Seminario de Son Jarocho y Otras Culturas, en Jaltipan
Luna Negra, al son del son, en el sur de Veracruz
Alessandra Galimberti
No todo es violencia en México. Por debajo –o, mejor dicho, por encima– de las ráfagas de metralla, de las corruptelas, la impunidad, las violaciones (a los derechos humanos y a las mujeres), de los secuestros y las extorsiones, de Los Templarios, los templetes y los copetes, hay –qué bueno, menos mal, por fortuna– espacios de luz.
Quién dijo que todo está perdido, cantaría la Negra de América. Y Luna Negra, siguiendo con eso de la negritud destellante, es sin lugar a dudas uno de esos espacios: un rancho de luz, un rancho de luz al son del son, un rancho de luz al son del son en el sur de Veracruz donde, año tras año, en el mes de abril, acontece la magia de la palabra, la memoria, la música y el maíz.
En este rancho, rescatado laboriosamente del abandono y salpicado ahora de acotopes y sauces, de ilamas, jobos y anonas, en plena isla de Tacamichapam, a la orilla del río Chiquito, brazo y abrazo del gran Papaloapan, en el municipio sureño de Jáltipan, se celebra puntualmente, simultánea y paralelamente a las tumultuarias procesiones a los templos o a las playas de Semana Santa, el Seminario de Son Jarocho y Otras Culturas.
Se trata de un campamento-taller vivencial donde los y las participantes tienen la oportunidad, durante un período de siete días bien contados, de iniciarse o perfeccionarse en las artes de la música tradicional jarocha, además de empaparse de la cultura local y alimentarse con platillos hechos a base del maíz que ahí mismo cultivan y cosechan, sin pesticidas ni Monsanto.
Acuden a la cita un sinnúmero de personas; algunas repiten religiosamente cada convocatoria, otras llegan por primera vez y, casi nunca, por última. Pueden sumar un total de ochenta, noventa, incluso cien, depende del año y de quién sabe qué otra cosa. Proceden de los más variopintos y diversos lugares, pudiendo así confluir bonaerenses, canadienses, gringos, latinos, chicanos del otro lado, chilangos mirando hacia adentro, yucatecos o, más cerca, de Coatzacoalcos o –más cerca todavía– del mismo municipio de Jáltipan, sobre todo jóvenes lugareños que a sus pocos veintitantos años transitan entre los estudios y el desempleo, entre el son de siempre y el hip hop moderno, entre el español, el inglés y el milenario popoluca.
Todos, extranjeros y nacionales, foráneos y locales, hombres y mujeres, jóvenes y menos jóvenes, se encuentran unidos por el encandilamiento de una tradición musical, la jarocha, que como ninguna otra ha sabido traspasar fronteras, géneros, épocas y generaciones. Todos, durante la semana completa del seminario, hacen vida en común, al amparo de las tiendas de campaña y de las hamacas que cuelgan de tronco en tronco.
Y los días transcurren, van y pasan, como el agua y las lanchas en la corriente del río, al compás perfecto de un ritmo medido en cuatro grandes tiempos: tempo uno, las clases, en las mañanas y en las tardes, donde los alumnos se dividen en grupos bajo la copa de un árbol y la batuta de un maestro, y se ejercitan en una u otra peripecia del son jarocho: el rasgueo de la jarana, la leona, el requinto, el marimbol, el zapateado o el arte oral de versar. Tempo dos: en las horas de comida, los grupos se disuelven y todos los alumnos se reagrupan y congregan para comer juntos en torno a las mesas de robusta madera, debajo de una gran palapa de techo de palma, donde diez o más mujeres se afanan a todas horas en desgranar el maíz, hervir el nixtamal sobre llamas de leña, echar tortilla y hacer tamales, gorditas o empanadas. Tempo tres: en las últimas horas de la tarde, mientras va cayendo despacito el sol, los alumnos vuelven a reagruparse. Es la hora de la palabra y la memoria en la que se les explica detalladamente, con o sin ayuda de diapositivas o audiovisuales, la andadura histórica y cultural de la región, desde los vestigios olmecas a las comunidades campesinas, diezmadas hoy en día por malogradas políticas públicas, pasando por la Malinche, originaria de la zona, el actual mapa étnico indígena o el legado afrodescendiente. Tempo cuatro: para terminar el día, como ritual nocturno, el reagrupamiento de todos tiene ahora lugar en torno a la tarima, donde se inicia, donde se prende –como si fuera lumbre, como si fuera fuego– el fandango, la fiesta, ellos engalanados con guayaberas claras y ellas ataviadas de largas faldas, ceñidores y flores en el pelo. Y entonces retumba el verso, la nota, el baile y, sobre el cedro, el rítmico golpeteo de los tacones.
Finalmente, se duerme la noche (lo que reste de la noche) hasta el día o el año siguiente, cuando de vuelta se vuelva a empezar. Y se duerme tranquilo con la certeza de que se logra así el cometido, macerando, con cada acorde y cada pisada, otro mundo alternativo, otro mundo posible, re-territorializando el territorio, dotándolo de nuevos sentidos, nuevas vivencias, nuevos, en un contexto regional, el sur veracruzano, marcado no solamente por la creciente ola de violencia a manos del crimen organizado, sino también por el saqueo de las industrias azucareras, madereras y azufreras que a lo largo de las décadas han arrasado con los recursos naturales y con todo el tejido social, dejando en su lugar desierto, olvido y una desoladora emigración.
Al fin y al cabo, el Seminario de Son Jarocho y Otras Culturas es fundamentalmente eso: un proyecto comunitario, un proyecto de incidencia social, un proyecto de rescate cultural, un proyecto ecológico, un proyecto de luz en medio de tanta adversidad.