Elena Garro y su amor por los campesinos
Elena Poniatowska
La Jornada
No conocí ser más adictivo que Elena Garro; cuando la traté la viví como una droga, con necesidad y angustia. Los días tenían sentido sólo si ella aparecía, si me dirigía una palabra, una mirada. ¡Esta niña es un Renoir!, decía, y yo sentía que la Virgen me hablaba.
Elena nació en Puebla el 11 de diciembre de 1916 (pero ella insistía que en 1920), y aunque faltan varios meses para su centenario, las universidades, los institutos, las escuelas y los críticos se han propuesto dedicarle todo 2016 para releer y difundir su obra. Darle el lugar que merece en nuestras letras es la misión de muchos fans que creen que no ha sido lo suficientemente reconocida.
La conocí junto a Octavio Paz en 1954. Tuvimos largos años de amistad antes de 1968. A raíz del 68, Elena y yo ya no estuvimos del mismo lado. No entendí su devoción por el secretario de gobierno Fernando Gutiérrez Barrios, al que ella llamaba D’Artagnan. A su regreso a México, después de una larga ausencia, Helenita Paz me llamó y me pasó a su madre; apenas era un hilo de voz, tal vez una prueba que Elena ponía al poder hipnótico de sus palabras, a su inmenso poder de seducción. Me contó que se les había perdido una gatita. Hablamos poco.
El 26 de julio de 1998 recibí una buena alegría: una carta de la Chata Paz escrita en un francés que ya quisiera yo y con un poema suyo dedicado: Petit Pierrot lunaire para darme las gracias por el libro sobre su padre: Las palabras del árbol. Sentí que me había llenado los brazos de flores, tantas que apenas podía retenerlas.
Por la enfermedad de mi madre no pude ir al sepelio de Elena Garro el domingo 23 de agosto de 1998, en Cuernavaca, pero acompañé a Helena Paz en su dolor.
Me quedo con la Elena Garro de mi juventud, la gallarda, la avasalladora, la furiosa, la que seducía con sólo hacer su entrada. Guardo muy buenos recuerdos de París, en su departamento de la rue de l’Ancienne Comédie, en su compañía que decían había sido de Molière. Con ella, la ciudad de mis primeros años cobraba una dimensión distinta. Cualquier acontecimiento, en México o en París, en su casa de Alencastre, en las Lomas de Chapultepec, o en Cuernavaca, cambiaba de color, de textura, de temperatura. Sus cuentos de La semana de colores, el formidable La culpa es de los tlaxcaltecas (que fascina a Sergio Pitol), me supo muy distinto al resto de la literatura mexicana. Su vuelo era más alto, su movimiento más gracioso. Elena Garro es nuestro Marcel Schwob, nuestro Jules Renard, nuestro Jean Giraudoux, nuestra Alicia en el país de las maravillas, pero es también el Juan Rulfo femenino, a todas luces, la gran escritora mexicana, la que todo poetiza y transforma.
Los recuerdos del porvenir es una novela joven, vital, lírica que conjuga la magia, la luminosidad, la poesía y la acción: Helencitos, ha escrito usted un libro maravilloso –se fascinó Octavio Paz, quien sacó del célebre baúl el manuscrito y lo llevó a Joaquín Díez-Canedo. En esas 250 cuartillas se evidencia hasta qué grado la autora estaba ligada a su país, a los campesinos y a la Revolución Mexicana. A pesar de que Elena viajó mucho y estuvo fuera durante largas temporadas, sabe de las cocadas y las botas federicas, las tertulias al atardecer, las aguas frescas y los amores intensamente callados, porque en pueblo chico el infierno es grande.
Los recuerdos del porvenir nos muestra a una Elena Garro impredecible y no la que discutía desde la mañana hasta la noche sentada sobre la alfombra avellana de su casa, sino la Elena que sabía del campo, amaba al animalero de plantas y de árboles y al animalero de hombres, mujeres y niños, y podía describir hasta la menor nervadura de la hoja de un árbol, una Elena llena de sol (y también de luna) que supo hablar de perfumes, de sabores, del calor de Iguala, con palabras fogosas, embrujadoras, que refrescan y dan un sabor distinto a nuestra literatura. ¿Es una novela autobiográfica?, le pregunté en alguna ocasión:
–Pues sí, porque está hecha con lo que me acuerdo de mi infancia; son los recuerdos de un pueblo donde viví. La escribí en París en 1951. La escribí muy rápido. Luego se quedó guardada en un cajón. A Octavio le gustaba mucho, pero a mí siempre se me perdía. La olvidé en un hotel en Nueva York y más tarde mi hermana, que iba de pasada, recogió el baúl abandonado con todos mis papeles. Además se me quemó. Toda desbarajada y mochada la remendé y le llegó a Joaquín Díez-Canedo, quien la publicó. Estaba en París, enferma, en la cama, y para no aburrirme empecé a escribirla. La terminé muy rápido, en mes y medio. Toda la gente que sale allí es gente de verdad y muchos viven todavía. Los apellidos son de Iguala. El pueblo es Iguala, en Guerrero. Los personajes son mis conocidos, los vi todos los días hasta que vine a México. Yo era una niña muy vagabunda y me escapaba de la casa. Mi hermana Devaki y yo éramos muy fisgonas, andábamos siempre en la calle husmeando, conocíamos a todo el pueblo, íbamos de tejado en tejado, de árbol en árbol, nos metíamos al cuartel, a la comandancia militar… ¡éramos la peste! Juan Cariño, el loco, es real. Lupe y Juan Urquizo, ese español que se presenta un buen día y desaparece misteriosamente, también. El general Rosas y Julia, su querida, vinieron realmente a Iguala, yo los conocí, hicieron barbaridades y se fueron. Todo eso que yo veía de chica, esos personajes así muy mágicos, porque cuando eres chica todo es muy extravagante, todo eso lo armé y le metí una intriga. En realidad este libro es un compendio de varios años de infancia.
Elena Garro ha quedado tan ligada a Octavio Paz que es fácil escuchar ¡Ah, sí, la que fue mujer de Paz!, una frase machista que forma parte de su identidad y una exclamación que encierra una historia de amor y de odio que identifica a la pareja.
Contradictoria a más no poder, al igual que sus personajes –de ella misma decía que era una partícula revoltosa–, Elena se fue destruyendo y quién sabe si sus admiradores la acompañaron en su caída, la legión de fieles seguidores, amigos, familiares, enamorados, quienes frecuentaron su casa en la avenida Nuevo León y luego en las Lomas; los incautos que tocaron a su puerta, los embrujados por su magia y los despistados que nunca faltan.
Para la escritora y académica de la lengua Silvia Molina, Elena Garro es indudablemente la mejor escritora de finales del siglo XX mexicano: “Sólo bastó para que le reconozcamos su formidable talento escribir dos libros: Los recuerdos del porvenir y La semana de colores, los más sobresalientes, desde mi punto de vista”.
Sujeta a depresiones profundas, las cóleras de Elena fueron sagradas cuando defendió a los campesinos de Morelos, de Ahuatepec, de Atlixco, de Cuernavaca. Amiga del entonces jefe del Departamento Agrario, Norberto Aguirre Palancares, Elena se la pasó en la Secretaría de la Reforma Agraria en la Ciudad de México, yendo y viniendo entre los escritorios de los burócratas, exponiéndoles los asuntos de multitud de campesinos que arribaban de Morelos y de Guerrero. Como estos trámites tardaban hasta meses, Elena alojaba en su casa no sólo a los campesinos que no tenían adonde ir ni qué comer, sino al líder de los copreros, César del Ángel, personaje nefasto que le dio de cocos y nunca logró gran cosa para los que viven en la costa.
Los campesinos de Ahuatepec la miraban como a un Zapata femenino y les parecía lógico que ella enarbolara su bandera y marchara al frente de su batallón de sombrerudos. Se le veía siempre con su abrigo de piel de camello y sus trajes color miel, elegantísima. Alguna vez, en una audiencia, le pregunté si no le parecía inapropiado su vestuario entre tanta pobreza, tanto deshilacherío, y me respondió: No soy una hipócrita, que me vean tal como soy, que me conozcan tal como soy. No tengo nada que esconder, a diferencia de otros sepulcros blanqueados, escritores que se fingen indigenistas y en el fondo son racistas; juegan un doble juego, porque se fingen salvadores de los indios, pero están muy contentos de ser blancos y rubios. ¡Qué gran asco me dan! Si yo soy dueña de un abrigo de pieles, me lo pongo donde sea y cuando sea. No lo voy a esconder.
Con su hermana Deva (comunista y casada con Jesús Guerrero Galván) discutía mucho sobre su activismo y la repartición de las tierras: “Nos peleábamos todos los días, y yo le decía: ‘A ti y a mí no nos matan porque somos güeras, pero a estos pobres campesinos, tan pobres, tan indefensos y tan indios, pues les pegan un tiro en la cabeza y ni quien se mueva’, y ella me decía: ‘¡Ay, qué reaccionaria!’”
Elena era católica y siempre adoró a la monarquía. Pensaba escribir un libro sobre los Romanov y ella y la Chata (Helena Paz) hablaban durante horas de Anastasia, aferradas a la creencia de que había sobrevivido a la masacre. Madre e hija enumeraban, siempre sentadas en posición de loto sobre la alfombra, a toda la dinastía Romanov, Nicolas II, el jefe de familia; Alejandra, la emperatriz, y las cuatro grandes duquesas: Olga, de 22 años; Tatiana, que caminaba como una bailarina, incapaz de soltar a su perrito; María, de 18 años, y finalmente Anastasia, de 16, todas preocupadas por Alexis, el niño de 13, frágil y delgado, a quien Rasputín no logró curar. Fueron asesinados en lo más negro de la noche, a las 3:15 de la madrugada, aseguraba la Chata. Odio a los Rojos. Lenin es un miserable, Stalin es peor. Esa novela a Elena se le quedó en el tintero, pero en cambio produjo La semana de colores y una cantidad de obras de teatro totalmente seductoras que hicieron que Carlos Monsiváis la considerara la mejor dramaturga mexicana. La puesta en escena de El hogar sólido, que hizo Poesía en Voz Alta, con Octavio Paz a la cabeza, triunfó en grande. La señora en su balcón, La sopa de poro y papa, El encanto, tendajón mixto, La mudanza, El árbol, Andarse por las ramas, La dama boba, Los perros (Devaki y Elena son los perros en El día que fuimos perros) y Los pilares de doña Blanca son obras líricas y fascinantes ahora representadas en varios escenarios universitarios.
Me pregunto qué haría Elena Garro si se enterara de que en Iguala –el pueblo que la vio crecer y le inspiró el libro que todos ponderan– desaparecieron 43 normalistas, la mayoría hijos de campesinos sin recursos ni poder político. Seguramente iría hasta la Procuraduría General de Justicia al frente de una marcha y no se separaría de los padres de los muchachos como no lo hizo de los campesinos que cobijó bajo su abrigo de piel que cubría su corazón y sobre todo su indefinible y valiosa originalidad.
Por último, quisiera recordar a Helena Paz Garro, la Chata, hija de dos personajes fuera de serie. También ella fue capaz de darnos unas memorias muy bien escritas y muy amenas; todavía recuerdo la admiración que sentí cuando puso en mis manos, en su casa de Cuernavaca, varios centenares de páginas escritas a renglón seguido que demostraban su capacidad literaria y amorosa. La Chata fue –al entender de muchos– la víctima de dos personajes centrales en la cultura mexicana. Por desgracia ninguno supo abrir las manos y la enjaularon en un abrazo mortal.