Cartas de Rosario Castellanos
Durante su estancia en Tel Aviv, en el año de 1971, Rosario Castellanos le escribió a Ofelia Benavides, esposa del médico pediatra Lázaro Benavides, quien también era una gran amiga de Raúl Ortiz y Ortiz. Su hija, la pintora Emilia Benavides, tuvo a bien entregarme cuatro cartas que Rosario le escribió a su madre y en las que reitera la orfandad que padeció durante toda su vida. Esas cartas confirman la actitud ante la vida de la gran escritora que a lo largo de los años nos repitió que ella era la malquerida y que su destino estuvo marcado por el desamor, el de sus padres, primero, y más tarde, el del filósofo Ricardo Guerra, su marido. Rosario dijo que había intentado comunicarse con el mundo sin encontrar quien la escuchara y habló de las citas fallidas con sus duendes y sus musas. Afirmó que su amiga Ofelia –también escritora y miembro del taller de Alicia Trueba en el que dimos clase Raúl Ortiz y Ortiz y yo– jamás dejaría de recordarla.
“Ahora estoy de regreso./ Llevé lo que la ola, para romperse, lleva/–sal, espuma y estruendo–,/ y toqué con mis manos una criatura viva:/ el silencio. Heme aquí suspirando/ como el que ama y se acuerda y está lejos.
Estas cartas a Ofelia datan de 1971, enviadas desde Tel Aviv, con Castellanos nombrada embajadora de México por el presidente Luis Echeverría Álvarez:
Mi querida Ofelia:
No creas que no me acuerdo de ti lo que pasa es que como mi trabajo consiste especialmente en escribir cuando descanso ya no quisiera yo usar ese medio de comunicación si no otros más fáciles como la telepatía, por ejemplo. Pero mientras no lleguemos a ese estado de perfeccionamiento interior (o a algunos otros adelantos técnicos) habrá que conformarnos con aprovechar oportunidades como esta de la que me estoy valiendo ahora: una gripe siniestra con la entrada feroz del invierno, un reposo forzado en la cama, esto es tiempo libre y posibilidad de dedicarlo a lo que me gusta sin que sea obligación.
Mucho gusto me ha dado saber el entusiasmo con que sigues tus clases y nada me extraña ese entusiasmo si el maestro es Raúl Ortíz. Además de que somos muy amigos hemos tenido una curiosa relación en esto de la enseñanza. Él empezó un curso en la Facultad de Filosofía y Letras –creo que en 1963 o algo así– y al fin del primer semestre tuvo que dejarlo por incompatibilidad de horarios. Me lo heredó a mí. Lo terminé pero al principio del semestre siguiente me enfermé y volvió a sus manos. Y después otra vez a las mías y así sucesivamente hasta que ambos volvimos a coincidir en casa de Carmen Turrent que organiza también cursos especiales como los que tú estás llevando. Yo no sé si la literatura tenga una importancia objetiva o no. Si se la sujeta a análisis –como todo– se desmorona. Pero como asunto subjetivo, como actividad liberadora, como “saber de salvación”, por lo menos para mí ha sido y sigue siendo esencial. Yo no me atrevo a volver la vista atrás y a recordar mi infancia, esa etapa caótica en que todo se aparece por primera vez, sin explicaciones, sin términos de comparación, desproporcionado, absurdo. Lo único que a mí me ayudó a poner un poco de orden, a entender y, por lo tanto a sobrevivir, fue la aptitud de expresarlo. Al principio eran pergeños muy toscos, copias de modelos muy baratos. Pero poco a poco se va soltando la mano, se va pudiendo más y se va uno exigiendo más. En mi caso tuve la suerte, no sé si buena o mala, depende de cómo la juzgue, de que la adolescencia fuera aún peor de angustiosa y de no haber encontrado nunca una persona con la que yo pudiera establecer una relación tan satisfactoria como la que ya había establecido con los libros. Después aprendí, si no a dar más que no es fácil, sí a pedir menos que casi es indispensable. He tenido amistades, admiraciones muy hondas, gratitudes pero me temo que todas han estado ya teñidas de literatura. En cierta ocasión escribí algo que los críticos tacharon de pedante y que lo sería si no fuera cierto: que yo no doy por vivido sino lo redactado. Mientras no puedo transformar en palabras una experiencia no siento haberla tenido. Por ejemplo, la muerte de mis padres. Jamás he podido siquiera platicarla como algo íntimo, que me aconteció a mí, que de muchas maneras (aunque quizá no en el sentido convencional) me dolió. Jamás he podido escribir una letra al respecto. Jamás la he podido incorporar a mi historia y creo que seguirá siendo uno de mis traumas psicológicos no resueltos.
Con Gabriel temí que me ocurriera lo mismo. Pero ya, por lo menos, salió un poema. Quiere decir que estoy comenzando a asumir la maternidad y que eso me ayudará a vivirla plenamente.
Pero la literatura, como todo, es asunto de tiempo. Supongo que de Israel yo no podría decir nada más que las impresiones superficiales. Tengo aquí nueve meses y creo que he visto muchas cosas y observado muchas otras pero que no podría aún formularlas. Es un país muy complejo, con un enorme problema de integración de sus ciudadanos que vienen de todas partes del mundo y que tienen unas peculiaridades que nuestra educación nos ha enseñado a aborrecer pero que son admirables. Un sentido de la dignidad propia, un aprecio a la inteligencia y un cultivo al conocimiento que no encuentras en otros pueblos para quienes un intelectual (de la categoría que sea) suscita desconfianza, desprecio o risa. Esto en abstracto es muy plausible. Pero en la vida cotidiana resulta más bien ingobernable. Jamás puede pedirse algo (ordenar algo es inconcebible) sin tener que dar toda clase de explicaciones racionales y fundar el pedimento. ¿Caprichos? Sí, a menos que se admita que es un capricho y que eres lo suficientemente imbécil como para ceder a ellos.
Eso se da en todos los niveles. Si vas a un salón de belleza tienes que llevar redactado tu pliego de peticiones porque de otro modo te hacen lo que se debe hacer, no lo que tú quieras. Hasta el problema de la migración. Los judíos en la URSS, pongamos por caso. Claman al cielo porque quieren salir para venir a la Tierra prometida. Las autoridades soviéticas les niegan el permiso. Huelgas de hambre en Rusia, en el muro de lamentaciones de aquí. Activa campaña de propaganda en el mundo entero, ciclos de conferencias, artículos en los periódicos, ¡hasta Salvador Elizondo habla del derecho de irse! Por fin, se les da la visa. Se reúne una multitud en el aeropuerto internacional de Lod para recibirlo, bajan, reciben y dan abrazos y besos ¿y qué hacen? Inmediatamente, una huelga. Se sientan en el suelo y se niegan a moverse de allí porque no les gusta el sitio que les designaron, porque han sabido que las casas no son cómodas y el clima es caliente y los separarán de sus amigos y etc. etc. etc. Empiezan rápidamente a hacer sus trámites para regresar a Rusia. ¡Increíble! Pero se les respeta que es todavía más increíble aún.
Y más cosas: el Shabath en que si estás en un hotel internacional o volando en la línea aérea de Israel no te permiten fumar porque Moisés lo prohibió hace chorrocientos mil años y dijo que era un desacato prender el fuego. Y las luchas de los patólogos para hacer autopsias en los hospitales sin que los linchen los grupos de fanáticos religiosos… junto a las instalaciones hospitalarias más modernas del mundo.
En fin, como tú ves no tenemos la exclusiva en paradojas en México. Aunque lo que me cuentas es bastante inexplicable. Yo he llegado a convencerme de que el poder es una ficción y de que el único que manda en cualquier parte no es el jefe sino el conserje, el que deja pasar a la gente, el que contesta el teléfono, el que transmite los recados. El poderoso es inerme y está totalmente aislado. Algún día voy a desarrollar esta idea de otro modo.
Y no dejes de escribirme. Yo no soy puntual contestadora por razones obvias pero tus cartas nunca han caído en saco roto y las estimo y me alegran muchísimo y me hacen desear volver a México y conocerte y platicar contigo.
Feliz Navidad, ¿no se dice así en estas épocas? Y un año nuevo que te traiga lo mejor para ti y para los tuyos te desea, Rosario.
Tel Aviv, 24 de agosto de 1971.
Sra. Ofelia M. de Benavides.
México, D.F.
Mi querida Ofelia:
Mucho gusto me dio recibir tus dos cartas y encontrarte, al través de ellas, tan entusiasta, tan generosa, tan dispuesta a dar y a darte a los demás. Es en verdad envidiable tu familia por tenerte a ti como centro de ella, irradiando tus dones y procurando la felicidad de todos. Me dio gusto pero también un poco de envidia. Yo tuve la desgracia de haber nacido en un hogar en el que algo más profundo que la desavenencia dividía a mis padres. Nunca vi, entre los dos, el más mínimo signo ni de amor ni de amistad ni de solidaridad humana sino al contrario. Sin expresarse con palabras pero sí con actos un rechazo, un rencor, un deseo de aniquilarse mutuamente que no sólo presencié los veintidós años que tuve la suerte de vivir al lado de ellos sino de ser el campo de batalla en el que dirimían sus diferencias que eran radicales.
Para colmo fui hija única y quedé tan horrorizada de una convivencia de la que sólo me libró la muerte de ambos (que fue casi simultánea) que me mantuve sola mucho tiempo hasta que me atreví a dar el gran paso, el para mí terrible paso que era el matrimonio.
Me temo que yo estaba demasiado deformada pro lo que había visto y vivido y que la persona que cometió el error de suponerme apta para la felicidad no era excesivamente pródiga tampoco en simpatía y comprensión. El resultado fueron trece años más o menos infernales en los que yo saqué en limpio y como ganancia cosas que me son muy importantes. En primer lugar, un hijo (tuve tres, se me murieron dos) y, para estar a la altura de las circunstancias de la maternidad, un serio tratamiento psicoanalítico gracias al cual mi hijo y yo hemos establecido una relación muy profundamente tierna en la que yo procuro poner lo mejor de mí misma y tratar de que las circunstancias en que mi hijo se mueve (un hogar deshecho, un padre que no le prestó nunca mayor atención, varios destierros y separaciones de sus amigos, de sus maestros, de todo lo que en un momento dado considera su mundo) no lo afecten. Creo tener la suficiente lucidez para evitarle trampas muy obvias pero no está en mi mano darle lo que no tengo.
En muchos sentidos mi hijo me ha obligado a lo que decía Sor Juana: finjamos que soy feliz. No siempre lo soy pero siempre lo aparento ante él. Los desgarramientos de las vestiduras y el crujir de dientes se reserva para los poemas.
Por otra parte, es una ventaja el que yo tenga mi propia vida para que no trate de alimentarme de la suya. No quiero después cobrarme a lo chino de los supuestos sacrificios que hago por él como es una costumbre en México. Quiero que él viva para sí y que se independice lo más pronto posible de la tutela materna. En fin, ya ves que por buenas intenciones no quedamos. Pero que con buenas intenciones se pavimenta el infierno.
Pero basta de autobiografía deprimente. Estoy trabajando mucho en Israel. Me han ofrecido una cátedra en la Universidad Hebrea de Jerusalem y voy a dictar un curso de novela mexicana contemporánea. Y conferencias en el Instituto Latinoamericano de Relaciones Culturales y la Embajada que todavía no entiendo muy bien en qué consiste porque no hay dinero, como es normal.
Muchos saludos y abrazos desde este devaluado país. Escríbeme siempre que puedas y no temas ser ni inoportuna ni excesiva. Tus cartas me producen siempre una gran alegría. Rosario.
Tel Aviv, a 9 de julio de 1971
Querida Ofelia:
Recibí oportunamente tu segunda carta aquí en Israel y si me tardé un poco en contestarla fue por haber hecho un viaje fuera del país del que apenas acabo de regresar.Me complace mucho mantener la comunicación contigo pero me gustaría que la estableciéramos en un punto más concreto: que me contaras de ti, de tus circunstancias, de tus aspiraciones, de tu trabajo. En lo que a mí respecta eso no es necesario porque creo que prácticamente todo lo que ha ocurrido lo he contado por escrito. Y cuando no menciono algo no es porque lo considero demasiado privado sino porque no me pareció interesante.
Tú sabes (por lo que has leído) en qué trabajo, qué hago, qué personas constituyen mi familia, etcétera ¿Por qué no completar este cuadro con una imagen tuya? Te aseguro que la amistad podría entonces prosperar mucho más fácilmente.
Esperando tus letras, quedo como siempre tu amiga, Rosario.
Tel Aviv, a 22 de septiembre de 1972.
Mi querida Ofelia:
Quizá lo que me ha paralizado para contestar es, entre otras cosas, el sentimiento de culpa. Tú me has escrito cartas tan largas, tan sinceras y tan generosas que yo [ilegible] me en el mismo nivel y para ello tendría necesidad de tiempo, de un poco más de ropos (sic.) y (aunque tú no lo creas) de fluidez para escribir.
Cuando la literatura se convierte en un oficio empieza uno por inventar trucos a los que le llama técnica o estilo y al final el truco acaba por apoderarse de ti y ya no puedes más que obedecerlo e ir a desembocar siempre a los mismos lugares comunes.
Mucho me alegra que hayas leído y te hayas dejado conmover por mi libro de poemas. Para mí también esta reunión de lo que durante tantos años estuvo disperso me pareció una sorpresa. Algunas veces agradable, otras, vergonzosa, pero la mayor parte del tiempo incomprensible. Se establece una distancia tan grande entre los yos que se van sucediendo y expresando a lo largo del tiempo y el yo que contempla cuando lee. Me imagino que tú has tenido este tipo de experiencia y que entiendes muy bien lo que quiero decirte.
Nada me cuentas en la última carta sobre los problemas que tanto te preocupan en relación con la profesión de tu marido y de las instituciones para el cuidado de la infancia. Se dice que la falta de noticias son buenas noticias y yo quisiera que, en este caso, el dicho fuera verdad.
Tengo el proyecto de ir a México pero todavía no [sé] la fecha para el viaje. Mientras nos vemos por primera vez personalmente no dejes de escribirme y no atribuyas nunca mi silencio a otra causa que el trabajo, la falta de tiempo y la confianza de que sabrás perdonarlo.
Con un abrazo muy cariñoso se despide, Rosario.
La muerte de Rosario Castellanos en Tel Aviv el 7 de agosto de 1974 habría de causar un hondo estupor en el medio intelectual y político mexicano. La propia Golda Meier, gran política y protectora de Israel, habló con mucha pena de su desaparición.
En México, la ausencia de Rosario antes de cumplir los cincuenta años nos hizo recordar también la muerte muy joven de Sor Juana Inés de la Cruz. Hoy ambas poetas y escritoras (Sor Juana, la más grande de nuestro continente) son objeto de culto. Estudiosos universitarios, feministas y lectores de todas las edades las reverencian •