Elogio de la maestra
Rosa Miriam Elizalde
La Jornada Semanal
“Estoy viviendo los mejores momentos de mi vida”, me dijo en La Habana Leonela Relys, una mujer pequeñita, de sesenta y siete años y herida de muerte. Yo no tenía ni idea de que padecía un cáncer de pulmón y ella tampoco dio señales de llevar tal peso encima. Todo lo contrario. Sonreía como siempre y respondió a un comentario que le hice sobre el abuso de las tecnologías en la enseñanza, con su opinión volcada a los hechos y enhebrada con discreción y sabiduría. Esa prudencia en la firmeza (y aun diría en el combate) es lo que conocía de Leonela, la mujer que inventó el método Yo sí puedo, para enseñar a analfabetos de cualquier edad a leer y escribir en pocos meses.
El programa comenzó a aplicarse en 2001 en Haití, donde la mitad de la población era entonces analfabeta. La primera palabra que aprendió en creole, lengua que llegó a dominar, fue “grangou”, que quiere decir “hambre”. “El analfabeto no entiende bien por qué tiene que aprender a leer. Su urgencia es alimentar a su familia. Algunos preguntaban cuánto se pagaba por estar allí, y otros, cuando le entregamos por primera vez un lápiz, lo apoyaron por la parte de la goma de borrar, en pleno siglo XXI.”
Allí comprendió la relación del analfabetismo con la pobreza, el hambre, la insalubridad. “El analfabetismo existe, porque existen iniquidades e injusticias sociales. Existe porque no hay educación para todos.”
Más de 100 mil personas fueron alfabetizadas en Haití con el método de Leonela, desplegado a través de la radio. Ella elaboró una cartilla en pocas páginas en las que combinó los números con las letras; “los pobres siempre aprenden a contar a la fuerza, y había que ir poco a poco de lo conocido a lo desconocido, de lo sencillo a lo complejo”, me explicó. En Haití sufrió un accidente que la obligó a regresar a Cuba y someterse a varias operaciones en una pierna. Convaleciente, recibió una llamada de Fidel Castro. El líder cubano le habló de su niñez en Birán, de los campesinos analfabetos que conoció y no sabían contar, pero asociaban el número de los billetes con las imágenes que traían. El diálogo con Fidel dio a la experiencia de Leonela una dimensión homérica: quería que aquel método para enseñar a leer pudiera llegar a todos los analfabetos del mundo, comenzando por los de los países latinoamericanos que quisieran sumarse a la aventura. El gobierno del presidente Hugo Chávez fue el primero en apuntarse.
Leonela recordaba perfectamente esa primera conversación, y las que se sucedieron después. Fidel estaba convencido entonces de que sólo se consigue erradicar el analfabetismo si los países que lo sufren se empeñan en acabar con él. Sabía perfectamente que, en algunas naciones, ser analfabeto equivale a ser menor de edad para el ejercicio de los derechos cívicos. “Si no sabes leer, no sabes votar, no puedes reclamar nada”, y Leonela insistía en esos diálogos en una dimensión esencial: la autoestima. El analfabeto carga, además, la vergüenza de serlo.
La persistencia de los altos porcentajes de iletrados depende de factores estrictamente políticos, argumentaba Fidel en encuentros que a veces se prolongaban hasta la madrugada. El mundo tiene 700 millones de analfabetos: diez por ciento de la población humana que habita este planeta. La historia de la mujer –ellas suponen sesenta y cuatro por ciento de los iletrados actuales- que acude al vecino para que descifre la carta de su hijo; el drama de los analfabetos que se ven asaltados en las grandes ciudades por señales incomprensibles, por impresos que para ellos son papeles garabateados; la escena del analfabeto que quiere redimirse y no halla en la sociedad los instrumentos precisos para procurarse la cultura, son imágenes que reflejan el fracaso de una política alfabetizadora internacional que no ha alcanzado sus objetivos primordiales.
La metodóloga nacional de Español y Literatura del Ministerio de Educación, que había organizado una primera cartilla en creole, se vio de la noche a la mañana dirigiendo “un equipo multidisciplinario” que incluía técnicos y actores vinculados al recién creado Canal Educativo, de la Televisión Cubana. “Comenzamos a escribir los guiones, a hacer el trabajo de mesa, a reunirnos para ver las imágenes y la música, y nació el Yo sí puedo.”
La idea que encabezó en 2001 con una vocación latinoamericana, se materializó en 2002, cuando comenzaron las grabaciones. Los actores dramatizaban las historias e intervenían maestros locales y alumnos iletrados que aprendían, observados por las cámaras. El sistema incluyó manual, cartilla, apoyo audiovisual y capacitación para los facilitadores, siempre “con la premisa de que fuera agradable, ameno y alegre, porque no había que sumar cargas nuevas a la vida de los pobres, que ya es de por sí bastante dura”.
Los programas se grabaron en quechua y aymará (Bolivia), creole (Haití), tetum (Timor Leste), inglés (Nueva Zelanda), suajili (Tanzania), portugués, francés y varias versiones del castellano (para un numeroso grupo de países latinoamericanos y España). También armó cartillas “ecológicas” –con más de trescientas imágenes de árboles y animales– y otras que utilizaban la computadora y el teléfono móvil: “Descubrí que los pobres en muchos de estos países no tenían para comer, pero andaban con celulares.” Los signos de la computadora y el móvil son números y letras. “La tecla 2 del móvil, por ejemplo, va con las letras ABC. Es como un Yo sí puedo masificado… No hay que fajarse con los instrumentos populares, hay que utilizarlos. El mensaje que siempre quisimos llevar es ‘aprender a leer es bueno, útil y divertido’”.
Este resultado de la pedagogía latinoamericana –ella nunca permitió que dijeran que el Yo si puedo era sólo cubano– logró alfabetizar en treinta y tres países de diversos continentes, México entre ellos. Graduó a más de 8 millones 800 mil personas y tuvo un beneficio colateral que Leonela no podía prever: “Cuando lo estábamos implementando en distintas partes de América Latina nos dimos cuenta de que había personas que no podían leer ni escribir porque tenían problemas en la vista. Entonces comenzó la Operación Milagro para devolver la visión a todas esas personas y que eso no fuera limitante para aprender.”
El aula era su felicidad y ella lo celebraba con un gesto discreto, porque la humildad de Leonela era tan grande como su genio pedagógico. Su metodología no sólo era una enseñanza útil para la alfabetización, sino una pedagogía que, como tal, comprendía también una filosofía sobre el ser humano y la sociedad, que está atada a su biografía, en particular a su niñez y adolescencia.
Nació en Camagüey, en las llanuras del centro oriental de la Isla. Su madre murió cuando ella era muy pequeña, y fue criada por sus abuelos. Su abuela la enseñó a leer en una Biblia y era una niña todavía cuando, en 1961, dos años después del triunfo de la Revolución y contra la voluntad de su familia, se apuntó como alfabetizadora para la gran campaña donde un millón de cubanos aprendió a leer y la contrarrevolución asesinó a maestros voluntarios y a sus alumnos campesinos. Leonela tenía trece años y fue destinada, con otra compañera, a Brisas de Yareyal, un pueblo del norte de la Isla que ni siquiera estaba en el mapa.
Ahí encontró su vocación y descubrió que su vida iba a ser “más que una lucha por la alfabetización, simplemente una lucha contra el analfabetismo, que es algo cambiante con la evolución de la sociedad y mucho más complejo que el no saber leer y escribir”. Se graduó de maestra primaria en 1964 y dio clases de Español y Literatura; años después se hizo doctora en Pedagogía, escribió una veintena de libros y recibió los más altos honores del país –incluido el título de Héroe del Trabajo de la República de Cuba, que muy pocos ostentan. La unesco le otorgó dos Menciones Honoríficas Rey Sejong (de 2002 y 2003), y el premio de 2006, mientras la Universidad de Gerona le entregó el Premi Mestres 68, en su edición de 2012.
Todo eso lo hizo mientras, como cualquier otra cubana, hacía malabares para llevar el hogar y atender a sus dos hijos, una mujer y un varón ahora cuarentones, que le dieron tres nietos a los que adoraba. Sus últimas horas las vivió en la casita verde que ella y su esposo levantaron casi desde los cimientos en una calle llena de baches y grietas de la barriada de Diez de Octubre, en la periferia de La Habana.
Aquel día, el último en que conversé con ella, volví a la carga sobre el método audiovisual del Yo sí puedo y el peligro de sustituir al maestro por el televisor. “El problema no es la tecnología. Sin humanismo tendremos una generación dotada de capacidad profesional pero sin corazón. La competencia habrá de prevalecer entonces sobre la solidaridad y el capital sobre los seres humanos. Y así iremos a la barbarie”, anoté en mi agenda y sus palabras quedaron ahí, hasta este 17 de enero, en que amanecimos con la noticia de su muerte. Un dato, que quedó relegado en los titulares, porque lo único que parecía importar de la Isla eran las conversaciones entre los gobiernos de Estados Unidos y Cuba.
Nadie en la prensa dijo, por ejemplo, que el fraile dominico Frei Betto dio una conferencia en la Casa de las Américas, de La Habana, dedicada a otro gran pedagogo, el brasileño Paulo Freire, profeta de la educación solidaria. Al terminar su disertación y cuando ya sonaban atronadores los aplausos, Betto pidió a su audiencia que se pusiera de pie y que esas palmas batieran para abrazar y despedir a una mujer: Leonela.
El reloj se detuvo
El rostro de esta mujer, que hizo tanto y cuyo nombre aparece en miles de referencias en Google, apenas aparece en internet. Ni siquiera se asoma en su propia casa, fiel a su personalidad, capaz de mover el mundo sin estridencia. Rolando Hernández, su esposo por “treinta años más cinco prestados, de novios”, entra en la pequeña habitación donde Leonela tenía su estudio y va sacando de una en una las fotos que ella guardaba, en la que se le ve con los presidentes Fidel Castro, Hugo Chávez, René Preval, Martín Torrijos…
Es la primera vez que Rolando abre la puerta del estudio desde la muerte de su mujer y se disculpa, porque le cuesta hurgar entre sus papeles, todavía desordenados, como ella los dejó. Leonela trabajó mientras tuvo fuerzas, casi hasta el final cuando, teniendo todos los premios de su profesión y la posibilidad de mantenerse como académica en el Instituto Pedagógico Latinoamericano y Caribeño (IPPLAC) de Cuba, decidió volver al punto donde había comenzado: maestra. El agravamiento de su enfermedad la sorprendió en el preuniversitario “Tomás David Roig”, del Vedado habanero. Se había jubilado para retomar sus clases de Español y Literatura y cuando el médico advirtió a la familia que el cáncer apenas le permitiría tres o cuatro meses de vida, le dolió dejar el trabajo de psicopedagoga en ese preuniversitario.
“Mire, yo soy ateo, pero Leonela tenía algo, un don, no sé…”, confiesa Rolando. “Ella me regaló este reloj en 1999 –se lo quita de la muñeca y me lo muestra. Lo he llevado desde entonces y jamás se adelantó ni se atrasó un minuto. Leonela murió a las 10:55 de la mañana, lo sé porque a esa hora cerré sus ojos. Cuando llegué a la funeraria, el reloj seguía detenido en las 10:55, y ha seguido así, sin moverse, por más que le doy a la cuerda.”