Guevara Antes del Che
Fue rápido. La Dirección Federal de Seguridad sabía bien lo que hacía. Dentro del Packard verde, modelo 1950, iban cinco hombres. En el cruce de la calle de Mariano Escobedo con Kepler, tres bajaron. Uno era alto y corpulento, de paso firme. A distancia se advertía que era el líder. Cuando iba a perderse en las sombras, los agentes que le seguían se lanzaron a por él. El hombre alto, al verlos venir, echó mano a su automática. Pero antes de que pudiera sacarla, ya tenía una pistola besándole la nuca. Si en aquel instante el policía hubiese apretado el gatillo, la historia de América habría cambiado. Aquella noche del 21 de junio de 1956, en esa esquina de la Ciudad de México, Fidel Alejandro Castro Ruz acababa de ser detenido sin un disparo. Tenía 29 años y una revolución por hacer.
Guevara antes del Che
La célula cubana había caído. En pocos días fueron apresados 22 castristas. El nudo de la trama se ubicaba en el número 49 de la calle de Emparán, donde vivía la opositora peruana Hilda Gadea. Su esposo fue el más desafiante ante la policía y, a diferencia de sus compañeros, se declaró marxista-leninista. Era asmático, argentino y pobre. Se llamaba Ernesto Guevara de la Serna.
Después de tres días de interrogatorios, el cerebro de la redada, el capitán Fernando Gutiérrez Barrios, redactó su informe sobre la “conjura contra el Gobierno de la República de Cuba”. El texto, de cinco folios mecanografiados y guardado en el Archivo General de México, se ha convertido, desde que fue desclasificado, en un documento clave para comprender la génesis de la revolución castrista, pero también el ambivalente papel de México en el hervidero de la época y que el propio Gutiérrez Barrios encarnó como nadie. El capitán, que sería jefe de los servicios de inteligencia, conjugó a lo largo de su imperio la represión feroz a la izquierda mexicana con la acogida de destacados exiliados y prófugos de dictaduras. Algo que, a la postre, acabó haciendo con aquel carismático cubano que había caído en sus manos.
Castro había llegado a México en julio de 1955. Desde que descendió las escalerillas del DC-6 bimotor, su objetivo había sido preparar el regreso. Para ello había tejido una red de 40 fieles. Era el núcleo duro de una revolución. Una organización secreta que reclutaba y se entrenaba para el asalto final. “El objeto es capacitarse militarmente para integrar mandos que dirijan en su país a los descontentos”, señala el documento. Los instructores eran el mismo Castro, y el antiguo coronel de la República española Alberto Bayo Giraud. Las clases se impartían en el rancho Santa Rosa, en Chalco, e incluían “prácticas de tiro, topografía, táctica, guerrilla, explosivos, bombas incendiarias, voladura con dinamita…”.
El informe, en el que se atisba cierta admiración por el “dirigente máximo” cubano, muestra que Castro era el eje de toda la maquinaria. Él clasificaba a los reclutas por su rendimiento, disciplina y cualidades para el mando. Incluso, en un anticipo del control omnímodo que luego practicaría en Cuba, reglamentó con detalle la vida en el interior de la “casa residencia”. “[Castro les] hace ver que para estar preparados a una acción armada se necesita una disciplina estricta”.
De poco sirvió la advertencia. Gutiérrez Barrios, de un manotazo, había dejado todo al descubierto: pisos francos, armamento, correspondencia, claves, fondos, contactos, financiadores…, hasta los incómodos cuestionarios que los revolucionarios debían cumplimentar dando cuenta de sus compañeros. Con este material en su poder, el futuro de Castro y su revolución dependía del maquiavélico capitán. Y este jugó sus cartas. En sus conclusiones descartó cualquier nexo con el Partido Comunista, minimizó la importancia de las armas requisadas (“pocas y fáciles de adquirir”) y enfatizó que se trataba de un “grupo opositor independiente” que solo buscaba derribar a Fulgencio Batista: “Dicen contar con el 90% de la población de su país y señalan que el pueblo cubano […] ha recibido gran cantidad de armamento”.
Un mes después, Fidel y el Che quedaban libres. Gutiérrez Barrios sería en adelante su amigo. México también. A primera hora del 25 de noviembre de 1956, bajo una lluvia fría, el Granma zarpaba desde Tuxpan rumbo Cuba. Daba comienzo la revolución.