Van Gogh y Artaud: ¿genio y locura?
Vilma Fuentes
En el hermoso Museo d’Orsay, antigua estación de ferrocarriles, centro de remates y de anticuarios durante una época, recientemente renovada para acoger a los impresionistas, tiene lugar la exposición titulada Van Gogh/Artaud. Le suicidé de la societé.
Al ver las turbadoras telas de Van Gogh tuve la impresión de déjà vu, título utilizado por Victor Hugo para sus notas, diario en el cual se halla la carta de este autor a Juárez pidiendo la gracia de Maximiliano y cómo esta carta llegó días después de su ejecución.
Ver directamente, diría en persona, los originales, y no las reproducciones en libros, revistas y otros medios, me causó esa sorpresa, descubrimiento y regalo, que provoca estar frente a la pintura hecha por la mano del pintor. Relieves, pinceladas, a la espátula, al pincel, con la mano, el color, el brillo, la opacidad no pueden apreciarse sino mirando, en el sentido de contemplar, el original. ¿Quién puede ver en una reproducción la opacidad y la transparencia de una sandía de Tamayo? ¿La luz que emana del negro de las telas de Soulages, la misma luz de las cavernas donde comienza la pintura? Una de mis sorpresas fue cuando vi por vez primera una de las telas de la serie realizada por Rembrandt de Los discípulos de Emaús. La luz que emana de las velas quema, ilumina en un claroscuro aún más luminoso que el día, vuelve la escena más enigmática.
Ver telas de Van Gogh, aún ya vistas, es siempre una nueva revelación. Sin contar que el Museo d’Orsay presenta algunas obras raramente expuestas pues pertenecen a colecciones particulares.
¿Por qué entonces esa impresión de “ya visto”? Al leer los textos de Antonin Artaud que acompañan las telas de Vincent Van Gogh, volví de pronto muchos años atrás. Eran los años antes y después del ‘68. Corría el mito, o más bien la mistificación, de genio y locura. Los jóvenes de entonces creíamos que una obra podía construirse a partir del delirio. El nombre de Van Gogh venía a menudo en las conversaciones. Leíamos a Lautréamont con fruición. Nadja de André Breton era la mujer mágica por excelencia: internada en un manicomio, Breton solicitaba a Soupault que la visitara, él nunca fue. Desde luego, Artaud era una lectura obligada y apasionante para mi generación. Los “poetas malditos” nos hacían soñar. ¿Ezra Pound no fue internado en el manicomio de Saint-Elizabeth, aunque no fuera sino para salvarlo de la condena a muerte? En México, más cercano, Salvador Elizondo, cuya inteligencia era deslumbrante y leíamos con avidez y pasmo, narró en su autobiografía su estancia en un hospital psiquiátrico.
A pesar de haber visto a las enfermas encerradas en el Fray Bernardino, heredero de la lúgubre Castañeda, de tratar de platicar con hombres y mujeres alojados en el Floresta, donde yo buscaba a Van Gogh, a Pound, a Artaud, no encontré sino personas más cercanas a la demencia, quienes no poseían las palabras para expresarse, sin mayores luces; seguí creyendo que Artaud, por ejemplo, encarnaba genio y locura. Michel Foucault describió la locura como ausencia de obra.
Así, cuando, a fines de 1971 o principios de 1972, Jorge Alberto Losoya me invitó a dirigir un número de El Gallo Ilustrado, suplemento cultural de El Día, decidí dedicarlo a Antonin Artaud. Publiqué un pastiche haciéndolo pasar por el hallazgo de un texto inédito de este autor, páginas de un diario imaginario escrito en México. Recibí cartas donde especialistas y curiosos me solicitaban más datos sobre este hallazgo.
Pasaron los años. Comprendí la falsa interpretación de los versos del poeta beatnik: “Vi a las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura.” El poeta advertía contra la locura cuando creímos leer que hablaba de genio y locura.
La visita a la exposición Van Gogh/Artaud me devolvió a una época lejana y terminada. No era una sensación de ya visto sino de ya vivido. No era la visión admirable de las cuarenta y cinco pinturas, los dibujos y admirable correspondencia de Van Gogh lo que me turbaba, a pesar de la perturbación que su vista causa. Era una sensación de ya vivido, de volver a vivir un tiempo de un tiempo anterior, escapado de los sótanos de mi memoria o, más escalofriante, de la tumba donde él mismo termina por enterrarse llevándose su cortejo de sombras.
Leí las frases de Artaud que acompañaban las telas de Van Gogh, en esa exposición sobria donde el visitante es llevado a interrogarse sobre el genio y el delirio.
“Nadie ha nunca escrito o pintado, esculpido, modelado, construido, inventado, sino para salir de hecho del infierno.”
“¿Un loco Van Gogh? Que aquél que supo un día mirar un rostro humano mire el retrato de Van Gogh por él mismo… Pintado por Van Gogh extralúcido, esta figura del carnicero pelirrojo, la cual nos inspecciona y nos espía, nos escruta con su ojo también torvo.”
“No conozco un solo psiquiatra capas de escrutar un rostro de hombre con una fuerza tan aplastante y de disecar, con un triturador, la irrefragable psicología.”
Visité después la parte de la exposición dedicada a Artaud: sus autorretratos dibujados a la salida del psiquiátrico de Rodez, luego de sufrir los electrochoques. Dibujos espeluznantes donde se retrata torturado, recibiendo lanzas y flechas en el cuerpo sin poder morir. Artaud logra dibujar el dolor: uno lo siente. Por fortuna se exponen también fotos suyas de actor de teatro y de cine en películas inolvidables, clásicas de la cinematografía.
La idea de esta doble exposición es una evocación de la retrospectiva de Van Gogh (1850-1890) organizada en la Orangerie en 1947. El galerista Pierre Loab sugiere a Artaud, liberado el año precedente del asilo de Rodez donde permaneció desde 1943, escribir sobre el pintor. Artaud no presta atención.
La aparición de otro libro más de psiquiatras sobre Van Gogh lo enfurece. Escribe, entonces, “El suicidado de la sociedad”. Muere al año siguiente, 1948.
La comunión entre el pintor y el escritor es exhibida magistralmente gracias a Isabel Cahen, que logró un modelo de escenografía sobria.
Al salir del museo, trota en la cabeza: ¿es posible una obra nacida de la locura?