Siempre me ha causado un gran respeto el oficio de los escritores.
Es decir, el otro oficio, la ocupación para la supervivencia.
Muy pocos han vivido de la escritura, de su creación.
Los más afortunados se han buscado la vida con la escritura de artículos en los periódicos, pero la mayoría han sido oficinistas, agentes de seguros, empleados de la administración pública, reporteros, periodistas, abogados, ingenieros, profesores, médicos y hasta comerciantes, militares, camareros y marinos.
Y algunos han pasado necesidades y se han tenido que morir para que se reconozcan sus obras o desaparecer para que los dejaran en paz.
En España ahora hay una ley propugnada por la derecha que impide ser escritor a los mayores de sesenta y cinco años.
Así, como se oye. Si un escritor está jubilado y percibe por derechos de autor premios literarios o por colaboraciones en prensa emolumentos que superen los 9 mil euros anuales, el gobierno los multa e incluso les suspende la paga de jubilación.
De nada les sirve haber cotizado a la Seguridad Social durante treinta y cinco o cuarenta años, pues el Estado considera que si crean no tienen derecho a cobrar la pensión de jubilación. Esa España retrógrada y poco progresista es la que pretende enarbolar la modernidad europea. Es decir, está prohibido ser creador o a pocos les importa.
El propio Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1616), del que ahora hay legiones de expertos sobre su obra, conoció la miseria y el desprecio y tuvo oficios varios para sobrevivir, como el de soldado, recaudador de impuestos, secretario y otras labores que intentaba compaginar con su pasión por la poesía, la novela y la dramaturgia. Este español, ahora querido en el mundo entero y considerado como el escritor más grande, más universal de la lengua española, reverenciado como una figura planetaria, junto a Shakespeare en inglés, conoció la miseria del corazón humano. Estuvo cautivo y abandonado en tierras de Argel hasta que unos frailes lo rescataron tras pasar encerrado cinco años, y sufrió los desastres de la guerra en su brazo, lo que le valió el sobrenombre de manco de Lepanto.
Me gusta Cervantes no sólo por haber escrito El Quijote, La Galatea o las Novelas ejemplares, sino porque era diferente a los demás y ahí radica su éxito en generaciones posteriores a la suya: en su capacidad de ser contrario al resto de los escritores. Cervantes fue consciente de su diferencia, lo que le dio independencia e indiferencia en su época. Lo que destaca en él precisamente es su gran inventiva, su capacidad de introducirse en sus personajes y darles vida real. De alguna forma esta es la clave de la trascendencia de Cervantes, de que cuatrocientos años después de su muerte sea uno de los autores más vivos de la historia de la literatura. Pero la tristeza y grandiosidad del asunto es que no recibió reconocimientos en vida, pues sus cerca de setenta años de existencia transcurrieron entre la tristeza, la miseria y la injusticia. Hasta fue excomulgado dos veces por intentar cobrarle impuestos a la Iglesia católica de la época. Ahora pasa igual, pues esta institución no paga impuestos en España ni en México en pleno siglo xxi. Casi nada ha cambiado a pesar de que hayan cambiado muchas cosas en estos cuatro siglos. Por eso hay una Iglesia que imita a Cristo, ayuda a los pobres, y otra gorda, rica, glotona que posee alforjas repletas de oro y mira con desprecio a los que sufren la miseria social. Cervantes supo un poco de eso y se refugió en la creación de don Alonso Quijano en su mundo ideal, abundante, platónico, amatorio, que prefirió adherirse a un plano imaginativo y rico antes que a uno real y lleno de miseria.
Y a pesar de todo, debemos gratitud a su mala suerte, a la de Cervantes, porque gracias a ella creó a Don Quijote y elaboró magistralmente la figura de Sancho Panza. Se ha escrito tanto sobre estos personajes que intentar hablar de ellos de manera erudita es provocar la sonrisa irónica de tanto cervantista real y de ocasión. Lo que más me fascina de esta creación magistral es que algunos –sólo algunos– de los que hablan de la gran obra maestra ni siquiera la han leído. Eso es grandioso, sublime y, si existiera la otra vida, Miguel de Cervantes estaría riéndose incesantemente al escuchar tanta majadería, tanto desasosiego, tanta miseria literaria. Pero eso sí, gracias a los cervantistas Cervantes es más Cervantes. Recuerdo que cuando me nombraron director del Instituto Cervantes de Fez me puse al día repasando toda su obra y varias de sus biografías, y cuando pasaba el tiempo me sorprendía de que nadie me preguntara nada. Luego descubrí, ya en las últimas reuniones de directores, que los directivos que acababan de entrar poco antes de que otros y yo mismo saliéramos no habían leído ni una línea del tal señor llamado Miguel de Cervantes Saavedra, que por cierto pasó parte de su infancia en Córdoba, pero eso sí, eran personas muy relacionadas con lo que se denomina la derechona española y con los poderes fácticos de la Santa Madre Iglesia.
Alcalá de Henares, en su acordado nacimiento allá por el 29 de septiembre de 1547, luego Córdoba, Sevilla, Salamanca, Madrid, Roma, Túnez, Corfú, Argel, Denia, Esquivias, Valladolid y muchas otras ciudades reales que vivió o hizo mencionar a sus personajes, forman parte del mundo urbano universal de este creador de la primera novela moderna de quien ayer, 23 de abril, se conmemoró el cuatrocientos aniversario de su muerte y que ratifica los cuatro siglos de inmortalidad y permanencia de su obra, un reconocimiento que no recibió en vida. Si ahora levantara la cabeza apenas se reconocería. “¿Quién es este del que se habla tanto?” “Eres tú, Miguel de Cervantes, en olor de multitudes.”
El Príncipe de los Ingenios
El Príncipe de los Ingenios conoció la necesidad desde pequeño, pues cuando apenas tenía dos años su padre fue a parar a la cárcel por deudas y sus bienes le fueron embargados. De ahí en adelante le acompañó la pobreza. Cervantes llegó a Córdoba en 1553, con seis años. Cuentan los estudiosos sobre su vida y obra que aquí aprendió a leer y a escribir, así como a apreciar el teatro. Vivió en la plaza del Potro. Y él mismo, aun habiendo nacido en Alcalá de Henares, en un pleito celebrado en Sevilla en 1593 declaró ser natural de Córdoba, para afirmar sus raíces cordobesas. También se ha subrayado que mucha parentela de Cervantes era de Córdoba. Los cervantistas han coincidido en afirmar que la relación de Cervantes con Córdoba es menor de lo que a muchos les gustaría. Se sabe, por ejemplo que sus abuelos paternos eran cordobeses, que Cervantes estuvo encarcelado durante unos meses en Castro del Río y que pasó por Montilla recaudando impuestos, pero poco más. La famosa Posada del Potro aparece en Don Quijote, pero no se ha podido probar que Miguel de Cervantes estuviera hospedado en dicha posada.
Durante más de dos siglos compitieron por el lugar de nacimiento de Cervantes: Madrid, Toledo, Sevilla, Esquivias, Lucena, Consuegra, Alcázar de San Juan y Alcalá de Henares. Para aclarar el complicado laberinto de estas aspiraciones dedicó Jerónimo Morán, uno de sus más notables biógrafos, el segundo capítulo de la Vida de Cervantes que acompaña la edición del Quijote que se publicó en 1863. La candidatura de Madrid vino avalada por Lope de Vega en su Laurel de Apolo. Por su parte, Andrés de Claramonte y Corroy señaló Toledo en su Letanía moral de 1613. Tomás Tamayo de Vargas dijo que era Esquivias, por ser de allí doña Catalina Palacios Salazar, esposa del escritor. Eran por aquel entonces las tres candidatas de mayor crédito. La de Sevilla se basa en una interpretación errónea del prólogo que Cervantes escribió para sus Comedias. Tampoco arraigó la candidatura de Consuegra, basada en la investigación de un supuesto incidente que llevó a la cárcel a Cervantes, cuando fue a cobrar a Argamasilla una deuda que tenían los vecinos con la priora de San Juan. No apareció ningún documento sobre tal suceso. Gregorio Mayans y Císcar pensaba en 1738 que la ciudad natal de Cervantes era Madrid, pero cambió de idea cuando en 1748 apareció una lista donde se enumeraban cerca de doscientos cautivos rescatados de Argel el año anterior. Allí aparece un Miguel de Cervantes, de treinta años, natural de Alcalá de Henares. Alcázar de San Juan fue candidata debido a la aparición de un documento correspondiente a un niño de nombre Miguel, nacido el 9 de noviembre de 1558, hijo de Blas Cervantes Saavedra y de Catalina López, en cuyo margen se había anotado tiempo después: “Ese fue el autor de la historia de Don Quijote.” Pero la más fiable fue la de Alcalá, pues Cervantes habría tenido sólo trece años en la batalla de Lepanto.
Don Quijote cabalga en Iberoamérica
La vinculación de Cervantes a Iberoamérica ha sido defendida por sus estudiosos, que constantemente lo han relacionado. Está presente, por ejemplo, en las grandes obras del Boom hispanoamericano, como puede observarse en las obras de Alejo Carpentier Los pasos perdidos y en Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez.
La relación con México se detecta en El rufián dichoso, donde se habla de “la muy leal y muy noble Ciudad de México”, donde Cervantes relata los avatares de Fray Cristóbal de la Cruz a partir de las crónicas del lugar.
El relato del cautivo que, rescatado de las mazmorras, guía por tierras cristianas a Zoraida que huye de su hogar y de su patria movida por la devoción a la Virgen, se plasma tanto en Los baños de Argel como en El Quijote. Las mediaciones de don Alonso Quijano habrían logrado poner fin a las disputas de dos parejas que se habían visto envueltas en un sainete de devaneos amorosos, típico de la denominada “comedia de enredos” del Siglo de Oro. Conversaban entonces con grupos de comensales que se habían dado cita en una venta y se encontraban festejando el término de sus conflictos, cuando llegó la mora Zoraida acompañada del cautivo de Argel, que descubriría a su hermano entre los concurrentes, habiendo llegado de improviso en busca de albergue en su tránsito hacia su lugar de destino que era Ciudad de México, en donde tenía la encomienda de desempeñarse como Oidor de la Real Audiencia de su majestad el rey.
La influencia de Cervantes en Iberoamérica posee diferentes ángulos, como el que ofrece Rubén Darío en una versión decadente del mito en su cuento DQ, ambientado en los últimos días del imperio colonial español, así como en las Letanías a Nuestro Señor Don Quijote, incluidas en sus Cantos de vida y esperanza, publicado en 1905, como observa muy acertadamente el cervantista, poeta y lexicólogo sevillano Francisco Rodríguez Marín. También el costarricense Carlos Gagini escribió un relato denominado Don Quijote se va, y el cubano Enrique José Varona, una conferencia titulada Cervantes. El escritor argentino Evaristo Carriego escribió un extenso poema titulado Por el alma de Don Quijote, que participa en la extendida santificación del personaje quijotesco. También los argentinos Alberto Gerchunoff (1884-1950) y Manuel Mújica Láinez (1910-1984) son habituales cultivadores de lo que se ha denominado glosa cervantina, y se observa también el influjo cervantino en el Martín Fierro, de José Hernández y en otra obra maestra de la literatura gauchesca, Don Segundo Sombra, de Ricardo Güiraldes. El historiador colombiano Ignacio Rodríguez Guerrero publicó su libro Los tipos delincuentes del Quijote, una investigación que presenta los diversos tipos de delincuentes y terroristas perseguidos por las leyes de su tiempo. También es destacable el influjo cervantino en la gran novela histórica de Enrique Larreta La gloria de Don Ramiro, y Jorge Luis Borges posee una relación tan compleja con la ficción como la de Cervantes, pues no en vano leyó la obra desde niño y la glosó en ensayos y poemas, y también se inspiró en ella para elaborar el cuento “Pierre Menard, autor del Quijote”, incluido en su antología Ficciones.
Los especialistas sostienen que desde el siglo xix todos los escritores en lengua española poseen huellas de esta obra, desde Galdós hasta el mismísimo Borges. Aseguran que Don Quijote es una obra maestra porque es capaz de transformarse a lo largo de los siglos, desde libro de burlas a novela moderna, pasando por tratado filosófico. Estamos ante una verdadera obra literaria que lleva indiscutiblemente el marchamo de obra maestra. Cervantes ignoró que el Quijote se convertiría en lo que es hoy y que él mismo crecería en su dimensión actual •