamos de largo por las palabras. Como si se tratara de un lugar común, recitamos que el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente. Pero al estadista inglés Lord Acton habría que tomarlo en serio. La corrupción absoluta destruye los principios, degrada los hábitos y atenta contra el deseo, la gracia impalpable de la vida. Arriba, en la cumbre donde todo sobra, no se sigue a la mujer con la admirada naturalidad con la que se la mira en la calle, incompleta como el varón, necesitados uno de la otra, complementarios para la dicha. No son éstas las venturas del poder. Sin límite que los satisfaga, los dioses no se divierten.
El reducto que los resguarda y aísla está construido con materiales abominables: el crimen y la impunidad. Ahí está el arsenal para lo que se ofrezca: la información reservada, los instrumentos para ensuciar la intimidad, la amenaza, la tortura, el calabozo, la disuasión por la violencia, la simulación y sus mil disfraces, la intriga permanente, el engaño a toda hora, los modos y maneras para exhumar secretos que protegen el honor. Notables en algún momento muchos de ellos, los hijos del poder se acostumbran a vivir con ventaja sobre todos, expresión ésta de la cobardía que se encubre en la prepotencia.
Hay otros poderes: el show del dolor, el drama individual para el rating, las matanzas como un espectáculo colorido, las drogas a cambio de hombres y mujeres colgados sobre el vacío y sin energía para desprenderse y caer, las fortunas labradas con el sufrimiento de millones y hasta con los cuerpos frágiles de los niños.
La manipulación ordena el mundo. Los pobres están ahí para que los ricos puedan volcar sobre ellos los tesoros de su corazón. A los de abajo ya les llegará su momento, que el mundo, aldea global, también les pertenece. Escuchamos el canto: todos formamos una familia. La cuestión es mantener la esperanza. Se ha dicho que la oscuridad cerrada anuncia la alborada, la tímida luz primera a la que seguirán todos los resplandores del cielo.
Al periodismo no le compete la eternidad. Son suyos los minutos milenarios. Ubicuo, su avidez por saber y contar no tiene medida, maravilla del tiempo.
No obstante conviene reconocer que nuestro oficio tiene una dosis de perversidad: es difícil escapar a la seducción que ejerce, sin punto de convergencia con el hastío. Pero carga también con deberes estrictos.
Perdería su sentido si no recorriera los oscuros laberintos del poder, ahí donde se discute del hambre sin sentirla, la enfermedad sin padecerla, la ignorancia sin conocerla, la muerte prematura como una lánguida tristeza, la depravación como un tóxico en la sangre de los desencantados. Es abominable el terrorismo de las bombas y las torres, como odioso es un mundo paralizado por la enajenación de hombres y mujeres apenas con fuerza para sostener sus huesos.
El terrorismo destruye cuerpos e inteligencias que supieron lo que es vivir y mata a los desdichados que se fueron sin noción de la vida. Tan vil es un asesinato como otro, una masacre como otra, que en la tragedia no existen escalas ni mediciones. Sin la denuncia del terror y las contradicciones que lo provocan, el periodismo quedaría reducido a una deslumbrante oquedad. Habría que agregar que los huecos permiten suplantar la realidad por la apariencia y poner ésta al servicio del poder. A los hechos no se les maneja; a la apariencia, sí.
A Gabriel García Márquez lo reclamamos íntegro para nuestra profesión. Amante del dato preciso como el poeta consagrado a la metáfora perfecta, sabe que el dato preciso evade la mentira y burla el equívoco. Libre su fantasía sin espacio, la somete a la realidad concreta. A la vida no hay para qué engañarla, quizá dijera el Gabo.
A don Lorenzo Zambrano quiero expresarle mi gratitud y a los miembros del jurado decirles que he leído muchas de sus páginas con el concentrado sentimiento que llamamos devoción. Me corre prisa por abrazarlos, reiterarles que se excedieron, que me conmueven, que una emoción así no es peso sino alivio y hasta podría humedecer mi alma.
“La modestia es moneda falsa en nuestro trabajo. No existe periodista sin su sueño de cabecera: La noticia o el reportaje que lleve a la historia. Así somos todos.”
Así, rotundo, Julio Scherer García definía el motor del trabajo del periodista, un aserto que no riñe con su comportamiento ajeno a la exhibición de su imagen y que, excepcionalmente, él mismo depuso, por ejemplo en el “encuentro insólito” que tuvo con el narcotraficante Ismael El Mayo Zambada.
El mismo Scherer García explicó la razón en la crónica que escribió para Proceso: Cuando El Mayo le pidió ser fotografiados juntos “sentí un calor interno, absolutamente explicable. La foto probaba la veracidad del encuentro con el capo”.
Por eso, más que un arrebato de vanidad, Scherer García pensó en el rigor informativo: “Al periodista lo avalan los hechos. Sin ellos está perdido.”
A cuatro meses de cumplir 89 años de edad, que cumpliría el 7 de abril, Scherer García dio una muestra más de arrojo profesional, temple físico y acabada prosa, en un encuentro originado por su reputación: “La suerte es una urdimbre tejida con paciencia.”
Es decir, fruto de décadas de trabajo periodístico disciplinado. Postulaba: “La obsesión es un círculo, la voluntad una línea recta que rompe el círculo o se degrada.”
En todos sus libros –22 en medio siglo, de La piel y la entraña, de 1965, hasta Niños en el crimen, de 2013–, Scherer García acredita su concepción del periodismo y en ellos suelen despuntar definiciones sobre esta profesión y auténticos aforismos.
Scherer García fue –es– el más completo periodista del siglo 20, fincado en la independencia de todo poder, sino es también escuela de periodismo para quienes, como él decía, nos apasionaba “el periodismo sin imaginación, el toque de la realidad como es”.
Postulaba: “En nuestro oficio sabemos que no hay manera de resistir un suceso. Es el vacío que se abre. Se traga al reportero, al cartonista, al escritor hecho en la tinta de la información.”
Otro: “El periodista escudriña, busca el diálogo, apela al testimonio.”
Uno más: “La cirugía y el periodismo remueven lo que encuentran. El periodismo ha de ser exacto, como el bisturí.”
Postulaba Scherer: “No hay abrigo para la mentira. Tarde o temprano manos hábiles la desnudan.”
El periodismo cabal no se explica sin la libertad, pero Scherer aclaraba: “La libertad es una lumbre que necesita de muchas lumbres para ser lumbre verdadera.”
Es decir, “no existe la libertad en solitario. La libertad es de algunos, o de muchos, o es caricatura, desairada ficción”… “Permanece el periodismo en los seres que viven y en las cosas que son. Su grandeza es la del hombre. Su poesía es el agua que corre sin agotarse.”
El 28 de noviembre de 2005, al recibir el doctorado honoris causa de la Universidad de Guadalajara, de cuyo discurso tomé el párrafo de la “entrada” de este artículo, Scherer García expuso:
“Suele decirse que Proceso nació para la estridencia. Ciertamente no somos moderados, pero el país no está para la crítica prudente a la que muchos se acomodan.”
Diagnosticó: “La impunidad tomó partido y la zozobra domina la vida cotidiana: Los robos y los crímenes por la mañana, los atracos y secuestros por la tarde, los asaltos a mano armada por la noche y la corrupción a toda hora.”
Antes, el 7 de mayo de 2002, al recibir el Premio Nacional de Periodismo –el primero que se otorgó sin la intervención del gobierno–, Scherer García sentenció: “El mundo se ha endurecido y pienso que el periodismo habrá de endurecerse para mantenerse fiel a la realidad, su espejo insobornable”.
Es decir, “si los ríos se enrojecen y se extienden los valles de cadáveres víctimas del hambre y la enfermedad, así habrá que contarlo con la imagen y la palabra.”
Sobre su relación con los poderosos, decía: “El periodista observa la vida privada de los hombres públicos y se entromete en su trabajo, asiste como puede a las reuniones a perta cerrada y se hace de documentos reservados: El periodista escucha lo que no debe escuchar y mira lo que no debe mirar en la búsqueda afanosa de los datos y signos que informen a la sociedad de lo que ocurre en las esferas del poder”.
Puntualizaba también: “Políticos y periodistas se buscan unos a otros, se rechazan, vuelven a encontrarse para tornar a discrepar. Son especies que se repelen y se necesitan para vivir. Los políticos trabajan para lo factible entre pugnas subterráneas; los periodistas trabajan para lo deseable hundidos en la realidad. Entre ellos el matrimonio es imposible, pero inevitable el amasiato”.
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La muerte del periodista mexicano Julio Scherer García ha provocado miles de muestras de pésame en México y el mundo.
En su cuenta de Twiiter, el historiador Enrique Krauze publicó: “Con gran dolor me entero que ha muerto Julio Scherer, el más grande periodista del siglo XX en México. Lo quise mucho, lo extrañaré siempre”.
El periodista Julio Hernández, de La Jornada, escribió: “Don Julio Scherer García ha muerto. Fue un gigante del periodismo, ejemplo de rigor y de ética profesionales…”.
El cartonista Antonio Helguera: “Triste día para la libertad de expresión, además del ataque a Charlie Hebdó, fallece Julio Scherer”.
El investigador John Ackerman: “Hasta siempre Don #JulioScherer, faro de valentía, constancia y rigor periodístico: http://ow.ly/GW0ni Toda mi solidaridad para familia”.
El periodista Javier Solórzano: “Don Julio Scherer un parteaguas del periodismo mexicano… Donde a partir de hoy esté, le mando mi agradecimiento”.
Figuras de la política también lamentaron el deceso. Andrés Manuel López Obrador publicó: “La pérdida de don Julio Scherer me entristece por partida doble: por nuestra entrañable amistad y por el vacío que deja en la vida pública”.
El presidente Enrique Peña Nieto: “Lamento el sensible fallecimiento de Julio Scherer García, un profesional del periodismo mexicano. Mis condolencias a su familia”.
Miles de usuarios de las redes sociales han compartido la noticia del fallecimiento del fundador del seminario Proceso, así como fotografías y discursos del periodista.
Entre algunos comentarios de los lectores destacan: “Es una tragedia el fallecimiento de Julio Scherer, periodista al que la libertad de expresión le debe mucho en este país, descanse en paz”, escrito por el usuario Héctor Legorreta. También: “Una auténtica pena para el periodismo mexicano la pérdida de Julio Scherer”, del usuario @adriangtz95.
El tema es tendencia global en Twitter, donde acumula más de once mil menciones.
Medios internacionales y nacionales han consignado el fallecimiento de Scherer, entre ellos New York Times, CNN, Univisión, El Financiero, El Economista, La Jornada, Reforma, Aristegui Noticias y Radio Fórmula.
Antes de doblegarse ante el autoritarismo de Luis Echeverría, Julio Scherer abandonó Excélsior en el momento en que este era considerado uno de los grandes diarios del mundo. Fundó Proceso, la convirtió en su trinchera y supo marcarla con un sentido profundo de justicia. Como periodista, el más grande vivo en México, a Julio Scherer no lo define una sino varias palabras: arrojo, desafío, honestidad, patriotismo, justicia, crítica, poder.
Su hija María aporta algunas más: dulzura, amor. Por un lado, admiración por un hombre que ha buscado apasionadamente justicia y verdad; por el otro, amor por aquel que la guio con ternura y buen ejemplo. Con esta carta y con la recuperación de uno de sus grandes reportajes, Letras Libres rinde homenaje al gran periodista y al hombre cabal. (Texto publicado originalmente en la revista Letras Libres)
Desde hace muchos años supe que algún día estaría sentada aquí, mordiéndome las uñas mientras escribía este texto. Lo temí apenas lo advertí. Por fortuna, nadie me lo pidió antes. Hace unos meses lo hizo Enrique Krauze. Me contó que planeaba homenajear a dos personajes de la izquierda: José Revueltas y Julio Scherer. Francamente, no sé si se lo agradezco. Accedí porque creo, como en una verdad absoluta, que no hay padre como mi padre.
e mi padre poco se sabe. Del periodista acaso algo más: los trazos que ha delineado en sus libros más intimistas. No ha sido suficiente para algunos estudiantes y varios periodistas que me han utilizado como intermediario para tratar de obtener una entrevista con él. Pronto dejé de pasarle esos mensajes. Su respuesta era fácil de anticipar: siempre era la misma.
Mi padre ha insistido, y con razón, que por él habla su trabajo: sus entrevistas, sus reportajes. Se ha negado a cooperar cada vez que algún colega obstinado ha pretendido biografiarlo.
Creo que comprendí que mi padre era un gigante hasta que me matriculé en la universidad. Sabía, por supuesto, que era un hombre importante, querido y respetado, que todo el mundo lo conocía, lo mismo que él conocía a todo el mundo. Casi todos mis maestros me interrogaban sobre él. Querían saber qué me aconsejaba, qué me confiaba sobre el oficio periodístico. La mayoría se alegraba de tenerme entre sus alumnos, como si yo emanara alguna de sus virtudes profesionales. Aunque sus preguntas eran repetitivas, me encantaba escuchar –las más de las veces– la admiración que expresaban.
Mi mamá murió un mes antes de mis quince años. Nos acompañamos en el duelo y mi papá cumplió con el doble rol de la única manera posible, colmándome de amor. Fue él quien me condujo por la vida de mi madre. La conocí a través de sus recuerdos. Me contó su historia mejor que ella misma.
Conservo en un lugar aparte esta tarjeta suya: “Que mi amor te alcance en el camino, te decía tu madre. Y su amor te alcanza en tus hermanos y en tu padre.”
También guardo imágenes entrañables. Una se parece mucho a una fotografía que le tomó el papá de mi hijo Pablo. Mi padre está sentado frente a su escritorio. Lleva una camisa blanca. Distingo dos de sus más amadas pertenencias: la foto de mi madre y una banderita de México. Manipula su vieja Olivetti (tiene dos idénticas, por si una se descompone). Los anteojos se le han resbalado y se balancean a la mitad de su nariz.
No sé si interrumpirlo. Se ve muy concentrado. Al fin me decido y separo las puertas corredizas de su biblioteca.
–Hola, pa –le digo. Voltea hacia mí y se quita los lentes. Me sonríe, y toda la dulzura se condensa en un gesto.
–Qué bonitos ojos tengo –me contesta, mientras mira fijo los míos. Siempre han dicho que tenemos los mismos ojos.
No olvido el 23 de marzo de 1994. Ese día, mi padre me enseñó que no hay promesa pequeña. Habían asesinado a Luis Donaldo Colosio. El ritmo de las noticias se aceleró frenéticamente conforme corrieron las horas. A las nueve de la noche, desde la cocina, escuché girar la cerradura de la puerta de la entrada. Mi padre traía un sobre manila en la mano. Lo abrió y me mostró su contenido: la primera prueba para la portada de Proceso.
Laura –que vivía y trabajaba en casa– nos ofreció unas quesadillas.
–¿Te quedas?
–Tengo que volver a la revista.
–¿Solo viniste a enseñarme la portada?
–No, hijita. Vine porque quedamos para merendar. Vengo tarde, no me esperes.
En 1999 dejé la casa de mi padre para casarme. Fui la última, pero nunca tuve remordimientos de conciencia. Él aprecia la soledad. La necesita. Nos lo ha dejado bien claro.
Extraño muchas cosas de nuestra vida en común: su compañía única, su permanente buen humor, su conversación inagotable. Pero sobre todo me hacen falta sus incesantes muestras de amor. Prácticamente a diario –juro que no exagero–, mi papá dejaba una nota en mi buró. La colocaba ahí temprano en la mañana, antes de salir, o por la noche, cuando me encontraba dormida. Conservo muchísimas tarjetas suyas que dicen solo Te amo. Dos cajas protegen cientos más. Elegí una al azar, porque no puedo decidirme por ninguna. Escribió:
Hija preciosa:
Ya no más amor, ya no tanto. Hay horas en que cubres mi pensamiento íntegro. ¡Basta!
Mi papá lleva años despidiéndose. “Cuando sea flor…”, nos previene. Por fortuna, he alcanzado la madurez a su lado. Justo ahora, cuando mi amor por él alcanzó su plenitud, es el momento: yo también quiero honrar a mi padre, que nunca será flor. Será árbol. ~
De manos del rector de la UNAM, Juan Ramón de la Fuente, Julio Scherer García recibió el miércoles 7 de mayo de 2003, el Premio Nacional de Periodismo por trayectoria periodística. En una cálida ceremonia, efectuada en el auditorio principal de la Universidad Iberoamericana, fueron galardonados también los reporteros Juan Veledíaz, de Proceso; Gustavo Castillo y Enrique Méndez, de La Jornada; Juan Carlos Zúñiga, de El Imparcial de Hermosillo; Jorge Morales Almada, de Frontera de Tijuana; el fotógrafo Daniel Aguilar, de la agencia Reuters, y el cartonista Helguera, también de La Jornada.
El fundador de Proceso y actual presidente de su Consejo de Administración pronunció el discurso que se transcribe a continuación:
No tengo recurso para responder a la generosidad del jurado aquí presente. Tampoco palabras para expresar la gratitud colectiva, la de mis compañeros y la mía, por la presencia de todos ustedes. Ocurre lo de siempre: para las ideas existen adverbios y adjetivos precisos, no para las emociones. Su universo es mágico. Sobre el premio a la trayectoria, debo decir: nadie camina solo. Un destino que no fuera común carecería de sentido.
Preparé unas cuartillas. Confío en que habré de leerlas con naturalidad:
Padecemos tiempos de zozobra. La brutalidad quedó suelta y el horror la acompaña. Los gobiernos de Estados Unidos y Cuba entregan cuentas lamentables. Entre Washington y La Habana, nuestra diplomacia no atina con una política certera. La parálisis que la aqueja me lleva de manera natural a la estampa de los boxeadores que bajan la guardia y dejan descubierto el mentón.
No existe proporción entre la furia genocida en Irak y el paredón siniestro en Cuba. Tampoco entre la muerte de miles que se mira con el frío de la distancia y el duelo personal e intransferible de los familiares y amigos entrañables. En Irak, fueron asesinados niñas y niños tocados con la gracia de vivir. En la isla, se entretejen viejas historias y agravios de años. No hay excusa para la muerte decretada desde arriba, el crimen del poder, pero sí grados de responsabilidad histórica, política y humana.
Bush y Castro viven la razón de Estado como eje y razón de su política. La ética, la moral pública de la que todos participamos, para ambos quedó perdida en algún sarcófago. Pero sus diferencias los llevan a polos opuestos. Bush se ha preparado para agredir a quien se le ponga enfrente, y Castro, dictador implacable, noche a noche se prepara contra el bloqueo y sus consecuencias mayores. Bush legitima la violación territorial, y Castro jura que sus ojos caribeños no verán jamás la belleza infinita de Cuba en las manos aborrecidas del imperio. Castro, indómito, vive en el riesgo extremo, y Bush diseña su estrategia entre misiles invencibles.
Castro mantiene enhiesta la bandera de la dignidad soberana, pero a fuerza de vendavales, como el paredón abominable, la estrella solitaria podría desprenderse del mástil. Aun si esto ocurriera y a sabiendas de que el comandante arroja piedras contra la gloria, no podría desconocer que me hizo soñar y que los sueños, como los amores, tienen vida eterna. A nadie daña la utopía de una América Latina soberana y dueña de sus tesoros.
Frente a los amagos que se barruntan -el Departamento de Estado condena una vez más a Castro, aberrante lo llama ahora-, pienso que a Fidel le asiste la última razón, definitiva: si en Cuba quedara un último cubano vivo, de él sería la isla.
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En México, el presidente Vicente Fox y el canciller Ernesto Derbez fueron explícitos a favor de la paz e implícitos en la condena de la guerra. La guerra y la paz son palabras rotundas y su binomio es indestructible en la unidad de los contrarios. No es válido mencionar una palabra y omitir la otra. Allá en Nueva York, durante los días de discusión entre los vencedores obvios y sus adversarios, todos sabíamos lo que iba a ocurrir. En el primer segundo, la sola bandera blanca de la paz quedó salpicada de sangre.
Nada se agradece como la claridad, sin la cual no hay argumento que se sostenga, y nada fortalece tanto como una posición que se asume y defiende con ánimo decidido. No es nuestro caso. La diplomacia mexicana persiste en la ambigüedad. Hoy pagamos las consecuencias del empeño por ocupar una silla en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Los resultados están a la vista: el gobierno queda mal con uno y con otros, y lo ha hecho reiteradamente en nuestro nombre.
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El mundo se ha endurecido, y pienso que el periodismo habrá de endurecerse para mantenerse fiel a la realidad, su espejo insobornable. Si los ríos se enrojecen y se extienden los valles poblados de cadáveres víctimas del hambre y la enfermedad, así habrá que contarlo con la imagen y la palabra. Muchos no lo consideran así. En estos días, he escuchado censuras por la manera como Proceso hizo sentir el escalofrío que nos llegó desde Irak. Cito un ejemplo:
Mis compañeros fijaron en la portada de la revista un cuadro bello y terrible. Se trata de una niña que parece soñar, apacible el rostro, pero su cuerpo está incompleto. Sin los pies, las piernas inútiles llevan metafóricamente a la pesadilla.
Personas cercanas, algunas muy queridas, me dijeron que nos entregábamos al morbo, a la seducción del horror, a la enfermedad amarilla. El mundo es más que “eso”, reclamó una de ellas. Por supuesto que el mundo es más que “eso”, repuse. Es el amor con mayúsculas, la sensualidad también con mayúsculas, la creación incesante, el bienestar ganado a pulso, la dicha que anda por ahí y habrá que atraparla, la muerte benévola. Pero subrayé que en el momento de la masacre en Irak, el mundo era sólo “eso”, la niña cercenada.
Traje a cuento la inocencia de un pequeño judío polaco que levanta los brazos frente a los SS de Hitler; recordé a la vietnamita que huye del Napalm, desnudo su cuerpo infantil y desnudo su pavor. Argumenté que fotografías como éstas caracterizan una época y que a la criatura de nuestra portada le estaba reservado igual destino.
* * * * *
Este tiempo, el del presidente Fox, dio el tiro de gracia al “Día de la Libertad de Prensa”. Se trataba, bien lo sabemos, de un autohomenaje cínico del poder.
Los periodistas se reunían con el primer magistrado y lo invitaban a un festejo por las libertades de que disfrutaba el país, la primera, la expresión sin cerrojo. El presidente priista aceptaba, gustoso. En los discursos, los periodistas hablaban de la luz refulgente de la prensa libre, y el mandatario respondía con su reconocimiento a los comensales, hombres y mujeres de bien, hombres y mujeres de México.
Como a muchos, no me cabe el regocijo por el fin del espectáculo deprimente. Sin embargo, me parece que nada compensa el desdén del actual presidente de la República por la cultura y la palabra escrita. Su diálogo con una mujer campesina, analfabeta, a la que felicita por su ignorancia, que la aparta de los sinsabores que traen consigo los periódicos, debería quedar inscrito en alguna plaza pública para vergüenza de todos.
Me parece que el presidente se excede en su confianza por el embrujo de la televisión. Me duele decirlo: un gobierno que se valora por su imagen es un gobierno frívolo.
Pesadas tareas nos esperan a los periodistas. Ésta es nuestra pasión.
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Desde las escaleras que conducen a la dirección de Proceso, que él ocupó durante 20 años, Julio Scherer García habló a los trabajadores del semanario que nos reunimos en la Redacción, en la planta baja de Fresas 13, indignados y tristes por el asesinato atroz de nuestra compañera Regina Martínez.
Con voz cansada pero firme, Scherer García recomendó cautela ante el crimen y sobre todo empeño en el trabajo periodístico: “Sin desafíos, sin alardes; absoluta sencillez. No saquemos de mala manera la furia y el dolor. No exageremos las cosas”.
Era la noche del miércoles 1 de mayo de 2012 y nos reunía el agravio por el cobarde asesinato de Regina, nuestra compañera corresponsal en Veracruz, el sábado 28 de abril, en plena temporada electoral y moribundo el infecundo sexenio de Felipe Calderón.
Junto a Scherer García estaba el subdirector fundador Vicente Leñero –fallecido hace un mes, el 3 de diciembre–, quien a su vez recomendó afrontar el crimen siendo “mejores periodistas”, y el director, Rafael Rodríguez Castañeda.
Scherer García tenía un ojo hinchado. La madrugada de ese primero de mayo había caído de la cama, en medio de una pesadilla, a su regreso de Veracruz, donde se entrevistó con el gobernador priista Javier Duarte, acompañado de Rodríguez Castañeda, el subdirector Salvador Corro, el reportero Jorge Carrasco y el fotógrafo Germán Canseco.
Lo que nos dijo esa noche a quienes trabajamos en Proceso, su obra, lo escribió Scherer García en su libro Vivir, su penúltimo libro, en circulación desde octubre de 2012:
Sorprendidos, nos encontramos de pronto en el centro de una reunión extraña. La burocracia pesada del gobierno estaba presente. En una mesa ante la cual nos sentaríamos, conté dieciséis sillas, todas ocupadas. La batería de la autoridad hablaría con nosotros.
El gobernador nos observó en silencio, vestía sin una arruga su guayabera blanca, igual a la de sus colaboradores. Su actitud me hizo entender que aguardaba a las primeras palabras de los periodistas. Salvador Corro y Jorge Carrasco inquirieron acerca de datos sobre el cadáver de Regina.
Duarte de Ochoa los escuchó y tomó la palabra. Su discurso se disolvió en palabras rutinarias, abusivamente aburridas. Habló como los oradores, sin una idea original, igual que los de su clase. La investigación sería exhaustiva, las fuerzas del orden no se darían reposo hasta dar con los criminales. Agregó que Veracruz vivía en el cauce de un río que no alcanzaba la turbulencia. Prevalecía el Estado de derecho.
No pude más y le dije al gobernador que no le creíamos, que su discurso estaba de más. Yo pretendía dejar claro que en palabras inequívocas que no siguiera por ahí.
Rodríguez Castañeda intervino, rápido, directo. Dio cuenta del hostigamiento del que Proceso era objeto. La revista era confiscada en los números ingratos para el gobierno estatal y a nuestra Regina no se le había tratado de la mejor manera. El gobernador se mantuvo en silencio y dio la palabra a cada uno de sus colaboradores.
A Duarte le siguieron los miembros de su gabinete. Uno a uno hablaron de las pesquisas que ya se habían iniciado para capturar a los criminales: ya contaban con datos de la agenda de Regina, ya sabían de algunos vecinos, ya habían recopilado los primeros datos acerca de la zona siniestra del asesinato.
Me sentí obligado a intervenir. No se trataba sólo de esclarecer el homicidio—“Regina toca nuestro corazón”, dije–, sino de llegar a las aguas profundas en las que Veracruz se debatía en la zozobra, como el país.
De las oficinas del gobierno nos trasladaríamos al hotel Marriot de Jalapa. Ahí reservaríamos una pequeña sala para redactar el comunicado a través del cual divulgaríamos nuestra posición frente al crimen. A la vez, entablaríamos relación con la familia de Regina, a fin de ponernos íntegros a su disposición.
El gobernador, por su cuenta, había dispuesto para nosotros cinco recámaras con todos los servicios. Advertimos que no habíamos de utilizar los aposentos, que esa misma noche regresaríamos a la ciudad de México.
También dijimos que no tenían las autoridades por qué hacerse cargo del alquiler de nuestra modesta sala de trabajo. La respuesta fue cortés: como fuera, el servicio estaba a nuestra disposición. Más aún, el gobernador había ordenado que un jet ejecutivo nos trasladara en vuelo directo a la ciudad de México. Rehusamos atenciones que no corresponden a nuestro modo de ser.
Hablamos con Ángel, uno de los diez hermanos de nuestra compañera Regina Martínez Pérez. Para él y su familia habría todo lo que nosotros pudiéramos proporcionarle.
La reunión terminó con un punto de acuerdo: al lado de la procuraduría estatal, Proceso participaría en la investigación del suceso brutal. Lo haría con las armas únicas del periodismo.
Después de dieciocho horas, en el vértigo de acontecimientos inesperados, entré a mi casa a las doce de la noche. La excitación me dominaba. En Jalapa, cumplido nuestro trabajo, habríamos concurrido al mejor restaurante y caído en una disparatada alegría. Yo hacía bromas pueriles. El 29 de abril el Cruz Azul había perdido su clasificación para disputar el campeonato de futbol en la liguilla. Entre nosotros había partidarios del equipo cementero y yo repetía un cuento viejo de mi infancia:
Pájaros azules, pájaros bermejos,
Mientras más azules, más… azules
En mi casa me acosté, pienso que con fiebre. De pronto me vi en el suelo. Me había caído de la cama y azotado la cara contra el piso de madera. Escuché un crujido. Pensé en un hueso roto.
Había sucumbido a una pesadilla. Cuatro sujetos me secuestraban y yo me defendía con las fuerzas completas de mi cuerpo. Pateaba desesperado y desperté en el suelo.
Me pesaba la cabeza igual que si fuera ajena a mi cuerpo. La cara acusaba el maltrato. Arriba del ojo izquierdo sentía una hinchazón que crecía.
Me tendí boca abajo y esperé para saber de mí. Primero recorrí los nombres de las diez personas que más amo, de Susana a nuestra hija menor, María. Respiré. Pasé la prueba.
Después me pregunté por el día: Primero de mayo. Una alegría extraña me conmovió de manera más extraña aún: me ubicaba en el tiempo. Enseguida me interrogué acerca del sitio en que me hallaba: Plateros 76. Me respondí: sabía del tiempo.
Faltaba aún el conteo de uno al cien que me había impuesto para saber más del orden de las ideas. De la prueba salía satisfecho. Al parecer, no había motivos para una preocupación desusada. Estaba completo y, al parecer, lúcido.
Finalmente me puse de pie. Sentí un mareo intenso que poco a poco se fue desvaneciendo. Fui al baño para mirarme en el espejo. Vi la hinchazón naciente en la cara, una rasgadura, los primeros signos del hematoma.
A las diez de la mañana me comuniqué con Rafael Rodríguez Castañeda. Le conté sobre la pesadilla y le pregunté si creía conveniente contar a nuestros compañeros el episodio del que había sido protagonista.
Respondió que me esperaba a las ocho de la noche. A esa hora había citado al personal de Proceso para contarles del suceso que nos estremecía.