Herreweghe, la música y la ausencia como exceso
Por Iván García
¿Por qué un “escéptico anticlerical” como Phillipe Herreweghe ejecuta con amor la música de Anton Bruckner, un compositor profundamente religioso del siglo XIX? La respuesta, dada por él mismo en este artículo, no tiene que ver apenas con un gusto refinado que reconoce la excelencia de Bruckner, como quien se limita a un deleite superficial, sino con la posibilidad, alojada en lo profundo de esa excelencia, de que la música despliegue una fidelidad interna y de alcanzar con ella una fidelidad a sí mismo.
En el nombre de Dios se hizo esta música –nos diría Giorgio Agamben–, como también las catedrales, los frescos y la Comedia, de Dante. Y también, sin duda, la Inquisición y las Cruzadas. ¿En el nombre de qué toca su música –una música sacra-– este director belga? Tras la empresa moderna, que puso la mirada en un discurso lógico y racional, encaminado a la emancipación de base laica y a la consecuente conformación de Estados no eclesiásticos, el nombre de Dios fue retirándose de las tareas humanas. Herreweghe, desde luego, no propone un retorno a la religión como eje, pero tampoco despacha el vigor de los materiales de ese ámbito; al contrario, percibe en ellos una latencia que no le es indiferente y que lo lleva a desmarcarse tanto de la tutela eclesiástica como del culto a lo racional.
¿Qué querrá decir Herreweghe con “una música fiel a sí misma”? No a Dios como instrumento de dominación, sino a ese máximo de libertad, el más-del-más que es la idea de Dios como apertura. Desbordar tanto lo clerical como la prerrogativa moderna implica ir al encuentro como individuo de esa “relación original con el universo” que reclamaba Emerson, implica advertir que el ser humano “no es un animal racional sino un estallido donde aparece todo lo que aparece: la creación” (Del Barco). Y eso que aparece es la razón, el conocimiento, el estudio, el trabajo, pero también más, siempre y sobre todo más. ¿Qué es entonces ser fiel a sí mismo por la vía de una música fiel a sí misma, si no quedar adherido a este exceso, a lo penetrante y huidizo de la música en el estallido de su relación con el universo? Esa es, en mi opinión, la libertad, o mejor dicho, el algo así como una libertad verdadera de lo que nos habla Herreweghe. La ambigüedad es relevante aquí porque tras la retirada del nombre queda lo indefinible, la ausencia como signo de exceso. “Algo en mí es más yo mismo que yo mismo”, dice San Agustín. Puede no haber Dios, ni yo, ni naturaleza, ni conciencia, ni espíritu, ni mundo, nos dice Del Barco, pero no puede no haber algo: “no sabemos qué somos, qué es, pero sabemos que hay un algo que por indeterminado es el mismo hay. Hay-Hay. Tal vez decir ‘algo’ sea ya un exceso.”
“Entrad, entrad hijas mías, en lo interior”, dice Santa Teresa. Y con igual premura, aunque con cierto dejo de actualidad, señala Artaud: “Lo difícil es hallar el lugar propio y restablecer la comunicación con uno mismo.” En ambos hay actualidad porque no hay progreso en el espíritu, pero en Artaud, anticlerical como Herreweghe, hay la pulsión por desmembrar el cuerpo logocéntrico para rearticular un cuerpo y su comunicación interna. “¿Qué significa ser lo más sí mismo que se pueda, y entonces lo más hombre que se pueda, si no justamente ser fiel a este sobrepasarse infinito del hombre por el hombre, o a esta apertura? Ser hombre es estar abierto a infinitamente más que ser simplemente hombre”, dice Jean-Luc Nancy al hablar de Dios. Este abrirse adentro, este exceso, a mi parecer, es el estremecimiento infantil del que nos habla Herreweghe. En éste hay una suerte de expropiación –o reapropiación– laica del interior humano por la vía de la propia música religiosa, lo cual tiene una relevancia política en esta sociedad de la transparencia, donde todo ha de quedar expuesto y vigilado. A diferencia de un arquitecto católico como Luis Barragán, que lamentaba la desintegración de una sociedad donde “la religión era única con el gobierno” y esperaba que la Iglesia resolviera “ese problema de recogimiento, de incitar a la meditación y la elevación espiritual”, Herreweghe toma como propia esa tarea. Ser fiel, depositar la fe o el crédito, no en Dios ni en la Banca, sino en uno mismo. Practicar no el tufo aristocrático de la escucha de música antigua, sino abrirse y escucha•
La fidelidad a la música y a uno mismo
Por Philippe Herreweghe
Lassus. Bach. Bruckner. Stravinsky. En estos tiempos de tanta información, estos músicos suelen ser clasificados en secciones especiales, con sus respectivos intérpretes y audiencias ávidas de diferentes experiencias musicales. Cualquiera diría que realmente pertenecen a ámbitos muy distintos, y no sólo en términos estilísticos…
Lassus estaba al servicio de la Iglesia y la aristocracia, compuso en una época en que la música era considerada una ciencia matemática casada con una función religiosa. Stravinsky, en cambio, creó en una sociedad muy cosmopolita donde los compositores eran idolatrados y considerados parte de las principales voces intelectuales de su época y de la música. Bruckner, también en contraste, trabajó en una época en que la música era valorada como la mayor de las artes y cuando buena parte de la sociedad austro-germana discutía apasionadamente sobre el rumbo que debía tomar la música. Además, Bruckner viajó muy poco, a diferencia de Lassus y Stravinsky, y era tímido, devoto, torpe para las relaciones sociales y estaba inmerso en una profunda vida espiritual. Las diferencias entre estos compositores van más allá del paso de los siglos, pero al mismo tiempo convergen en un punto: la búsqueda en la música de un reino donde la mente sea libre de confrontar el misterio de su creación.
Como alguien que se dice especialista en el barroco y que decide trabajar con instrumentos de época, soy uno de los que ha ayudado a crear, no clasificaciones, pero sí una perspectiva que sostiene: “es así como hay que ejecutar este tipo de música”. La especialización musical consiste en dar vida a la música de un determinado período, no en saber clasificarla correctamente en un librero.
Aún hoy la gente se sorprende cuando se entera de que interpreto a Bruckner, Mahler o Stravinsky. Como miembro de la segunda generación de aquello que se conoce como movimiento de “música antigua” (aun cuando lo que hoy se llama música antigua fue escrito mucho antes de cuanto requiera de un director), quizá esto no debería sorprenderme. En aquellos días teníamos que ser evangélicos, incluso dogmáticos, para transmitir nuestro mensaje, así que entiendo que la gente, para ubicarnos, utilice las clasificaciones que acaso nosotros mismos hemos construido. Además, es verdad que cuando interpreto a Bruckner –ya sean las sinfonías, con la Orquesta de los Campos Elíseos, o la música coral con el Collegium Vocale–, quiero llevar al repertorio del siglo xix los mismos principios con que trabajo el barroco alemán y francés.
Sin embargo, lo que busco no es “autenticidad” en el sentido ordinario del término. Nosotros no podemos escuchar las cantatas de Bach como lo hizo la congregación de Leipzig, porque somos muy distintos, y lo mismo sucede con la música de Bruckner, no podemos escucharla como él lo hizo. Pero lo que sí podemos es escuchar, o ayudar a transmitir como intérpretes, una autenticidad en el sentido de dejar a la música ser fiel a sí misma.
La música de Bruckner, desde hace mucho tiempo, tiene un sentido especial para mí. Durante mi infancia en Gante, la Orquesta del Concertgebouw de Bernard Haitink visitaba cada año la catedral para tocar dos sinfonías de este compositor. Mucho antes de que siquiera pensara en dedicarme a la música, me quedaba ahí sentado, quieto, estremecido por la manera en que esa música lograba desbordar cada rincón del edificio, haciéndolo brillar a través del sonido. Y aunque al ejecutar la música de Bruckner tal vez ocupe diferentes instrumentos y la interprete de manera muy distinta, lo que intento también es colmar las mentes y los cuerpos de las personas con una catedral sonora, una catedral de ladrillos sonoros, cargados de emotividad, que conduzcan al espíritu más allá de la emoción, para alcanzar algo así como una libertad verdadera. No hay compromiso con Bruckner. Esta no es música para desidiosos o para gente que busca una recompensa inmediata. Para dar vida a esta música hay que ser fuertes (da igual si uno es un director como Celibidache o Karajan, o alguien con una formación musical muy distinta, como en mi caso). Y lo mismo sucede como escucha: hay que tener fortaleza.
Parte de la intensidad de Bruckner proviene de su ser profundamente religioso. Sin embargo, su catolicismo no se diferenciaba de la religiosidad obediente del feligrés ordinario: Bruckner rezaba el Ave María dieciséis veces al día y parece que nunca cuestionó los dictados de la Iglesia. En su biblioteca, además de la Biblia, sólo tenía unos cuantos libros –parece que Robinson Crusoe era uno de sus favoritos– y no hay evidencia de que hubiera leído o meditado sobre historia, literatura o arte.
En cierto sentido, su obra más religiosa es la Misa 2 en Mi menor. La compuso para la consagración de la capilla votiva en la nueva catedral de Linz. La iglesia es neogótica, forma parte del gran resurgimiento nacionalista austro-germano, y Bruckner compuso esta pieza para coro y ensamble de viento de manera muy distinta a sus otras misas, con una fuerte reminiscencia de las de Lassus y Palestrina. Pero no es necesario ser religioso para apreciar esta obra, una de las más amables y accesibles de Bruckner, sobre todo el Kyrie y el excepcionalmente delicado Benedictus. La obra llega a su clímax con la intensa polifonía cromática del Agnus Dei, y aunque uno puede percibir cuán personal era este rezo para Bruckner, aun para escépticos anticlericales como yo, este movimiento transmite algo equiparable a una paz real y duradera.
Si tocamos esta música –y en especial la larga tradición de lo que llamo una polifonía espiritual, que va de Palestrina y Lassus, pasando por Bach, a Bruckner, Stravinsky y varios más–, sin interponernos en el camino de la música hacia su propia fidelidad, quizá también logremos ser fieles a nosotros mismos. Éste es, al menos, el tipo de autenticidad que yo busco •
Traducción del inglés de Iván García.