La influencia del manierismo en Pier Paolo Pasolini
es evidente en toda su obra cinematográfica
Surgido en el siglo XVI, el manierismo –del italiano maniera–
fue bautizado así por Giorgio Vasari
que usó ese vocablo como sinónimo de estilo.
Annunziata Rossi
Para Carmen Gaitán
en memoria de Federico Campbell
El manierismo nace en Toscana en los años veinte del siglo XVI, después de la aparición fulgurante de los tres grandes astros: Rafael, Leonardo y Miguel Ángel, que con su obra creativa cierran el pleno Renacimiento. Leonardo muere en 1519, Rafael en 1520, y Miguel Ángel continuará trabajando hasta su muerte en 1560, a los ochenta y nueve años. Con ellos, el Renacimiento ha dado todo de sí. De hecho, las últimas obras de Rafael y Miguel Ángel contienen los gérmenes de la disolución y están llenas de fermentos anticlásicos. Miguel Ángel anticipa el Barroco con la cúpula de la Basílica de San Pedro en Roma, en la Piedad Rondanini (Milán, Castillo Sforzesco), y en la Biblioteca Laurenziana de Florencia.
Con Miguel Ángel se rompen las estructuras clásicas y empieza la tensión barroca, la convulsión de las líneas, el movimiento desaforado que es su signo, la aglomeración de figuras y objetos en movimiento, lo “relleno” que oculta el miedo al vacío, el horror vacui. Lo no acabado, lo ilimitado que aparece en las últimas esculturas del reformista Miguel Ángel, está en directa relación con la inquietud religiosa, con la sed de infinito y el misterio de la Gracia que lo atormentan. La problemática relación entre el hombre y Dios, presente en el Juicio Final de la Capilla Sixtina, el anhelo de una idea inalcanzable y el misterio de la muerte; en pocas palabras, su visión trágica que, según Lucien Goldmann, lo emparenta con Racine, Pascal y Kant, no puede conciliarse con la medida renacentista. Viene al caso recordar también la tesis de Heinrich Wolfflin sobre la disolución del Renacimiento en el Barroco, y también la estupenda imagen del francés Jean Rousset: “¿Qué es una fachada barroca? Es una arquitectura del Renacimiento reflejada en el agua, más aún, su imagen en una agua inquieta.”
los jóvenes artistas que después de los tres grandes inician el movimiento que Giorgio Vasari llamará manierismo, de maniera, palabra que él usa como sinónimo de estilo –es decir, la manera de expresarse del artista–, son florentinos: Andrea del Sarto, Jacopo da Pontormo (Jacopo Carruggi), su más joven y amado discípulo Bronzino (1503-1575) y Rojo Florentino (Rosso Fiorentino), a los que se unirá Giorgio Vasari, toscano nacido en Arezzo en 1511, autor de Vidas de los más excelentes arquitectos, pintores y escultores italianos desde Cimabue hasta nuestros días, fuente importante para conocer a los artistas italianos hasta el Renacimiento y el manierismo.
Pontormo y Rojo Florentino –que tendrán una gran influencia en Pier Paolo Pasolini– nacen ambos en 1494, en ese último e inquieto decenio del siglo XV que vivió acontecimientos decisivos para el mundo occidental: el descubrimiento de América en 1492, inicio de la edad moderna y del execrable colonialismo europeo. Paralela al descubrimiento, la larga crisis espiritual, política y social, que se había prolongado en Florencia a lo largo de la segunda mitad del siglo XV, termina en la catástrofe que se extenderá en el siglo siguiente a toda Italia, convertida en el teatro de las guerras sangrientas de Francia y España por el dominio de la península.
Se trata de acontecimientos que dejan una fuerte huella en todos los artistas. La crisis inició la transformación política de Florencia, por obra del astuto y corrupto Cosme de Medici quien, “dotado de una inteligencia fuera de lo común” (Raymond Aron), logró convertir gradualmente, en los años treinta del siglo XV, a la República florentina en Señoría hereditaria, lo que significó un parteaguas entre la primera y la segunda mitad del siglo XV. Su hijo Lorenzo el Magnifico, que vivirá en su corte con lujo desenfrenado, rodeado por una séquito de poetas, literatos y artistas, reforzará el poder de la dinastía Medici, no obstante las protestas, inflamadas pero inanes, contra la tiranía medicea. Las protestas terminarán ahogadas en sangre durante la fallida Congiura dei Pazzi (1478), por el mismo pueblo que, al grito de “¡Viva la libertad!”, proferido por los rebeldes, contesta: “¡Viva Lorenzo que nos da el pan!”
En el clima de desánimo, impotencia y opresión generado por la supresión de la libertad –“en una ciudad como Florencia acostumbrada desde siempre a ser libre” (Maquiavelo)–, nace un fuerte sentimiento de ruina y de muerte, (en contraste con el anhelo de renovatio y las expectativas escatológicas que acompañaron la tristeza del ocaso de esos decenios). Continúa el repliegue de la inteligencia ciudadana y su alejamiento de la vida política, iniciado en los años treinta con el tratado De familia, de L. B. Alberti. A la participación activa que había caracterizado los primeros años luminosos y llenos de entusiasmo creativo del humanismo florentino, sigue el pesimismo y un sentimiento de muerte y de ruina presentes también en las artes figurativas, en el Apocalipsis de la catedral de Orvieto del umbro Luca Signorelli, cuya pintura gravita en la órbita florentina; en los grabados sobre el Apocalipsis, de Durero, y en Leonardo, que alterna proyectos de nuevas máquinas y ciudades con imágenes de destrucción universal.
La segunda mitad del siglo del humanismo está llena de obscuros presagios para el futuro de Italia y concluye en un decenio de acontecimientos trágicos. Veamos: en 1492 muere Lorenzo de Medici, tirano pero hábil diplomático que, con su sagacidad política, había logrado mantener durante cuarenta años la paz pactada por el Tratado de Lodi en 1454. Con su muerte, el tratado se volverá letra muerta. En 1494, Carlos VIII entra a Florencia sin encontrar resistencia, “sin siquiera desenvainar la espada de su funda”, dice Montaigne. Es el inicio de la invasión extranjera en Italia y de la pérdida de su independencia. En ese mismo año, Girolamo Savonarola, “el Lutero italiano” alrededor del cual se aglutinan artistas, poetas y filósofos (Botticelli, Miguel Ángel, Pico della Mirandola, para nombrar a los más conocidos) logra, con sus prédicas en contra de la tiranía medicea y la corrupción y el lujo desenfrenado de su corte, levantar al pueblo florentino que expulsa de la ciudad a los Medici. Se declara la república popular a favor de una reforma religiosa y de una moralización de las costumbres, reforma que conoció excesos de fanatismo religioso. Son los años en que se asoma a la escena política Nicolás Maquiavelo, quien va a San Marcos a escuchar, entre admirado y escéptico, al “profeta desarmado” que en 1498 será apresado, torturado durante cuarenta y dos días, y luego ahorcado y quemado en la Plaza de la Señoría.
hijos de la crisis espiritual del siglo, Pontormo y Rojo Florentino harán su formación en las primeras décadas del infeliz siglo XVI, en pleno Renacimiento, sacudido por las guerras religiosas que rompieron el ya precario equilibrio del mundo europeo. Antes que nada está la revolución heliocéntrica, misma que, a causa de la Inquisición, su autor, el polaco Nicolás Copérnico, presenta como hipótesis, y que desplaza al hombre de su centralidad.
El hombre cae del pedestal en el que lo había puesto Pico della Mirandola. De la estabilidad clásica, del mundo cerrado, se pasa al mundo infinito, y el infinito genera asombro, miedo y vértigo. En el siglo siguiente Pascal escribirá: “Los silencios de estos espacios infinitos me aterran.” En un corto escrito, “La esfera de Pascal”, Borges nos hace revivir el horror de Pascal ante el infinito: “Es obvio –escribe Borges– que un sentimiento de susto y de espanto tuvo que asaltar al hombre ante el espacio infinito.
Es un vértigo del que quiere deshacerse moviéndose.” A la revolución heliocéntrica seguirá inmediatamente otra revolución, la de Maquiavelo, quien con El Príncipe (1517) derrumba el mito de la política subordinada a la ética y decide la demarcación definitiva entre la ética y la política que todavía nos agobia: la política como actividad autónoma más allá del bien y del mal, con sus leyes propias y con su ética propia. El florentino desenmascaró definitivamente la realidad del quehacer político y el drama del poder que Shakespeare llevará al teatro. Para las conciencias europeas, como dice Friedrich Meinecke, la separación entre ética y política fue como “una espada que se clavó en el cuerpo de la humanidad haciéndola gritar y rebelarse”.
En ese mismo decenio, Martín Lutero da inicio a la reforma protestante que terminará por romper la unidad religiosa del continente europeo. Seguirá, en 1527, el saqueo de Roma, el más terrible de los saqueos que haya sufrido Roma a lo largo de su historia, por el ejército español. El ejército se dedicó, a hierro y fuego, a la masacre y a la destrucción de la ciudad, dejándola en ruinas en sólo ocho días, con la población diezmada. La profanación de la ciudad eterna, símbolo de la cristiandad, conmovió y sacudió a toda Europa.
el xv y el xvi son los dos siglos que Pasolini estudió con pasión; es de ese mundo en convulsión de donde nació la nueva, atormentada y “bizarra” generación de los manieristas, situada, como dice el insigne Mario Praz, entre la fase apolínea del Renacimiento y la dionisíaca del Barroco. Con ella empieza un largo período de transición y de experimentación que concluirá en el Barroco, una pausa de reflexión y de ahondamiento psicológico, una nueva sensibilidad intensa y refinada que se refleja en los retratos pensativos que parecen dar un adiós al mundo aristocrático de El cortesano, de Baldassarre Castiglione. Doy un rápido ejemplo de tres cuadros: El alabardero, de Pontormo; el Retrato de Ugolino Martelli, del Bronzino, y el Retrato de joven, de Rojo Florentino.
Los tres artistas, al rechazar el clasicismo ya en crisis, toman el camino de la innovación en la búsqueda afanosa de un estilo personal.
Habían trabajado en varios talleres, entre los que se cuenta la bottega del “extravagante y misántropo” Piero di Cosimo (de quien Vasari deja un estupendo retrato), contagiados por la compleja personalidad del gran maestro y su inquietud, que es la inquietud del tiempo y una necesidad de silencio en el tumulto de los acontecimientos del nuevo siglo, como lo expresa Miguel Ángel en este doloroso soneto (traducido por Alaíde Foppa):
Caro m’è il sonno e più l’esser di sasso,
mentre che ‘l danno e la vergogna dura;
non veder, non sentir m’è gran ventura
Però non mi destar; deh, parla basso.
“Grato me es el sueño, y más el ser de piedra,
mientras que el daño y la vergüenza duran;
no ver, no sentir me es gran ventura;
no me despiertes, no; habla bajo.”
inquietos, introvertidos y solitarios, los tres se aislarán, como Piero di Cosimo y Miguel Ángel, en el mundo del arte. Pontormo se encierra en su casa, que no es por cierto el tugurio donde vivía su maestro Piero di Cosimo en medio de la inmundicia –y ¡ay de quien quisiera limpiar!, narra Giorgio Vasari en sus Vidas, que Pontormo se encerraba en su recámara luego de subir por una escalera que retiraba para que nadie fuera a molestarlo. De la atormentada personalidad de Pontormo y de su eterna insatisfacción, Vasari dice: “Se atormentaba tanto el cerebro que daba compasión, borrando y rehaciendo hoy lo que había hecho ayer.” El diario que Pontormo escribe en sus últimos tres años de vida es un documento importante para conocer al genial hipocondríaco, aislado de la realidad que rechazaba. Por cierto, para, Max Dvorák, el manierismo es la primera manifestación de la separación entre lo real y lo ideal, presente en la figura trágica y cómica de Don Quijote.
del genio de los manieristas no se dieron cuenta sus contemporáneos. Considerado más bien como amaneramiento, imitación de los tres grandes y decadencia del Renacimiento, el manierismo caerá pronto en un olvido que durará siglos hasta ser redescubierto y reevaluado en la primera mitad del siglo XX, cuando serán subrayadas sus afinidades con los nuevos tiempos: desarraigo del intelectual, pérdida de los valores sociales, crisis política y religiosa, etcétera. Entre los estudiosos del siglo XVI (cinquecento) se encuentra el gran historiador del arte Roberto Longhi, catedrático en la Universidad de Bolonia desde 1934. A sus lecciones se presenta, en 1939, el entonces casi adolescente Pier Paolo Pasolini, matriculado en Filosofía y Letras. “Para un muchacho –escribirá Pier Paolo– oprimido por la cultura escolar, por el conformismo de la sociedad fascista, esta fue la revolución.” El encuentro con Longhi fue una “fulguración figurativa”, como Pier Paolo la llama. Al maestro y luego amigo quedará ligado por una auténtica veneración que manifiesta en 1962, dedicándole su película Mamma Roma.
En Bolonia, a su pasión por el deporte Pasolini unirá la pasión por las imágenes. Empieza a dibujar usando técnicas y materiales heterodoxos, y proyecta volverse pintor. En esos años escribe artículos sobre Carrà, De Pisis, Morandi, etcétera. Elige hacer su tesis de licenciatura sobre la pintura contemporánea, bajo la dirección de Longhi, a la que tuvo que renunciar a causa de la guerra
(se recibirá con una tesis sobre el poeta Giovanni Pascoli, que le mereció la mención summa cum laude).
La guerra y los bombardeos en Bolonia obligaron a la familia Pasolini a refugiarse en Casarsa, un pueblo del Friuli donde había nacido la madre. La estancia en Friuli fue muy importante para que el joven Pasolini completara, con la música, su formación. En el pueblo se había refugiado una joven violinista eslovena, Pina Kalc, con la que Pier Paolo trabó una gran amistad. Fue la eslovena quien lo acercó a la música y le reveló a Bach, que para el deslumbrado Pasolini significará la “música en absoluto”. La música, al lado de la pintura y la poesía, será un elemento importante de su obra cinematográfica.
Durante la guerra, Pasolini escribió Poesie a Casarsa, en dialecto friulano, sin dejar de dibujar y pintar sobre tela cruda de saco. Nunca abandonará la pintura y dejará una notable cantidad de cuadros y retratos de amigos: María Callas, Laura Betti, Ninetto Davoli, Giuseppe Zigaina y otros; entre ellos, los retratos al carboncillo de su admirado maestro Longhi, que subrayan con afectuosa caricatura su fuerte personalidad. Además, sus interesantes autorretratos El hombre con la flor en la boca y Autorretrato con la bufanda, de fuertes contornos, colores intensos y violentos contrastes expresionistas. Sobre su pintura se harán los nombres de Ensor y de Munch.
El pintor Giuseppe Zigaina, su amigo de siempre, después de la muerte del poeta, curará dos exposiciones de su obra figurativa, una en 1978 en el Palacio Braschi de Roma (con doscientos cuadros entre bosquejos, dibujos y pinturas), y otra en 1984 en la Universidad Berkeley de California, acompañada por un catálogo espléndido y reproducciones en color de toda la obra de Pasolini, publicado por la Editorial Vanni Scheiwiller de Milán, con textos de G.C. Argán, De Micheli y Zigaina.
Los años en Casarsa fueron fecundos para Pasolini. Sin embargo, el poeta vivió ahí su primera experiencia sexual de manera trágica. El cura al que su joven amante confesó la relación, no respetó el secreto confesional y armó un escándalo. Pier Paolo le escribió a un amigo: “Otro en mi lugar se suicidaría; desgraciadamente yo debo vivir para mi madre.”
Sufrió la expulsión de la escuela donde enseñaba, la expulsión del Partido Comunista “por indignidad moral”, y la ruptura con el padre. Y nunca el poeta podrá superar el trauma de su diversidad: “Mi diversidad –escribe en 1947– la he sentido siempre como un enemigo a mi lado, nunca la he sentido dentro de mí.” Huyó de Casarsa y se fue a Roma con su madre, pasando del mundo rural campesino del Friuli al mundo del subproletariado romano.
En Roma descubrió el bajo proletariado romano y dirigió su atención a los ragazzi di vita (chavales del arroyo), que serán los protagonistas de sus primeras novelas, Ragazzi di vita e Una vita violenta, que viven en los barrios pobres y desheredados de la periferia de la capital, un mundo auténtico en su vitalidad en comparación con el mundo de la alta burguesía económica, ignorante e “ideológicamente pequeñoburguesa”, como dirá en Teorema.
Al subproletariado romano dedica su Trilogía de la vida, que comprende las películas El Decamerón, Los cuentos de Canterbury y Las mil y unas noches,que le generaron dieciocho querellas al cineasta.
no quiero afirmar que Pasolini haya sido un auténtico pintor o un autodidacta genial, ni opinar sobre el valor artístico de su producción figurativa que, personalmente, me fascina. Pintor o no, la pintura no fue un elemento marginal, sino esencial en su obra. Lo que quiero es iluminar aspectos de su compleja personalidad, su gran creatividad, sus múltiples pasiones.
Pasolini fue un fenómeno único en el mundo cultural del siglo XX italiano: pintor, poeta, narrador, literato, ensayista, periodista, dramaturgo, cineasta, actor, escenógrafo, guionista, crítico musical (escribió un largo ensayo sobre Bach), sin dejar nunca de intervenir en la vida del país con ojos críticos.
En 1962, Pasolini escribe: “Mi gusto cinematográfico no es de origen cinematográfico sino de origen figurativo. Y no logro concebir imágenes, paisajes, composiciones de figuras fuera de esta inicial pasión pictórica mía.” Pasolini no es el único cineasta que afirma la consanguinidad entre pintura y cine. De los italianos, destacan Luchino Visconti y Federico Fellini, quien consideraba la pintura como “el maná del cine”.
Enorme fue la cultura figurativa del poeta de Casarsa y su obra cinematográfica es rica en referencias pictóricas: Giotto, Masaccio, Piero della Francesca, y del manierismo toscano los dos florentinos Jacobo de Pontormo y Rojo Florentino, cuya influencia encontramos en su cortometraje La ricotta (El requesón), una pequeña obra maestra.
Además, Pasolini sentía una gran afinidad con la “desesperada vitalidad” (Longhi) y la “substancia agitada” de los dos florentinos, típicas en los períodos de crisis y de transmutaciones. No sé si a la “desesperada vitalidad” de los dos misántropos florentinos puede ligarse el amor desesperado a la vida que Pasolini declara en un escrito: “Amo a la vida tan ferozmente, tan desesperadamente que para mí no puede venir nada bueno: me refiero a los datos físicos de la vida, el sol, la hierba, la juventud…y yo devoro, devoro…devoro. Cómo irá a terminar, no lo sé.” Por otro lado, Pasolini no fue un misántropo y tuvo una vida social intensa, rodeado por amigos que lo amaron.
Federico Zeri, otro de los grandes historiadores del arte del siglo XX al lado de Roberto Longhi, subraya la fuerte afinidad entre Pasolini y el pintor Caravaggio (Michelangelo Merisi), supuestamente homosexual, que encontró una muerte parecida a la del pintor milanés, que introdujo en su pintura un mundo humano fuera de los cánones del clasicismo, el mundo plebeyo de los bajos fondos urbanos: prostitutas, marginados, rufianes, pobres, sucios y andrajosos a los que tomó de modelos para sus santos y madonas.
Su amor por los desheredados que viven en la miseria y al margen de la sociedad, es el mismo que Pasolini siente por el subproletariado de las barriadas de la periferia romana, y que, unido a la admiración por la vitalidad y la autenticidad, está presente en sus ya referidas primeras novelas.
El acercamiento, del todo atinado, de Pasolini a Caravaggio (sobre quien el poeta escribió un ensayo), no excluye la influencia decisiva que Pontorno y Rojo Florentino tuvieron en el poeta de Casarsa. Conviene detenerse en el mencionado cortometraje La ricotta, episodio de una película colectiva RoGoPaG, dirigida por Rossellini, Godard, Pasolini y Gregoretti.
Episodio magistral, La ricotta se abre con un estupendo twist bailado por dos gallardos jóvenes que figuran en el reparto. En el cortometraje, que mantiene un ritmo frenético hasta el final, Pasolini recurre alegremente y para el regocijo del espectador a las viejas técnicas del cine mudo, sobre todo de su amado Charles Chaplin.
La ricotta es la representación popular, y por lo tanto no ortodoxa, en clave paródica y dolorosa, de la Pasión de Cristo, donde lo profano y lo sagrado, lo cómico y lo trágico, las blasfemias, los insultos, las vulgares carcajadas, los bailes desenfrenados y el striptease de una comparsa en el papel de santa, se entremezclan desacralizando la Pasión, cuya historia, dice Pasolini en el prólogo del filme, “es la más grande que yo conozca, y los textos que la narran los más sublimes que nunca hayan sido escritos”. Sin embargo, La ricotta será secuestrada y procesada por vilipendiar a la religión del Estado.
El reparto no está compuesto por actores profesionales, sino por los subproletarios que Pasolini escoge en los barrios romanos. Personaje principal de La ricotta es el bondadoso, generoso y religioso Stracci (harapos) que tiene en la escena de la Crucifixión el papel del buen ladrón. Stracci vive en la miseria de los barrios romanos, agobiado por un hambre atávica –en todo el cortometraje domina el hambre–, no obstante la presencia de mesas puestas, ricas de flores y frutas que nos recuerdan los bodegones de Caravaggio.
Después de varios trances, vemos a Stracci vender a su perrito y correr a comprarse una enorme rebanada de requesón que va a devorar compulsivamente en la gruta donde acostumbra refugiarse, acompañado por las carcajadas de sus compañeros, espectadores divertidos que le ofrecen más y más comida que él devora, nunca saciado, hasta que lo llaman al set.
“Mi intención fundamental –escribirá Pasolini– era representar, al lado de la religiosidad de Stracci, el contraste con la carcajada vulgar, irónica, cínica, incrédula del mundo contemporáneo. […] Pienso en una representación sagrada del siglo XIV, en la atmósfera sacra inspirada por quien la representaba y por quien asistía, y no puedo sino pensar con indignación, con dolor, con nostalgia, en los aspectos tan atrozmente diversos del mundo moderno.”
el acompañamiento de la música es otro elemento importante en todo el cine de Pasolini, así en La ricotta como en L’accattone y en El Evangelio según San Mateo, éste sí premiado por la Iglesia. En estos dos últimos, la música sacra, principalmente de Bach, y la música clásica –Prokofiev, Vivaldi, entre otros– se alternan con la popular (la Missa Luba congolesa, por ejemplo, que es una versión de la misa católica, basada en la tradición musical del Congo), y cantos espirituales negros, bajo el signo de la “contaminación”, como dice Pasolini: una mezcolanza de estilos, un pastiche; al igual que en su narrativa mezcla el lenguaje literario y la jerga romanesca.
Es interesante notar la disonancia entre imagen y música: la música sacra de Bach que acompaña las escenas de degradación y riñas en L’accattone (rufián que vive de trampas, de su mujer y de pequeños hurtos); una música que escande la vida violenta de sus protagonistas, víctimas y victimarios (a algo similar recurre Buñuel al final de Viridiana, acompañado por el Aleluya, de Handel). Pasolini habla de la contaminación entre la fealdad y la violencia de la situación y lo sublime de la música, una amalgama de lo alto y lo bajo, de lo sublime y lo cómico, propia del realismo occidental, del que habla Erich Auerbach en Mimesis, libro muy amado por el poeta.
La Crucifixión de Jesús es la escena central La ricotta: un tableau vivant inspirado en los retablos de la Deposición, de Jacopo de Pontormo –el Descendimiento de la Cruz de Jesús– y de Rosso Fiorentino, composiciones abigarradas y angulosas de intenso dramatismo en el retablo de este último; de colores pálidos, exangües las figuras desproporcionadas y alargadas de Pontormo, bajo la influencia de Durero, que suscitó las críticas de Vasari, no obstante que Miguel Ángel haya sido la figura predominante en Pontormo.
Como fondo musical de la Crucificación, Pasolini alterna la Sinfonía de la cantata profana de Alessandro Scarlatti, y la secuencia Dies irae, de Tomás de Celano, pero tocada por una instrumento popular, el acordeón; como siempre, una mezcla de lo culto y de lo popular.
Imágenes y música se acompañan con los conmovedores versos de la lauda Donna de Paraiso, de Jacopone da Todi, el lamento fúnebre de María que llora a los pies de la cruz:
Figlio, l’alma t’è scita,
figlio de la smarrita,
figlio de la sparita,
figlio attossecato!
Figlio bianco e vermiglio,
figlio senza simiglio
figlio a cui m’apiglio?
Figlio, pur m’ai lassato!
“Hijo, el alma te ha dejado,/ hijo de la extraviada,/ hijo de la desaparecida,/¡hijo atosigado!/ / Hijo blanco y bermejo/ hijo sin igual/ hijo, ¿en quién me apoyo?/ Hijo, me has abandonado.”
Esta escena alcanza el fuerte dramatismo de los retablos de Pontormo porque el oído –música y poesía que acompañan la escena– intensifica la imagen. La pasión se cumple con el apacible, bueno “como el pan”, generoso, y siempre “muerto de hambre” Stracci quien muere en la cruz –¡suprema ironía! de indigestión. La Ricotta así como L’accattone, son la metáfora del sufrimiento del desheredado subproletariado romano.
En La ricotta, Pasolini no renuncia a su acostumbrado discurso político, a su crítica feroz del pueblo italiano a través de Orson Welles en el papel de director de la película, un burlón y despreciativo Welles, doblado por la estupenda voz de Giorgio Bassani. Son los temas que el incómodo Pasolini debate al mismo tiempo en la prensa y que suscitan la ira de la derecha y, también, la irritación de la izquierda.
Al mediocre periodista que viene a entrevistarlo y le pregunta qué piensa del pueblo italiano, Welles contesta, cortante: es el pueblo más analfabeta y su burguesía la más ignorante de Europa. Después de esta feroz requisitoria, Welles lee el estupendo poema Io sono una forza del passato, de Pasolini:
Solo nella tradizione è il mio amore.
Vengo dai ruderi, dalle chiese,
dalle Pale d’altare, dai borghi
dimenticati sugli Appennini e le Prealpi,
dove sono vissuti i fratelli.
Giro per la Tuscolana come un pazzo,
per l’Appia come un cane senza padrone.
O guardo i crepuscoli, le mattine
su Roma, sulla Ciociaria, sul mondo,
come i primi atti della Dopostoria,
cui io sussisto, per privilegio d’anagrafe,
dall’orlo estremo di qualche età
sepolta. Mostruoso è chi è nato
dalle viscere di una donna morta.
E io, feto adulto, mi aggiro
piu moderno d’ogni moderno
a cercare i fratelli che non sono più.
“Vengo de las ruinas, de las Iglesias,/ de los retablos, de los burgos/ olvidados en los Apeninos y los Pre Alpes,/ donde han vivido los hermanos./ Vago por la Tuscolana como un loco,/ por la Apia como un perro sin dueño./ O miro los crepúsculos, las mañanas/ sobre Roma, sobre la Ciociaria, sobre el mundo,/ como los primeros actos después la Posthistoria/ con la que existo, por privilegio de registro civil,/ del punto extremo de alguna edad/ sepultada. Monstruoso es quien nació/ de las entrañas de una madre muerta./ Y yo, feto adulto, vago / más moderno de todo moderno/ a buscar a los hermanos que ya no están.”
Son versos del Pasolini poeta de la tradición y de la Italia del pasado, cuando –como dice Alberto Moravia– ésta era el país del Hombre, en toda su humanidad, mientras que la Italia de hoy se ha vuelto el país del mediocre hombre medio
(y es notable el desprecio de Pasolini hacia el hombre medio).
Poeta cívico y anticlerical, en Pasolini sobreviven dos mil años de cristianismo: “Con mis ancestros –escribe– he construido las iglesias románicas, y después las iglesias góticas, y después las iglesias barrocas, que son mi patrimonio, en su contenido y estilo. Sería un loco si negara esta fuerza potente que está dentro de mí.” Y el vínculo con la tradición, su “re-visitación” de la tradición artística italiana, desde Giotto hasta el Renacimiento y el Manierismo, está presente en toda la obra de Pasolini, así como su búsqueda desesperada de los “hermanos que ya no están”.
Pier paolo pasolini fue el más polémico de los intelectuales que haya tenido la Italia del siglo XX, un personaje incómodo para la derecha, e inclusive para la izquierda que lo toleraba, y la tolerancia, escribe el poeta, es una forma de condena más refinada.
Sus escritos sobre la realidad de la sociedad italiana y su vida sexual fueron objeto de ataques violentos.
Su relación amorosa con Ninetto Davoli había durado nueve años, hasta que Ninetto lo abandonó para casarse.
El dolor de Pier Paolo fue inmenso y leemos sus gritos lancinantes en las cartas que manda a sus amigos.
Después se abandonará a una vida sexual libre y desenfrenada, hecha de ligues fortuitos durante sus batidas nocturnas.
Sin embargo, su final trágico no llegó del mundo del lumpen, de una pelea de froci (“jotos”), como dictaminó la magistratura en la primera pesquisa, sino desde más arriba, del Palacio, como Pasolini llamaba al poder.
Y su libro de denuncia, Petróleo, fue la gota que llenó el vaso y decidió su muerte.
Intelectual engagé, corsaro eretico, piedra de escándalo y maestro de la paradoja fue, sin embargo, la conciencia crítica de los males de la sociedad italiana. Desde 1962 siguió con lucidez las evoluciones de la sociedad italiana que llevarán a la “transformación antropológica” del pueblo: “Italia está pudriéndose en un bienestar que es egoísmo, estupidez, incultura…”.
Desprecia al hombre medio: “un monstruo, un peligroso delincuente, conformista, racista…” Ataca a la corrupta Democracia Cristiana, prolongación del fascismo y responsable de la degradación del país. Enfrentará los brutales “años de plomo” de los setenta con un valor sin equivalente en el mundo de izquierda. Denuncia la homologación creciente: “Existe una ideología real e inconsciente que unifica a todos, y es la ideología del consumismo”, y bajo el imperio del consumismo el ser humano pierde su singularidad. Lamenta la desaparición de los dialectos, de las luciérnagas, etcétera. Añora sobre todo al mundo campesino preindustrial que vivía la edad del pan, consumidor de los bienes necesarios solamente, y su nostalgia fue criticada como retrógrada.
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A Italo Calvino, que acusa a Pasolini de padecer nostalgia por la “Italietta”, el poeta contesta en Paese sera (8/VII/1974) reprochándole nunca haber leído sus libros ni visto sus películas, porque si lo hubiera hecho, no lo acusaría de añorar a la Italietta “pequeñoburguesa, fascista, democristiana, provinciana y a los márgenes de la historia, cuya cultura es un humanismo escolar formal y vulgar”, un país de gendarmes que los había encarcelado, procesado, perseguido, linchado por casi dos decenios. Y concluye la carta diciendo: “Tengo nostalgia de la gente pobre y auténtica que luchaba para derribar a aquel patrón sin volverse patrones” (subrayado mío). Es decir: la superación definitiva de la dialéctica señor-siervo.