Arthur Miller
Su obra máxima tuvo fuerte resonancia, incluso en China.
El escritor estadunidense tiene una amplia bibliografía, misma que le asegura
“un lugar de honor en la historia de la literatura dramática”.
Antes de su estreno oficial en Broadway, en el Morosco, el 10 de febrero de 1949, y siguiendo una vieja tradición del teatro estadunidense, La muerte de un viajante subió a la escena en un teatro no neoyorquino, para ir pulsando la respuesta de la audiencia. Su primera función pública tuvo lugar en el Locust Street Theatre, de Filadelfia, en el 1411 de dicha calle, durante el mes de enero.
Aquel mismo día, por la tarde, daba un concierto justo enfrente de ese teatro la Filarmónica de la ciudad, interpretando la sinfonía más fulminante de Ludwig van Beethoven, la 7.ª, y Elia Kazan, que dirigía la obra de Miller, dictaminó que Lee J. Cobb (el primer y dizque mejor Willy Loman de todos los que ha habido) tenía que oírla para cargar las pilas. “Nos sentamos en un palco, a derecha e izquierda de él –según contó Miller en sus memorias, Timebends, casi cuarenta años después–, y lo exhortamos a inhalar profundo el heroismo de esa música y exhalarlo a tope por la noche en su papel.”
Por la noche, en el teatro, se oyó “una melodía tocada por una flauta, una música leve y fina, que habla de hierba, de árboles, de horizontes”, se levantó el telón y, por primera vez en la larga historia del teatro universal, Willy Loman, el viajante, entró en escena por la derecha, con dos grandes maletas de muestra: “La flauta sigue tocando –acota Miller. Willy la oye, aunque sin darse cuenta de ello. Su agotamiento es manifiesto hasta cuando cruza la escena hacia la entrada de la casa. Abre la puerta, entra en la cocina, deja su carga con alivio y palpa sus palmas doloridas. Deja escapar unas palabras en un suspiro; podrían ser: “¡Cielos! ¡Oh cielos…!”
Y sigo citando de las memorias de Miller, porque supo contarlo de manera precisa y emocionante:
Como en otras representaciones posteriores, no hubo aplausos cuando cayó el telón tras aquella primera función. Entre los espectadores pasaron cosas muy curiosas. Al caer el telón algunos se levantaron, se pusieron sus abrigos y se volvieron a sentar; otros, especialmente hombres, seguían sentados, inclinados hacia delante y escondían sus rostros entre sus manos; algunos lloraban sin recato. Hubo espectadores que cruzaron el patio de butacas para conversar con otros en voz baja. Pareció transcurrir una eternidad antes de que alguien pensara en aplaudir, y a partir de entonces la ovación fue interminable. Yo estaba al fondo de la platea, y observé a un señor anciano de apariencia distinguida que iba acompañado por el pasillo, hablando excitado con el que a todas luces era su secretario o su asistente. Más tarde supe que se trataba de Bernard Gimbel, el director de una cadena de supermercados, quien esa noche dio la orden de que en sus negocios no se despidiese nunca más, por motivos de edad, a ningún empleado.
En el siguiente párrafo habla de los visitantes que viajaron de Nueva York en los días sucesivos, para ver la obra, entre ellos Kurt Weill y su esposa, Lotte Lenya, en compañía de Mab, la esposa de Maxwell Anderson; y que Weill le miraba meneando la cabeza sin decir palabra, y lo que Mab dijo: “Es la mejor pieza de teatro que se ha escrito nunca.” Un elogio sorprendente en labios de la esposa de un dramaturgo tan bueno y exitoso como Anderson, a quien se deben obras como Cayo Largo y Juana de Lorena, que él mismo adaptó al cine (Juana de Arco) para que Ingrid Bergman se luciese en una de sus mejores actuaciones ante la cámara.
Arthur Miller a la izquierda, en1939 y a la derecha con su esposa Marilyn Monroe Fuente: flickr.com/ CC BY-SA 2.0
Un paréntesis. La frase de Mab Anderson me mueve a hacer un inciso y romper una lanza por el que pienso que sí ha sido el mejor drama escrito en el siglo pasado. El 10 de mayo de 1921, en el teratro Valle, en Roma, el repertorio universal se enriqueció con una obra maestra insuperada hasta la fecha: Seis personajes en busca de un autor, de Pirandello. Alguien que sabía tanto de teatro como George Bernard Shaw, la consideraba la más original y poderosa de todos los tiempos.
Pero estos tres son maximalismos, y ninguno de ellos hace desmerecer algunas obras de Sófocles, Shakespeare, Lope –¡Fuenteovejuna!–, Calderón, Molière, Schiller, Ibsen, Chéjov, O’Neill, Brecht, Tennessee Williams y el propio Shaw, indiscutibles en la antología más estricta que seleccionase la mismísima Talía. Junto con la de Miller, claro está, y es hora de que vayamos cerrando este paréntesis.
Arthur Miller no es tan sólo el autor de Death of a Salesman. En su amplia bibliografía figuran obras de una calidad inmensa: Todos eran mis hijos, Las brujas de Salem, Panorama desde el puente, Después de la caída, Incidente en Vichy…; bastaría esta media docena de piezas para asegurarle un lugar de honor en la historia de la literatura dramática. Pero son muchas más las que salieron de su pluma, amén de radioteatros y guiones de cine (The Misfits, que protagonizara su entonces esposa, Marilyn Monroe, junto a Clark Gable y Montgomery Clift, ¡que trío de ases!)
Hay también un par de novelas firmadas por él, amén de sus memorias ya mencionadas, que en español se titularon Vueltas al tiempo, y varios tomos de ensayos, entre los que siempre destaco el prefacio a su venturosa versión de Un enemigo del pueblo, de Ibsen, prefacio que es una obra maestra de inteligencia aplicada al entendimiento de una obra y un idioma ajenos. Tampoco olvidaré, sería injusto, los dos volúmenes con sus impresiones de viaje por la Unión Soviética (In Russia, 1969) y por China (Chinese Encounters, 1979), ambos ilustrados con las imágenes captadas por su tercera esposa, la fotógrafa austríaca Inge Morath.
El poder del arte
Pero La muerte de un viajante es de lejos la que cimentó su fama mundial, la que se sigue y sigue representando sin que haya perdido un ápice de actualidad; antes bien, como si los tiempos hubieran ido acrecentándosela. Incluso en algún lugar que sería inverosímil pensar en él como posible escenario del montaje de una obra tan acendradamente estadunidense. Algún lugar como, por ejemplo, China.
Pasados los horrores, y los errores, de la Revolución Cultural (la cual le costó la vida a uno de los mejores dramaturgos del mundo, Lao She, autor de esa obra imperecedera que es La casa de té), el Teatro del Arte del Pueblo, de Pekín, invitó en 1983 a Miller para producir y dirigir La muerte de un viajante en la capital china. Fruto de aquella experiencia fueron no sólo la escenificación de la obra, sino además un libro fascinante, que la corrección política de la época hizo que se editase en inglés como Salesman in Beijing, y en castellano “El viajante” en Beijing.
De ese precioso libro deseo citar en extenso un pasaje iluminador del resto. Dice Arthur Miller:
Ahora me entero de que en el mismo lugar en que nos deja y nos recoge el auto cada día, los Guardias Rojos rodearon a unas cuarenta personas que trabajaban en los distintos departamentos, tanto actores como escritores, entre ellos el más notable, el novelista y cuentista, y el más prolífico y mejor dramaturgo de China, Lao She, cuya obra El chico del rickshaw había tenido gran éxito en Estados Unidos. Tal y como lo expondría As Ying:
–Cada actor de este teatro, y los de toda China, es fruto de las obras de Lao She.
La casa de té, de Lao She, es para la compañía lo que fue La gaviota (de Chéjov) para el Teatro del Arte, de Moscú, bajo Stanislavsky: su sustento nutricio. Ya de más de sesenta años se mostró en total desacuerdo con aquellos ardientes maoístas que finalmente, aquella noche, le separaron del grupo en el patio, le riñeron, se burlaron de sus despreciables formas burguesas, de sus obras, de sus pretensiones, de su carácter, exaltándose hasta el punto de abusar físicamente de él. Intervino un policía de Beijing antes de que le golpeasen, y tras asegurar a los jóvenes milicianos que él se sentía tan ultrajado como ellos por Lao She, consiguió liberar al escritor de sus garras y ponerlo bajo su custodia. Lo retuvo consigo hasta altas horas de aquella noche, cuando creyó que se encontraba lo suficientemente a salvo como para permitirle regresar a su casa. En vez de ello, Lao She se dirigió hasta cierto estanque cerca del parque Beihai, donde la gente lo vio pasear a lo largo de sus orillas, en la oscuridad, mostrando un aspecto de lo más desanimado. Pero al parecer nadie intervino, por lo menos no de una forma lo bastante decisiva, y a la mañana siguiente su cuerpo fue encontrado flotando en el agua. Así se “revolucionó” este teatro.
Además de traicionar a un genio, este movimiento no produjo nada, en los diez años siguientes, que alguien quisiera llevar de nuevo al escenario.
Seguir los ensayos de La muerte de un viajante en Pekín, viéndolos a través de los ojos del autor de la obra y director de su puesta en escena, es toda una lección de aprendizaje de la Historia y del encuentro de culturas tan ajenas, e incluso contrapuestas. Mencionaré nada más, como botón de muestra, los problemas que enfrentaron Miller y sus intérpretes a causa de que los parámetros socio-vitales eran harto distintos. Sin ir más lejos: el espectador chino no lograría jamás entender que Willy Loman se suicide simulando un accidente, para que su esposa, siendo ya viuda, cobre un buen seguro de vida… ¡En China no existe –o al menos no existía en 1983– esa invención tan característica del capitalismo que son los seguros de vida!
Imagen de una de las puestas en escena
de Death of a Salesman
De cualquier manera, Miller tiene ocasión de constatar que su elenco domina el texto, hasta el punto de provocar esta observación de la actriz que va a interpretar el papel de La Mujer: “–Nos sorprende siempre ver el buen ojo que tiene usted –dice Liu Jun, y se echa a reír. No podemos prescindir de nada, ni de una sola línea.” Y el autor y director extrapola: “De nuevo atribuyo esto a la increíble traducción de Ying Ruocheng. La obra dura ahora tan sólo dos minutos más que en inglés, algo que no es posible ni siquiera en francés o en alemán.”
Pero luego los problemas derivados de las tradiciones teatrales autóctonas, que no se avenían con las propuestas de Miller; por ejemplo haciendo que nada más usaran pelucas algunos personajes, a fin de remarcar con ellas el paso del tiempo:
Todo esto nos ha dejado con una peluca para Tío Ben y otras para Willy, Howard y Charley: a Howard con objeto de hacerlo más joven, a Charley para avejentarlo un poco. Como es natural todos están allí con el desacostumbrado cabello colgándoles de las manos, como una banda de indios después de una excursión de escalpelo de cabelleras, asintiendo de manera expresiva y de indudable total acuerdo entre sí respecto a que todo el montaje está ahora amenazado. Una obra china sin pelucas: algo parecido a hacer representar a los actores en cueros.
Miller contó a su favor todo el tiempo con la indudable ventaja de que Inge Morath dominaba el chino y eso le permite incluso registrar algún apunte risueño: “Pequeña Golondrina, nuestra diminuta guía china, es dulce, cariñosa y muy competente, pero al saber que Inge es capaz de servirme de intérprete tan rápidamente como sea necesario, permite que su mente vagabundee, y duerme, además, una barbaridad.” O este de un viaje en tren: “Nunca he sido capaz de dormir en un vehículo, auto, tren o avión, y el coche-cama de Beijing a Datong no escapó a la regla, aunque se tratase de un tren limpio, que funcionaba bien –con la natural excepción del poderoso tifón de amoníaco del lavabo. El tren parece de tipo soviético y es muy cómodo, pero todas las estructuras socialistas que he visto tienen unos retretes que derivan de un único modelo diseñado por la Iglesia ortodoxa en la Rusia zarista, para asegurarse de que al hombre nunca se le permitirá olvidar la corrupción de la carne.”
El estreno de La muerte de un viajante en Pekín fue apoteósico, en un momento de grave tensión entre ambos países: ruptura de relaciones culturales a causa de que la mejor tenista china, Hu Na, durante una gira del equipo nacional, eligió la libertad solicitando asilo político en California. “Esta noche –anota Miller–, una obra mía es nuestro único contacto cultural con China, contacto por el que sin duda el Departamento [de Estado] se muestra agradecido. Esta idea me hace muy feliz a causa del poder del Arte.”